viernes, 31 de agosto de 2012

El Poeta Maldito



“El Poeta Maldito”


Estaba muerto. Aquejado por un lánguido zumbido de purgatorio. Gimoteaba el cielo de Paris, me alumbraban los pasos esos truenos violetas de mi sepelio, viejos esbozos de mis últimos versos. Me adentré invisible en la penumbra rojiza de una taberna de mala muerte. Tropecé con beodos y meretrices, recordé algunos escotes en los cuales había dormido.

Me derrumbé sobre la barra. Ahogué mi pesar en un vino rancio que me despertó del letargo. Mi pesar eran mis poemas, esos que se quemaban en el silencio de mí adorada soledad. Afuera tronaba feroz el cielo, lloraba ese Dios sin ojos; o tal vez, lloraba mi madre abrazando mi agonía. Si, mi madre… y esas mujeres sucias que me vendieron su amor por unas horas.

“¿Charles?”, preguntaba una voz familiar. Después de morir, viene el despertar, el vacío, y la bofetada de una verdad desnuda: cada uno elije su muerte, a cuentagotas, forjándola en cada huella, en cada hostilidad, en cada maldición. Así es, porque mientras mi sangre estaba tibia, yo proyectaba mis demonios hacia Dios, hacia mi madre, y hacia cualquiera que osara ignorarme. Y ahora, en este insondable vacío, me doy cuenta, que fui mi propio Belcebú. Que me atormenté plácidamente, entre recelos, furias, y clamores. Y lo disfruté. Cualquiera que me lea, puede dar fe de ello.

Mi madre me amó sobre el final, cuando apenas podía sentirla. Por fin había escuchado mis reclamos; en mis cartas solo le pedía: “un poco de aliento y unas caricias”. Siempre hay una tregua en la agonía. Morí sordo, casi ciego, sin poder hablar, morí hemipléjico entre los brazos de quien me afligió dándome vida. Así, la hice volver a mí.

“¿Charles?”, insistía la voz. Pocas veces me reclamaban así cuando estaba vivo. Por eso me sabe tan dulce este vino rancio.

Mientras que todos esos pedantes melindrosos que osaban llamarse poetas, componían sonetos almibarados, yo, hechizado por la música de Wagner, maldecía el amor y escupía fatales versos para que no me quemaran por dentro. Incluso, con mis Flores del Mal, advertí al lector de esta manera:

Lector, tú tan bucólico y sereno,

hombre de bien, morigerado y cándido,

no aceptes este libro saturnino

que huele a melancólico y orgiástico.

Si no cursaste nunca la retórica con Satanás,

que es un ladino dómine,

no vas a comprender nada, ¡recházalo!,

o bien me tomarás por un histérico.

Pero si logras dominar el vértigo

y consigues mirar a los abismos,

para aprender a amarme, toma y lee;

si es curiosa y doliente el alma tuya

y lo que buscas es tu paraíso,

si no me compadeces… ¡te maldigo!

“¿Charles?”. ¡Si maldita voz! Ya no te necesito, tu arrullo era para el final, para perfumar con lágrimas los pocos laureles que echaron sobre mi tumba. Si madre… soy Charles.

Un 31 de agosto como hoy, pero de 1867, en Paris, en los brazos de su madre, con tan solo 46 años de edad, moría el poeta y traductor Charles Pierre Baudelaire. Quien se conocería por sus poemas oscuros y turbulentos; bien llamado por muchos: “El Poeta Maldito”



