miércoles, 31 de octubre de 2012

La cámara de la tortura china


No respiren. Es injusto si respiran.
Yo no estoy respirando.
Muchas cosas son injustas, es verdad. Que me lo digan a mí.
Lo último que quería vender era la mesa de tres patas. De todo lo demás me fui desprendiendo con una insensibilidad que me desconocía. Primero publiqué  en avisos y conseguí, dentro del rango de lo miserable, quien pagara el precio que pedía. Cuando eso no alcanzó, puse en remate las decenas de secretos que había recolectado durante toda mi vida. Menos la mesa. Todavía con ella podía trabajar. La posibilidad del usarla se hizo cada vez menos frecuente, eso también es verdad, pero siempre hubo viejas con fe ávidas de que les diga lo que querían escuchar. Y en el engaño, créanme, sé moverme como pez en el agua.
Es gracioso que lo diga, bien me serviría ahora ser un pez.
Para poder respirar, Dios. Para poder zafarme.
Caí en desgracia cuando empezaron las voces. Voces en mi cabeza. Las de mis padres, la de una vieja amiga, la de mi hermano mayor. Me desconcentraba en el escenario, y la gente, desorientada, terminaba por irse antes del final. Tuve que dejar los naipes y los conejos y cambiarlos por agujas, antorchas, hasta por una cama de clavos. El horror —del otro— gusta. Pero mi repertorio de faquir era flaco. Mucho más que yo, que nunca fui amigo del ayuno prolongado. Haciendo de médium, en cambio, no me iba tan mal. Sé poner los ojos en blanco, tenía el mobiliario adecuado y las voces me dictaban incoherencias al azar. Lo necesario para que el trance pareciera verdadero. Por eso, cuando tuve que vender la mesa para poder comer, recién ahí, sentí que perdía todo.  
Un productor venido a menos me propuso hacer esto. Me dijo: si la cosa camina, nos hacemos ricos. Yo no quiero ser rico, necesito comer. Las voces, al unísono, me dijeron que acepte. Y dije sí.
La sala está llena. Yo cuelgo boca abajo dentro de una pecera de agua fría. Tiene una tapa metálica con grilletes que se cierran alrededor de mis tobillos. Eslabones gruesos como dedos me marcan los muslos y los brazos, y me hunden. La cámara de la tortura china se completa con media docena de candados lustrosos. Estamos todos de estreno, parece. También parece que no hay truco. La reserva de aire se me acaba y estoy empezando a preocuparme. Debería saber cómo salir, pero no sé. Ayuda. Las voces me dicen que me relaje, que ya está bien, que total… Hablan todas juntas y me desesperan más. Aire, por favor.
Una voz distinta se cuela entre las conocidas. Es un hombre. Puede que tenga razón, pero creo que me quedé sin fuerzas. Mi piel se está poniendo azul. Me habla más fuerte, repite siempre lo mismo, me grita.
Hago lo que me dice. Es simple, después de todo.
Es simple y maravilloso. Aire. Estoy flotando libre. Aire.
Empujo la tapa con la cabeza y la gente aplaude y la cosa camina y ya no escucho voces y puedo respirar.



Ehrich Weiss murió el 31 de octubre de 1926, a los 52 años. Le decían “El Rey de las Esposas”; él se hacía llamar Harry Houdini. El maestro del escapismo conoció la fama gracias a unos pocos números, entre ellos La cámara de la tortura china. En sus últimos años, luego del fallecimiento de su madre, vivió obsesionado con el mundo de los muertos; se afanó en ridiculizar a cualquiera que dijese que podía contactar con el trasmundo. Antes de morir de peritonitis, creó un código de diez palabras que solo conoció su mujer, Bess Houdini. Le juró que si de veras existía la manera de escapar del silencio de la muerte, se lo haría saber con esa contraseña. Bess perdió la vida diecisiete años después, aparentemente sin tener noticias de su esposo. 

