De pronto volví en mí y me encontré con
la vista fija en la punta de mi zapato derecho. No sé cuánto tiempo habré
estado así, acurrucado a un costado de la barra, el fuego helado corriéndome
por la espina dorsal; tal vez días. Algo me había traído de vuelta. Giré la
cabeza y lo vi.
Su cara estaba casi pegada a la mía; me
miraba sin parpadear, desde atrás de unos lentes gruesos que le achinaban los
ojos. La piel le colgaba en pliegues grises, como prestada. Reconocí todas las
señales. Había arrimado una banqueta para estar más cerca. Me observaba la
boca, hambriento; amagué a pasarme el dorso de la mano por la comisura, para
ver qué tenía, pero se me adelantó. Retiró un rastro de carne negra de ciempiés
molida, ya reseca, y la lamió enseguida, celoso de que la reclamara. Noté que
le faltaba la última falange del dedo meñique; el nudillo terminaba
abruptamente en una cicatriz lisa.
Paladeó la droga hasta disolverla por
completo. Era viejo, sus labios eran finos y estaban rodeados de arrugas.
-Mi nombre es William Lee, Bill Lee.
¿Cómo te llaman por acá?
-El chico heavy metal.
-Ja. Está bien eso –de pronto se puso
serio-. Hay que cortar las líneas, todas las líneas. Las líneas de control,
quiero decir; la línea del lenguaje, la de las imágenes que nos condicionan, la
de la realidad que nos quieren hacer creer, la de las respuestas automatizadas.
Estamos en guerra, siempre. Tenemos que estarlo. Y lo peor es el lenguaje,
¿sabés? La palabra. La palabra es un virus, un organismo extraterrestre que se
alimenta de nuestro sistema nervioso, lo asfixia y corroe. Estamos todos
infectados, eso es lo peor, y casi nadie lo sabe. Ni siquiera yo puedo dejar de
hablar, de pensar en palabras. Todo el tiempo. Fijate, tratá de hacer silencio,
un rato, quince segundos, algo. No podés: las palabras se te agolpan en la
boca, te llenan la cabeza. Probá si no me creés.
Calló durante un instante y enseguida,
como afirmando lo que decía, retomó el hilo:
-El chico heavy metal... Realmente está
muy bien eso. Torcer las palabras, quebrar sus reglas. Es casi lo único que nos
queda. Te voy a contar una historia, chico lindo. Algo que le pasó a un amigo
mío, Bill. No es su verdadero nombre, pero llamémoslo así. En un momento de su
vida, de repente, Bill se encuentra frente al cadáver de su esposa y con una
pistola caliente en la mano. No sabe bien qué pasó pero ahí está su mujer, que
unos minutos atrás se paseaba por el departamento, muerta de un disparo en la
cabeza, con los ojos en blanco. Bill no entiende lo que está ocurriendo; pero
llegan sus amigos y el lenguaje habla por él, tiene que contarles una historia.
Se escucha decir que estaban divirtiéndose, jugando a Guillermo Tell como cada
noche, sólo que esta vez algo falló. Más tarde la historia que sale de su boca
es otra: la pistola se disparó mientras la limpiaba, su esposa estaba allí, fue
un accidente. Y así sucesivamente. El lenguaje inventa, tiene vida propia, lo
fuerza a decir cosas, a enredarse cada vez más, hasta que no distingue la
mentira de la verdad. ¿Entendés lo que te quiero decir? La palabra es un
parásito que nos aliena y controla. Nosotros somos su hábitat, un cuerpo
portador, poco más que eso. Hay que hacer algo, chico lindo, hay que destruir
el lenguaje, hay que resistir.
Chasqueó la lengua contra el paladar.
-¿Subimos a mi habitación? Creo que
todavía me queda algo de ciempiés negro.
El 2 de agosto de 1997, a los setenta y
siete años, murió William Burroughs, escritor estadounidense y uno de los
artistas más influyentes del siglo XX. La experimentación con el lenguaje y la
creación de imágenes novedosas son dos de las características de su escritura.
Entre sus libros más conocidos se encuentran El almuerzo desnudo, La
máquina blanda y Nova Express. La película El festín desnudo,
de David Cronenberg, está inspirada en distintos elementos de su obra y su
vida.
María Eugenia Alcatena
3 comentarios:
Excelente
Dos platos en la carta nomás.
Huevos verdes con jamón y Carne negra de ciempiés.
El postre es el viaje.
Y venir a leer.
Eso.
Ey, muchas gracias a los dos.
(Huevos... puaj)
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