Texto y pintura: Diego Martín Rotondo

jueves, 30 de agosto de 2012

El parto



Sobre la tabla, inmenso, descansa el compuesto de secciones, injertos y tejidos que logró reunir. Sus partes se ensamblan con ganchos de metal y puntadas gruesas, costuras toscas de primeriza que en el resplandor de cada nuevo relámpago se iluminan y destacan con crudeza contra la carne gris. La madre de la criatura aparta la mirada y se enfrasca en el accionar de palancas, émbolos y resortes.
La tormenta arrecia. En un rincón, el agua que entra a caudales empapa y deshace las cartas sin abrir del prometido siempre postergado; arriba, imantadas por las antenas, las nubes chocan unas contra otras y todo se electrifica. Un trueno retumba a lo ancho del cielo. Su paso deja un silencio hueco, como una cicatriz abierta en la matriz del mundo.
En ese silencio, algo sobre la mesa se agita. Una respiración, un temblor en un párpado. Una mano de uñas sucias y agrietadas.
La mujer contempla por primera vez a su vástago. Animadas por la chispa vital, sus facciones son horrendas; sus gestos –que tal vez remedan un llamado, o una sonrisa- son grotescos. No lo duda: si pudiera, lo ahogaría en su propia sangre, ya mismo, antes de que se yerga y eche a caminar. Pero el asco y el espanto la dominan, y sólo puede pensar en huir.
Mientras corre escaleras abajo, con el primer aullido de su hijo resonando a sus espaldas y en todas direcciones, se sorprende de que aún le quede resto para el asombro. Es que recién entonces advierte –súbitamente, como un relámpago- que nunca le había elegido un nombre a la criatura.


 El 30 de agosto de 1797 nació en Londres Mary Shelley, autora de Frankenstein o el moderno Prometeo. Su madre murió tras darla a luz. A los diecisiete años conoció al poeta Percy Shelley, por entonces casado, y se fugaron en secreto. Frutos de sus amores fueron una beba prematura, que murió a los pocos días de su nacimiento; un nene que vivió hasta los tres años y una nena que murió al año; un embarazo que culminó en un aborto espontáneo que puso la vida de Mary en peligro y un único hijo que los sobrevivió a ambos, llamado Percy. Debido a la angustia y los sentimientos de culpa causados por estas pérdidas, Mary Shelley solía tener pesadillas con su madre y sus bebés muertos. La generación de vida, la familia y las ansiedades de la maternidad son temas, de una u otra manera, recurrentes en su obra.

dibujo de Germán Erramouspe
texto de María Eugenia Alcatena

miércoles, 29 de agosto de 2012

Ingrid Bergman, "Nace-Muere", por Juan Guinot



Nacer con la muerte comprada y sin posibilidad de devolución es un hecho doloroso, pero real y no queda otra que asumirlo. Pero que la muerte le saque a la vieja a los dos años de haber nacido, que antes de terminar la infancia se le lleve al viejo y, no conforme con los guadañazos, la parca venga por la tía, a los meses de adoptarla, hace que la entendamos: la pobre chica sabe que, con ella, la muerte ha tomada un curso llamativamente diferente del que dispensa al común de los mortales.
La chica entra a la adolescencia convencida de que solo ella podrá descubrir qué hará dilatar esta obcecada decisión que ha tomado la arrebatadora de almas. Se lo plantea como desafío, la muerte lo acepta y pacta concederle unos pocos años.
La chica habla poco, no por tímida, sino porque sabe que nadie la va a entender y porque, muy tempranamente, ha comprendido que debe enfocarse en hallar el arma que aparte a la dueña del destino común.
Antes de lo que ha pensado, descubre la actuación. Pasa horas y horas metidas en el teatro. Los perfumes de la madera, el telón y los cuerpos en producción de arte, condensados por la humedad del salón, la protegen. Del otro lado de la taquilla, sobre la vereda, la muerte, se restriega las manos, la mide, la espera, con paciencia infinita.
Para la joven rubia, la actuación es su campo protector y deslumbra con tanto brillo que desde la media noche en continuado de Suecia, su  luz, llega a Hollywood. Entonces, el cine fábrica de baldosas del Paseo de la Fama, la lleva donde las estrellas, los amores, las envidias, el éxito y el fracaso, para vivirlo todo a vez, en la justa y humana medida.
Mientras el mundo se arrodilla para venerar a la actriz de sesenta años, la muerte, aprovecha un descuido, entra en ella y se la empieza a llevar en un proceso doloroso, que ni la actuación puede mitigar.
El día de su cumpleaños, para festejarlo, solo se presenta la parca. Ambas se miran, no se odian, se miran como dos amigas que han jugada un tarde entera, de tan solo  sesenta y siete años. El día de su cumpleaños, finalmente, muere Ingrid Bergman.