lunes, 29 de octubre de 2012

Una mano que me ayude a cruzar la noche




EFEMERIDES 29 DE OCTUBRE
UNA MANO QUE ME AYUDE A CRUZAR LA NOCHE
Lo llevaban a la rastra dos recios hombres vestidos de blanco, con más de barra brava que de enfermero. El pobre infeliz balbuceaba incoherencias por el anestésico y los relajantes musculares, pero aunque hubiera podido juntar dos palabras, el personal sanitario era demasiado joven para entender. Uno de ellos creyó escuchar que decía: “Yo toqué con B.B. King”. El otro, más veterano en esto de lidiar con enfermos mentales, lo atajó enseguida: - Es un esquizofrénico y como tal, tiene alterada la percepción de la realidad. Simplemente delira… ¡Mirá que este desecho humano va a haber tocado con B.B. King!
El paciente venía de recaída en recaída y la falta de respuesta a los medicamentos habituales, hizo aconsejable incrementar las sesiones de “terapia”. En la jerga del manicomio era un eufemismo para la terapia electroconvulsiva… los electroshocks, para explicarlo con propiedad.
Lo que los asistentes terapéuticos no sabían era que, a comienzos de los 70’, cuando la fama no era cuento, el tipo era alguien en serio y en una gira por Alemania no aguantó el peso de tanta popularidad y se metió tal dosis de LSD que estuvo alucinando tres días seguidos. El ácido lisérgico lo atrapó en su mundo psicodélico y ya nunca volvió a ser el mismo, alternado épocas de euforia con períodos de ausencia emocional. Abominó del dinero, de la música, de las ovaciones y durante años, vivió de la caridad, como un linyera. A veces se le representaba una melodía con una nitidez traslúcida. Otras, lo asaltaba el eco de aplausos lejanos. Nunca podía recordar su nombre. Sin embargo, volvió a subirse a un escenario unas cuantas veces más. Los dedos recorrían las cuerdas, la voz acomodaba los versos, pero esa, esa ya era la vida de otro.
Los pasillos de azulejos blancos se sucedían como un laberinto perverso. Ojos asustados fisgoneaban por la mirilla de las puertas de metal. Cada tanto se escuchaba una carcajada que también podía ser un sollozo. Finalmente, llegaron a la “mazmorra”, como llamaban, con no poca sorna, a las instalaciones donde se aplicaba el tratamiento.
Lo pusieron en la camilla y empezaron a pasarle los correajes de sujeción. El paciente de barba desprolija y mirada caníbal canturreaba: “Necesito la mano de alguien que me guíe a través de la noche, necesito que alguien me abrace y estruje con fuerza… Y ahora, cuando la noche comienza, estoy en un camino sin salida porque necesito tanto tu amor”. A los muchachos, la melodía les resultó levemente familiar.
Mientras le ponían los electrodos en la cabeza, el paciente entró en un estado de agitación y se puso a gritar que él había sido el reemplazo de Eric Clapton en la banda de John Mayall. El nombre de Clapton hizo que los enfermeros se miraran con alguna inquietud. ¿A quién le estaban friendo el cerebro?
Pese a las severas normas de confidencialidad que gobernaban aquel hospicio de las afueras de Londres, los muchachos tomaron coraje y le preguntaron. El hombre levantó la cabeza, lanzó una risotada y antes del desmayo dijo: Yo solía ser Peter Green, de Fleetwood Mac…
En un día como hoy, pero de 1946 nacía en Londres, Peter Allen Greenbaum, mejor conocido como Peter Green, legendario guitarrista de blues y rock, que saltó a la fama con la banda Fleetwood Mac. De una clara influencia en toda una generación de guitarristas, toco entre otros con verdaderas glorias del blues como B.B. King, John Mayall, Eddie Boyd, Otis Spam y Memphis Slim. El abuso con las drogas prácticamente truncó su carrera. Así y todo, la revista Rolling Stone, lo considera el número 38 en la lista de los mejores 100 guitarristas de toda la historia.
© Pablo Martínez Burkett, 2012 

sábado, 27 de octubre de 2012

El Pibe





“El Pibe”


Franco esperaba ansioso su cita con Laura. Llevaban dos semanas conversando por chat; no sabía mucho de ella, pero le resultaba encantadora. Ambos habían acordado una tregua en la que ninguno dijese de su nombre real, ni hablase de su pasado. La tregua, estaba inspirada en la propuesta que le había hecho Paul (Marlon Brando) a Jeanne (María Schneider), en la película “Último tango en Paris”. Por eso, a Franco, Laura lo conocía como “Antonio”. Y a Laura, Franco la conocía como “Débora”.

