Y ESE DIA LLOVIO ALGO
MAS QUE SOPA
Un amigo de la
infancia siempre decía: “El día que
llueva sopa, voy a tener un tenedor en la mano”. Y ese dicho infantil, que seguramente
era repetición de alguna reflexión paterna, me acompaña desde entonces.
Mi relación con la
suerte es por demás de oscilante. Tengo días en los que estoy tentado a creer
en la suerte y en otros, como dicen que dijo Napoleón, me resulta una justificación
de los mediocres. Y cuando hablo de suerte, no me refiero a salir favorecido en
los juegos de azar u otro género análogo, donde indudablemente interviene la
ley de los grandes números o lo que sea que rija esas cosas. Cuando hablo de
suerte, me refiero más bien a creer en un destino, entendiendo por tal, que ya todo
está escrito y que, por lo tanto, aquello que comúnmente llamamos suerte (o su
ausencia), es algo que, inevitablemente, ha de suceder.
Mientras que la
historia del pensamiento está llena de filósofos, teólogos y hasta
“opinólogos”, que arriesgan sesudas teorías en torno al destino y su
consecuencia más elocuente, la predestinación; el saber popular no se queda atrás,
acuñando refranes como aquel que nos advierte que “algunos nacen con estrella, y otros, estrellados”.
Un racionalista confiado
en el progreso de la ciencia, dirá que lo que llamamos azar no es sino el
efecto conocido de una causa todavía desconocida. Una persona de fe, dirá que
todo sucede para que se cumpla el plan de Dios. Otro, en el medio, dirá que
para entender ese plan, hay que tener una perspectiva de eternidad que
carecemos. Y así, al infinito. Cada cual tratará de explicar su creencia sobre
las casualidades, el azar, el destino. Fundadores de religiones, astrólogos,
tarotistas y leedores de “mancias”
varias se han enriquecido a costa de la zozobra del ser humano frente al gran
interrogante de saber si hay un destino y en su caso, qué nos depara.
De cualquier manera, no
importa que tan sólida sea la convicción personal, las confusiones diarias son
muchas. Y no debe asombrarnos que un ateo militante actúe como si hubiera
reglas universales creadas por la divinidad, mientras que un devoto creyente se
niegue a ver la celestial geometría de la fatalidad.
Sin embargo, sea cual
fuere la posición personal de cada uno, hay cosas que no dejan de provocar,
cuando menos, asombro y conmover cualquier convicción que se tenga en favor o
en contra de la idea de destino.
Y ya que estamos hoy con
esto de preguntarnos por el destino, es muy probable que el nombre de Tsutomu
Yamaguchi le resulte totalmente desconocido. Si le adicionamos el nombre de
Hirosima, usted imaginará que quizás se trate de alguna víctima del holocausto
atómico. “Rumbea, rumbea”, como decía
mi profesor de filosofía.
Efectivamente, este señor
era un ingeniero que estaba de viaje de negocios cuando Estados
Unidos lanzó el ataque nuclear sobre Hiroshima. Como consecuencia de
encontrarse en el peor lugar y en el peor momento de la Historia, sufrió severas
quemaduras en gran parte de su cuerpo. Según se mire, no le fue tan mal. Más de
150.000 personas fueron vaporizadas en el acto.
Apenas repuesto de semejante apocalipsis, dos días después regresó
a su tierra natal, que era... hmmm… ya anticipó el nombre, ¿no? Sí, el pobre
Yamaguchi era natural de Nagasaki, donde cayó la segunda bomba. Ni había
empezado con la convalecencia y tuvo que sobrellevar una nueva detonación
atómica. Y si eso no era bastante, por segunda vez, estuvo expuesto a la
llamada “lluvia negra”, una precipitación llena de polvo, hollín y sobre todo, partículas
altamente radioactivas. El fenómeno meteorológico, característico de este tipo
de explosiones, contaminó todo lo que no incineró tan abominable arma de
destrucción y llevó el número de muertos a cifras todavía más abrumadoras.
El ingeniero Yamaguchi es el primer sobreviviente confirmado de ambos
bombardeos atómicos. Algunos dirán: ¿Estuvo en Hiroshima y Nagasaki? ¡Qué mala
suerte! Y otros rápidamente responderán: ¿estuvo en las dos? ¿y sobrevivió? ¡No
era su destino morir así! ¿A usted qué le parece? Si tenemos suerte, quizás
alguna vez lo sepamos…
El lunes 6 de agosto de 1945, Hiroshima se convirtió en la primera ciudad
en sufrir un ataque atómico. Mientras el avión bombardero Enola Gay se alejaba
del objetivo, el copiloto dijo: ¿Dios mío, qué hemos hecho? El ingeniero
Tsutomu Yamaguchi, no sufrió trastornos por la radiación atómica. Murió de
cáncer de estómago en 2010. Tenía 93 años.
© Pablo Martínez Burkett, 2012
No hay comentarios:
Publicar un comentario