lunes, 27 de agosto de 2012

Florecida mocedad






FLORECIDA MOCEDAD
Soy médico, cardiólogo, para más datos. Voy completando esta segunda juventud, que es una elegante forma de decir que estoy más cerca de los sesenta que de las cinco décadas. De joven, supe ser un cachafaz, ¿a qué negarlo? Además, nunca falta el amigo que, con una mezcla de envidia y admiración, relata alguna salvajada de los tiempos pasados. Sin embargo, siento que las andanzas de aquel joven Don Juan son las historias de otro hombre porque un día, contra todo pronóstico, me casé con Helena, mi eterna novia, la única mujer que verdaderamente amé. Nuestro matrimonio fue feliz, muy feliz. Tuvimos dos maravillosos hijos y al contrario de lo esperado, le fui significativamente fiel.
Pero una tarde de otoño, yo que presido no sé cuántas cátedras y sociedades médicas, no pude evitar su último suspiro. Nos desbordó el sufrimiento. Los chicos, ya grandes, se refugiaron en sus carreras y por mi parte, me consagré íntegramente al trabajo. También me convertí en charlista profesional, paseando mi alma acongojada por todas las geografías del globo. Me hacía muy mal volver a casa, para ver que Helenita se había convertido en una foto que no envejece.
Así iba por la vida cuando la agenda de conferencias y congresos, me llevó a Curitiba, una ciudad del sur del Brasil. La delegada consular vino a recibirnos y, con amable pero aséptica diplomacia, nos acompañó durante todas las jornadas. Era menuda, elegante y del todo ausente.
Soy un hombre de ciencia, por lo tanto sé que lo que voy a decir ahora quizás pueda sonar a disparate, pero tengo una especial sensibilidad para advertir cuando un corazón sufre. Y no me refiero al tipo de dolencia que puedo curar con mi medicina. Esta chica, como yo, aunque cumplía eficazmente su trabajo, sufría en silencio el dolor de una ausencia. De forma totalmente inesperada, pese a mi vida de monje, me sentí atraído por su aspecto afligido.
La última noche, el Consulado nos ofreció un cóctel de despedida. Soy de rehuir este tipo de aglomeraciones pero no tuve más remedio que concurrir. Una cosa llevó a la otra, alguien se sentó al piano de cola y los presentes empezaron a despachar el repertorio habitual de tangos, boleros y folklore. Para mi desgracia, el comedido de turno insistió en hacerme cantar. Opuse resistencia hasta la descortesía, pero de repente, creí ver un destello de expectativa en la carita de la chica de los ojos tristes y me decidí. Me acerqué al pianista y le pregunté al oído si conocía lo que iba a cantar. Sonrió y con gesto de asentimiento, atacó con los primeros compases.
Con recobrada seguridad, me planté y empecé a entonar. Y aunque cada tanto echaba una ojeada a la muchedumbre, fue obvio que le dediqué el tema a la delegada consular. Y en alas de la música se fue hilando el mágico encaje que congrega a los extraviados, perdona los pecados, sana las heridas y restaura la esperanza.
Porque esperanza fue lo que anidó en mi corazón, cóncavo de tristezas. Sé también que lo mismo sucedió en el de ella. Y lo sé, porque primero y muy tibiamente, empezamos a contactarnos a mi regreso a Buenos Aires. Después quisimos volver a vernos. Y después, bueno… hace dos semanas que pidió el pase y está a punto de mudarse a casa.
¿Ah… qué fue lo que canté?: “Naranjo en flor”, claro.
En un día como hoy, pero de 1994, fallecía Roberto “El Polaco” Goyeneche, uno de los más grandes cantantes que dio la música ciudadana. Hay tangos como “Garúa”, “Tinta roja”, “Malena”, “Afiche”, “Balada para un loco” o “Naranjo en flor” que perduran en el oído del público, interpretados con el fraseo característico del hombre de Saavedra.
© Pablo Martínez Burkett, 2012

viernes, 24 de agosto de 2012

El Manosanta


Nietzsche escribió: “Sin música, la vida sería un error”. Yo coincido, pero me gustaría parafrasearlo así: “Sin música y buen humor, la vida sería un error”.

Es el humor lo que nos salva, porque al reírnos, nuestro cuerpo se vuelve más saludable, aumenta nuestro ritmo cardíaco y se liberan endorfinas, provocándonos placer, fortaleciendo nuestro sistema inmune, atenuando el dolor y liberándonos de la angustia y el miedo. Sin dudas, la risa es la mejor medicina; por eso, podríamos considerar a un buen humorista, como un sanador, un terapeuta, o un… Manosanta.