Antonio esperaba a Débora en un bar de la avenida Cabildo. Habían quedado en encontrarse a las siete de la tarde, pero eran las siete y cuarto, y Débora no daba señales de vida. Esto inquietaba a Antonio, que tenía baja la autoestima; y no podría soportar un plantón por parte de la joven que le gustaba.

Hacia las siete y media, Débora cruzó por la puerta del bar. Antonio la reconoció enseguida, se alegró al notar que lucía más bella y jovial que en las fotos. Alzó su mano y la llamó; ella lo buscó entre el gentío; al encontrarlo, sonrió y se dirigió hacia su mesa. Débora se veía muy contenta; así que Antonio dedujo que también él le había gustado.

Mientras Débora caminaba con dificultad, serpenteando la veintena de mesas que la separaban de Antonio, este solo lograba divisarla de la cintura hacia arriba. Notó que tenía unos senos encantadores; pero cuando las mesas ya no cubrían la mitad hacia abajo, la sonrisa encantada de Antonio se convirtió en una mueca catastrófica. La Joven llevaba de la mano a un nenito de unos cinco años; saludó afablemente a Antonio, y luego se sentó con el chico a upa. Antonio se dejó caer en la silla sin quitar la mirada de la criatura. Luego de unos segundos, miró a Débora:
–Que lindo el nene… no me dijiste que eras mamá… –dijo, intentando disimular su desconsuelo.
Débora lo miró, y mientras respondió, jamás dejó de sonreír.
–Bueno… habíamos quedado en que no hablaríamos de nuestras vidas, ¿no?... este es Mateo; no tenía con quien dejarlo; y tampoco quería cancelar nuestra cita... ¿no te molesta no?
–¡Nooo! –clamó Antonio con una sonrisa constipada–. Que bah; si me encantan los niños…
–¡Genial! –se alegró Débora–. Porque Mateo no tiene papá; y… le vendría tan bien uno…
–¡Papi! –gritó el nene mirando a Antonio; al mismo tiempo que señalaba un cuadro que colgaba en la pared; la famosa fotografía color sepia en la que Chaplin está sentado  junto a un niño en el portal de una casa.
–Jejeje… –balbuceó Antonio–. Me gusta tu sentido del humor Débora…
 –¿Por qué?... no recuerdo haber dicho nada gracioso…
–¡Lucas! –gritó Mateo, señalando la foto.
Antonio se dio vuelta para mirar la foto, luego miró a Mateo.
–No, no… “Chaplin”; se llama Chaplin ese señor –le explicó cariñosamente al niño.
–¡Ay!… –se emocionó la madre–. ¡Que tiernos ambos! Creo que ustedes dos se llevarán genial...  
–Ey, ey… paremos un poco. –dijo Antonio, fastidiado–. Recién nos conocemos, ni siquiera sabemos nuestros nombres reales. No confundamos las cosas.
–¡Lucas! –volvió a gritar Mateo señalando la foto.
–¡No! –gritó Antonio– ¡No Lucas!... ¡Chaplin!... “Chaaapliiin”…
El niño se rió de cómo Antonio movía los labios para decir: Chaplin.
–¿Por qué le gritás a TU hijo? –preguntó Débora.
–¡Pero!... ¡Pero estás demente mujer!... ¿¡de qué hijo hablás!?
–Bueno… faltan los papeles, claro; pero son unos pocos trámites… –explicó Débora, como si hablase de pagar la factura de luz.
–¡Lucas! ¡Lucas! ¡Lucas! –insistía Mateo de manera histérica.
–¡Joder pibe! ¡No se llama Lucas! –protestó Antonio; las venas de su cuello se inflaban por la sangre que fluía y le enrojecía el rostro.
–¡No le grites a nuestro hijo! –chilló Débora.
–Pero… ¿¡qué es esta locura!? ¡Madre mía!... Esto… ¿Esto es real?...

Entonces, por un instante, todo se apagó.