Humor popular, libidinoso, improvisado, con doble sentido, diálogos hilarantes, provocaciones, y risas al por mayor. A nadie podía pasarle desapercibido un comediante así; porque su encanto conquistaba hasta el más sobrio y exquisito de los antipáticos. Desde el televidente burdo e inculto hasta el refinado e ilustrado. Una gran democracia de risotadas en la que nadie conseguía resistir la tentación cuando lo veía a él tratando de retener sus propias carcajadas en algún sketch. Cualquier cosa, cualquier ocurrencia que saliera de su boca era un deleite para el espectador. “Y, ¡si no me tienen fe!”

Yo lo conocí siendo nada menos que el Capitán Piluso; héroe entrañable que acompañaba mis meriendas, haciéndome reír a carcajadas ya desde muy pequeño. Nadie pensaría que ese personaje inocente llegaría a ser uno de los máximos exponentes del humor picante. Pero hasta eso, hasta su picardía y su obscenidad tenían algo de inocentes. Se hacía querer, brillaba. Tal vez, más allá de su ingenioso humor, su verdadero don era ese espíritu afable que se desplegaba en cada una de sus muecas inolvidables. No por nada todos sus colegas lo adoraban. No por nada su muerte absurda hizo lagrimear a casi todo el país...

Sus películas, esas en las cuales lo acompañaban siempre hermosas y esculturales vedettes, eran más bien producciones malas y con actuaciones lamentables; pero hasta el más cinéfilo erudito caía hechizado por sus cómicas desventuras en Mar del Plata de la mano de ese otro grande, su fiel aliado, Jorge Porcel. Juntos, eran como una versión satírica del gordo y el flaco. “¡Éramos tan pobres!”

En 1981, comienza a rodarse el programa humorístico “No Toca Botón”. Y es en este mítico show, en donde se darían a conocer la mayoría de sus personajes: Rogelio Roldán, Chiquito Reyes, el gobernador de Costa Pobre, el Manosanta, Álvarez, etc.

Este señor, se encargaba de demostrar que se podía hacer humor inteligente, lascivo y popular, sin caer en la chabacanería mediocre, como suelen caer muchos humoristas actuales. Me atrevo a decir que aun sin la compañía de mujeres bellas y epicúreas, hubiese tenido casi el mismo éxito y repercusión, porque “El Negro” era único en su especie, con sus gestos cancheros tan… “porteños”, con su dulce ironía y naturalidad, que muchas veces nos hacían creer que en realidad no estaba actuando, estaba siendo él mismo, sin respetar libretos ni ensayos, como si estuviese en el living de su casa.

¿Y que les diría Alberto Olmedo a quienes hoy quisieran comprar su talento con esas propuestas mediocres a las que estamos tristemente acostumbrados?... Les diría: “¡De acaaaaaaaa!”

Y si, él era el Manosanta, porque era un sanador, un promotor del buen humor que nos llenaba de dicha; y de alguna manera, al hacernos descostillarnos de la risa, nos sanaba por dentro, nos oxigenaba las células, nos hacía más felices y saludables; en fin… nos alegraba la vida.

Un 24 de Agosto de 1933, en Rosario, Argentina, nacía Alberto Orlando Olmedo. Actor y humorista inolvidable. Capocómico único e inmortal. El referente más pícaro y entrañable del humor argentino; el que se inmortalizaría con infinidad de personajes, entre los cuales sobresaldrían: “El Capitán Piluso”, “Álvarez”, y “El Manosanta”.



Pintura y texto de: Diego Martín Rotondo

jueves, 23 de agosto de 2012

Zulo


        Las cosas que más conozco en el mundo son dos: estas paredes y él. Él, a veces, todavía es capaz de sorprenderme. Quizás con un gesto, un regalo, o una de esas miradas opacas que cada tanto le nublan los ojos para recordarme que adentro, muy en el fondo, hay algo que se me escapa. De las paredes, en cambio, conozco cada centímetro, cada mínima imperfección. Son lisas, de concreto, y las imagino gruesas. Del otro lado no se oye nada; la tierra que las rodea se traga todos los ruidos. Los primeros días, ni bien me trajo, grité y golpeé hasta cansarme. Nada me respondió, ni siquiera el eco. De esos ataques y esa desesperación apenas quedan unas manchas deslucidas en algunos rincones. Fue la primera vez que pude observar la cara de mi raptor: en un momento la puerta de acero se abrió y entró un hombre de manos pequeñas, con un balde y un trapo. Enmudecí de inmediato; todavía estaba asustada. Él se arrodilló para lavar la sangre que habían dejado mis puños y aproveché que se había puesto a mi altura para espiarlo desde el rincón. No lo reconocí; estoy segura de que nunca antes lo había visto. Pero yo en esa época tenía diez años, era infeliz y supongo que no entendía ni notaba muchas cosas.
        Al principio, por ejemplo, creía que mi captor era dos hombres distintos. Uno severo, que me castigaba, flagelaba y obligaba a fregar casi sin ropas a pesar del frío; el otro cariñoso, retraído y educado, que se acurrucaba conmigo a leerme cada noche y me llamaba su princesa. Pero pronto me convencí de que era uno y así, desde una edad muy temprana, supe de la complejidad del mundo y las personas.
       A él también le llevó un tiempo conocerme y aceptarme como era, y más aún comprender que podía confiar en mí. Recién entonces me dejó subir a la casa. Lo primero que me deslumbró fue el sol, como si ardiera dentro de la sala; lo segundo, ver esa complejidad que yo ya conocía y quería desplegada en el conjunto de los objetos, tan particulares todos ellos, como un corazón abierto para quien quisiera verlo. Y yo estaba ahí, la única invitada, paseándome y acariciándolo todo con los ojos y los dedos.
        Unas horas después me encerró otra vez en mi celda subterránea, pero ya éramos otros. Comenzó nuestra convivencia: cada día esperaba su regreso de la oficina para subir con él a la casa, y al momento de dormir me despedía con una sonrisa hasta el día siguiente, sabiendo que el encierro era temporario y una manera de protegernos. 
       No cabe en palabras todo lo que compartimos. Es nuestro secreto, y los secretos hay que guardarlos. Hizo que se lo prometiera: “Todo esto es nuestro y de nadie más, ¿sabés? Aunque un día te vayas, me muera o las cosas cambien. Es nuestro y nos va a mantener unidos por siempre”. Yo ya sabía que era así, así que me pareció bien.
        Pero yo también tengo mi propio secreto. Ayer a la noche, cuando nos despedimos, me pareció que faltaba algo. Esperé a que se hiciera de día para comprobarlo. No me había equivocado: por primera vez, él no había echado el cerrojo al calabozo. Subí con cautela, temiendo que fuera una trampa tendida para castigarme. La casa estaba vacía; sin él, parecía muerta. Salí al jardín, crucé la calle, caminé dos, tres cuadras. Miré las caras de la gente, los autos, las vidrieras. Di media vuelta y corrí, entré y cerré la puerta atrás de mí. Observé todo como por primera vez, los muebles, los adornos, los restos del desayuno. Dejé que me inundara la ternura, esa ternura especial que causan las cosas rotas por dentro. Entonces volví a bajar y me recosté en mi celda.

        El 23 de agosto de 2006 Natascha Kampusch, una chica austríaca de dieciocho años, escapó de la casa de su secuestrador, donde había permanecido cautiva durante más de ocho años. Ya en una ocasión lo había intentado, pero había regresado antes de que su captor lo advirtiera. Aún hoy, el caso sigue presentando varios enigmas y zonas oscuras. 