–¿Antonio?... ¿te dormiste Antonio?... ay, perdón por haberme retrasado; es qué había un tráfico terrible… ¿estás bien?  
–¿Débora?... –le preguntó Antonio, notando con alivio que sus senos eran muy pequeños.
–Si… ¡te dormiste parece!...  
–¿Tenes hijos Débora?... –indagó Antonio clavándole su mirada soñolienta.
–¿Qué?... –preguntó ella mientras se sentaba–. No, no tengo… ¿por qué preguntás?
–Por nada, no me hagas caso…  ¿qué vas a tomar?...

Un 26 de Octubre como hoy, pero de 1914, en Santa Mónica (California), nacía John Leslie Coogan, conocido como Jackie Coogan; quien se hizo famoso a los cinco años de edad por su papel en la película Muda “The Kid”, de Charles Chaplin. La actuación del Jackie fue memorable, tal vez  la mejor actuación de un niño tan pequeño en la historia del cine. De adulto, participaría en la legendaria serie “Los Locos Adams”, donde interpretaría nada más y nada menos que al “Tío Lucas”.


Texto y pintura de Martín Kaos


jueves, 25 de octubre de 2012

Vulnavia





Una vez un hombre me dijo: tu problema es que sos muy linda.
Son raras las vueltas que dan las cosas. Años más tarde, cuando por casualidad vi a Anton por primera vez, esa frase vino a mi mente. Sin saber muy bien por qué, lo seguí. Había algo en su cara, en las líneas que rodeaban sus ojos, en la textura de sus mejillas, que no encajaba. Lo seguí a través de avenidas, calles, pasadizos y parques. Cuando se cansó de intentar perderme, giró y me miró. Fue apenas un segundo, pero sus ojos me miraron.
Esperé sentada en el umbral un día entero. No llevaba abrigo, pero no importaba. Cuando finalmente salió, volví a seguirlo. Paseamos durante horas, él adelante, eligiendo el recorrido, yo varios metros más atrás, con la mirada fija en su espalda, como un imán. Esa noche volví a dormir en el umbral, y veintiséis noches más. Cada tarde recorríamos un trayecto distinto, pero yo apenas veía lo que había a nuestro alrededor. A veces él entraba en algún negocio (sederías, casas de moda y maquillaje, jugueterías, anticuarios, joyerías, tiendas de música); yo lo esperaba en el punto donde me hubiera dejado, sin querer cortar por nada esa distancia que nos unía.  
La noche veintinueve se detuvo junto a la puerta y se hizo a un costado, para dejarme pasar. Después de mucho tiempo, volví a mirar a mi alrededor: cortinados, escaleras, largas arañas colgantes de acrílico. De la mano me paseó por su paraíso kitsch: cada objeto en su preciso lugar, unido por un entramado denso e invisible a todos los demás. En el centro del salón nos esperaba una mesa de manteles largos, velas, rosas y vajilla de plata. Comí en silencio; él me observaba. Cuando terminé, comenzó a arrancar de su rostro, una a una, las partes que lo conformaban. La línea de los dientes le surcaba la cara, en lugar de nariz se abría un agujero, la piel chamuscada le recubría tirante el cráneo; deseé que nunca más volviera a ponerse la máscara, al menos entre nosotros. Se colocó un aparato en el cuello y dijo: te llamaré Vulnavia, y yo asentí.
Así comenzó nuestra convivencia en su palacio de muñecos mecánicos, disfraces, tubos de órgano, valses, rituales y juguetes, levantado en honor a su esposa muerta pero siempre presente, palpitante en cada detalle, destinataria de cada gesto y cada palabra. Nosotros somos la parte viviente de ese monumento. Cada día visto un vestido distinto, que combina con el dramatismo calculado de los movimientos de Anton y los decorados que nos envuelven. Soy su muñeca, su compañera, su fiel asistente; soy parte de su mundo, nuestro propio paraíso de tres.




El 25 de octubre de 1993 murió Vincent Price, maestro del terror de bajo presupuesto. Protagonizó, entre otros clásicos, Terror en el museo de cera, La mosca de la cabeza blanca, casi todas las adaptaciones de Roger Corman de cuentos de Poe, El último hombre sobre la Tierra, El abominable Dr. Phibes y El retorno del Dr. Phibes. También actuó en El joven manos de tijera y la serie de Batman de los 60.

María Eugenia Alcatena