dibujo de Fernando Calvi
texto de
María Eugenia Alcatena

miércoles, 22 de agosto de 2012

Marte Bradbury, por Juan Guinot




Dentro de un mundo gelatinoso, líquido, placentero, ve todo teñido de rojo. Una fuerza inesperada lo abducciona, va por un tubo angosto, de paredes anaranjadas con un final de luz blanca. Miembros inquietos lo cazan al vuelo, lo ponen cabeza abajo. Suena el chasquido metálico. Entreabre los ojos, la manguera del agua y el alimento flamea en el aire seco, de perfume penetrante y extremadamente ruidoso del nuevo mundo.
La acción de los miembros que lo agarran, lo vuelve a girar. Él no abre la boca, tampoco respira. Un golpe seco en el traste, lo estremece y él contragolpea con un grito desgarrador que es ahogado por un manto celeste, que lo enrolla.
Los miembros movedizos y firmes lo siguen teniendo en el aire, bien agarrado.
Asoma los ojos por perfil celeste del manto, también saca los orificios de la nariz. Mete y saca aire.
Nueva intervención de la fuerza externa, se mueve por el aire, inicia un vuelo sobre una superficie irregular, de cumbres y llanos pálidos. El viaje termina cuando su cabeza topa con un acolchado cálido y rojo. Eso pegado a su cabecita le recuerda el mundo que acaba de dejar. Entonces vuelve a berrear, no tanto por el golpe de hace un rato, ni por el contacto de ese acolchado carnoso que habla con una voz conocida y hasta empieza a gustarle. No, vuelve a llorar porque, sin siquiera pedirlo, lo han sacado de su planeta rojo, ese, donde ha sido tan feliz.
Tal vez así haya sido el nacimiento de Ray Bradbury, tal vez por ello, cuando soltó las riendas de su imaginación literaria y lo plasmó en una obra fenomenal, buscó el planeta más rojo del barrio solar.
Hoy, noventa y dos años después de aquel alumbramiento, mientras en el planeta Marte un robot de la NASA rola sus ruedas de lata y saca fotos digitales (con la repetición criminal de la captura de imágenes tan de estos tiempos), muy probablemente, otro marciano es expulsado del vientre de una terrícola, para tomar la posta que ha dejado Bradbury.
El genial Ray Bradbury nació un día como hoy, en Illinois, en los Estados Unidos de Norteamérica.

lunes, 20 de agosto de 2012

Los que estaban desde antes






LOS QUE ESTABAN DESDE ANTES

Es fama que, salvo los intrincados quipus, los incas no dejaron un sistema de escritura. Sin embargo, aunque sin dar detalle, los registros de la Inquisición del Perú mencionan la quema de libros malditos y sacrílegos. El profesor Locke Ovic, de la Universidad de Miskatonic, ha dedicado toda su vida a rescatar una de esas obras demoníacas, de título impronunciable y cuya traducción aproximada del quechua es “Libro del Difunto Soñador que sigue soñando en la ciudad sumergida”.

Una escrupulosa pero fragmentaria reconstrucción le había permitido restaurar la epopeya de los Unay, “los que estaban desde antes”, seres demencialmente abominables que fundaron ciudades de repulsiva geometría, tanto en tierra firme como en las profundidades del mar. Aburridos de sus muchas eternidades, los Unay se entregaron a las permutaciones vedadas y crearon a los Ñawi, “los de ojos burbujeantes”, una raza de fuerza colosal pero poco entendimiento. Con el discurrir de los milenios, esta suerte de amebas gigantes se rebelaron contras sus creadores y les hicieron la guerra. También se entregaron a la cópula con monos del Altiplano y así fue que engendraron a la humanidad. Y luego, a la civilización que fue madre del conocimiento.

El terremoto del Perú de 2007 sorprendió al profesor haciendo investigación de campo. Privado de abandonar el hotel, se entretenía mirando los noticieros. Mientras maldecía por el costo del atraso, las imágenes mostraban los daños en una plataforma de exploración petrolera en el litoral marítimo de Piura. De mil y una maneras había alertado sobre las nefastas consecuencias de taladrar allí, pero siempre lo tomaron por loco.

Producto del sismo, un barreno se había desviado unos cuantos grados, desgarrando el techo de una imprevista caverna submarina. La gruta estaba densamente habitada por una forma de vida desconocida. Los científicos balbuceaban conclusiones tan apresuradas como inútiles. Habían liberado a los Taqna, “los profundos”, seres de cuerpo humano pero con cabeza de pez, branquias, manos palmeadas y una espantosa joroba escamada.

En los tiempos primordiales, estas bestias eran enemigos declarados de los Unay. Y ahora que han regresado, van a cobrarse con los seres humanos, descendiente de los Ñawi, los vejatorios hechizos del pasado. Inexorablemente, el destino de la humanidad y sus creadores está sellado. Los que estaban desde antes nunca volverán a reinar.

Un día como hoy, pero de 1890 nacía en Providence, Estados Unidos, H. P. Lovecraft, autor de relatos de terror y ciencia ficción. Creador del llamado terror cósmico, sus aportes al género fueron definitorios, edificando toda una mitología propia que aún perdura. La innovación de su escritura residió fundamentalmente en el abandono de los tradicionales cuentos de fantasmas, vampiros y casas embrujadas, para incorporar el horror de dioses y razas alienígenas, que en constante guerra entre sí, un día habrán de regresar para someter al género humano y restaurar su voraz orden ancestral.

© Pablo Martínez Burkett, 2012

viernes, 17 de agosto de 2012

Un Rostro como este...



Un rostro como este se podría encontrar en cualquier lado. Al volante de un camión, con una gorra y unas gafas de sol; en un taller mecánico, cambiando los amortiguadores de un auto con sus manos engrasadas; en un andén de Retiro, vendiendo turrones a viva voz; en algún cafetín de barrio jugando al dominó; en un cabaret de Recoleta, de traje y corbata, vigilando el ingreso de los clientes, etc. Sin dudas, un rostro como este se podría encontrar en cualquier lado. Sin embargo… un rostro que articule una sonrisa dulce y mordaz en un único gesto, eso si no es tan fácil de encontrar. Eso requiere de una cierta destreza innata de los nervios faciales, de un buen manejo de la porción orbitaria del músculo orbicular del ojo, de un plegado perfecto del músculo cigomático mayor, y un hábil malabarismo de los septos nasales. Porque más allá de ser portador de un semblante rústico y entrañable, es necesario conocer el arte de los gestos. El arte de intimidar, de seducir, de aterrar, de acobardar, de apaciguar; el arte de entremezclar sensaciones en el corazón del espectador con un simple ademán.

Yo lo conocí como Maximilian Cady, un violador asesino que salía de la cárcel para vengarse cruelmente del abogado que había ocultado pruebas substanciales para otorgarle una condena menor. Luego de presenciar a un criminal del estilo, la sabiduría y la cautivadora brutalidad de Max Cady, todos aquellos criminales que me estremecían en el pasado –Ming, Darth Vader, Lex Luthor, Norman Bates, etc–, se disipan lánguidos y fríos bajo la siniestra sombra de este formidable malvado. Incluso su versión original, interpretada por Robert Mitchum, se disipa como un espectro en blanco y negro al lado su sucesor.

También conocí al púgil “Jake La Motta”, otro pendenciero entrañable, que con sus jabs y ganchos feroces, lograba atravesar la pantalla y hacer me doliese el estómago. ¿Y quien no imitó al taxista psicótico Travis Brickle con un arma frente al espejo?: “¿me hablas a mi?... ¿Me estas hablando a mi?... ¿a mi?...”. Memorable.

Un genio multifacético; capaz de quitarse o agregarse decenas de kilos en tan solo unos meses. Valía la pena si de ser Al Capone se trataba.

Pero este mordaz y entrañable artesano de los gestos, no se conformaría solamente con papeles de mafiosos, malhechores y tipos duros. También sería Leonard Lowe, un enfermo catatónico al que reviven con una droga experimental. Y es este, uno de esos papeles en donde demuestra sin escrúpulos, que nada puede detenerlo, que no tiene límite alguno, que puede mutar de un fornido asesino a un frágil minusválido sin grandes esfuerzos. Que nada le resulta imposible de interpretar. Y que todo en lo que participa, ya sea una gran obra o una comedia naif y comercial, él lo transforma; su sola imagen: él y su épico lunar en el pómulo derecho, es suficiente para que la película cautive y encante al espectador.

Esa mueca, esa sonrisa burlona y campechana, son la marca registrada de un rostro no tan fácil de encontrar. De un rostro que supo hacer de Vitto Corleone en la segunda parte de “El Padrino”, y ganarse un Óscar por ese papel.

Muchos grandes directores se han encargado de explotar su talento camaleónico. Pero si hay alguien que lo hizo con excelencia, fue Martin Scorsese, que se valió de su mítico semblante y estilo, moldeándolo una y otra vez, para crear muchos de los personajes más inmortales de la pantalla grande.

Un 17 de Agosto de 1943, en New York nacía Robert De Niro, quien se transformaría en uno de los actores más talentosos y versátiles del cine estadounidense. Poseedor de un estilo único que lo ha caracterizado a lo largo de toda su carrera; ganador, hasta el momento, de dos premios Oscars; uno por su papel interpretando a Vitto Corleone en El Padrino II, y otro por encarnar al mítico boxeador Jack La Motta en la película Toro Salvaje.



Diego Martín Rotondo

jueves, 16 de agosto de 2012

El diablo y yo


        El hombre arroja el primer puñado de polvo sobre el cajón. Un terrón golpea sobre la tapa de madera barata y se rompe en un montón de piedritas. Suena hueco. Adentro se abrazan su esposa y el bebé que no llegaron a conocer, convertidos para siempre en un manojo flojo de huesos y carne. El hombre se limpia la mano contra la franela del pantalón y se aleja, mientras a sus espaldas resuenan, cada vez más lejos, las paladas. Él también, entre todas las cosas, se siente un poco muerto. Sólo tiene su guitarra y tres monedas; es todo lo que posee y lo lleva consigo.
Sigue caminando, sin detenerse, hasta salir de la ciudad. Toma la autopista; al rato, un automóvil pasa a su lado, le toca bocina y vuelve a desaparecer. Finalmente llega al cruce. Es de noche. Se sienta a esperar; para engañar el tiempo, se entretiene con la guitarra. Sólo desea una cosa y sólo tiene una cosa para ofrecer.
Las horas pasan. Llega y se va la medianoche, sus dedos ensayan un blues tras otro, pero el diablo no aparece. Con la primera luz de la mañana escupe el suelo y se va.
En el vecindario lo reciben raro. Lo miran con desconfianza, de reojo, y apartan la vista cuando les habla. Nadie le dirige demasiado la palabra, salvo –como siempre, y quizás más que antes- las mujeres. Comienzan a circular los rumores. Quienes solían despreciarlo como a un músico mediocre, poco más que correcto, no encuentran otra explicación. La gente lo señala, se persigna o lo insulta por lo bajo, pero no puede evitar quedarse a escuchar cuando toca, seguir el ritmo con el pie, quedarse con ganas de más. A su alrededor crece y lo aísla la leyenda.
En los bares de mala muerte en los que se presenta sube y baja de las tarimas sin saludar al público, sin dedicarle ni siquiera una mirada. Para tocar gira la silla y enfrenta la pared; dicen que para ocultar la transformación demoníaca que en ese trance le deforma las facciones. Lo cierto es que parece que bajo sus dedos sonaran dos guitarras, no una.
Como pago sólo pide alcohol, unos pocos billetes. Las mujeres se le entregan, más ávidas que nunca. Él va de una a otra intentando aplacar los ardores del infierno, pero sólo logra avivar el fuego. Su búsqueda, que también es una huida, lo lleva a través de diversos hoteles, camas y pueblos. Siempre escapando, huye de maridos celosos, amenazas, hogares y embarazos, se cambia el nombre, miente, jura, confiesa la verdad, vuelve a inventarse otra identidad. Borra las huellas; y sobre todo escucha, compone y toca.
El signo de la encrucijada, que en este caso también es un tridente, vuelve a regir su destino al final de sus días. Una noche se presenta en un local llamado Tres Caminos, sabiendo de antemano que el dueño es el marido de una de las mujeres que frecuenta. Antes de tocar, deja la guitarra a un lado y se acerca a la barra por su paga. Le sirven una botella de whisky ya abierta; un músico que lo acompaña le advierte que no la acepte, pero el hombre brinda por su propia salud y bebe hasta la última gota. El concierto se interrumpe a la mitad. Sabe que fue envenenado, necesita tomar aire, salir, una vez más. Durante los tres días que siguen delira y finalmente muere por efectos de la estricnina, huyendo (o corriendo) hacia quién sabe dónde.
 

        El 16 de agosto de 1938, con solo 27 años, murió envenenado Robert Johnson, cantante, compositor y guitarrista de blues del que apenas se conservan veintinueve temas (todos los que grabó) y dos fotos. Su vida breve y enigmática, su trágico final y su enorme talento abonaron la leyenda de que había realizado un pacto con el diablo en la encrucijada de las autopistas 61 y 49, en el estado de Mississippi. No tuvo fama ni reconocimiento, que recién lo alcanzaron en la década de los 60. Hoy es considerado uno de los mejores y más influyentes músicos del género.

María Eugenia Alcatena