martes, 22 de mayo de 2012

Algo más que una canción triste





ALGO MÁS QUE UNA CANCION TRISTE


Es caprichoso el destino de algunos personajes fundamentales de nuestra historia. Unos; nos miran desde un poster; otros, integran el catálogo de los lugares comunes y otros, permanecen antes por una canción que por su poesía.
Dígame si no… en rigor de verdad, para la mayoría de la gente, El Che es un rostro que no envejece presidiendo postales y remeras; Borges, un ciego intransigente que nos obliga a repetir que "no nos une el amor, sino el espanto" y Alfonsina Storni, una mujer que se fue con su soledad, a buscar poemas nuevos, dormida y vestida de mar.
Quizás no debiéramos quejarnos, porque de otro modo, a lo mejor nada quedaría de su recuerdo, de no ser por el tesón de unos pocos revolucionarios atemporales o unos estudiantes empeñosos. Y es una verdadera pena. Las balas traidoras, el cáncer apátrida y el mar embravecido pudieron acallar sus voces pero no deberían silenciar su obra.
Porque seamos honestos ¿qué sabemos, por ejemplo, de Alfonsina? Con suerte alguno podrá recomponer la historia a partir de esa hermosa zamba, que con letra de Félix Luna y música de Ariel Ramírez, inmortalizara Mercedes Sosa. Pero si nos ponemos insistentes y preguntamos quién fue, no va a faltar el gracioso de turno que diga: un balneario de Mar del Plata. Entre ignorarlo y revolearle una maceta, uno se muerde los labios y puesto a indagar un poco más, nos encontramos con una personalidad rica en matices al tiempo que en desgracias, dueña de una lírica poderosa.
Para hablar de Alfonsina Storni, tenemos que comenzar por el principio, evocando que una vida de pobreza vagabunda llevó a la familia por diversas geografías. A la futura poetisa le toca nacer en Suiza. De regreso al país y luego de pasar la primera infancia en San Juan, los Storni se mudan a Rosario, donde ponen el “Café Suizo”. Allí y apenas una chiquilina, oficiaba de lava-copas y mesera. Inquieta e insatisfecha, se une a una compañía de teatro itinerante, pero pese a su empeño, le resultó un ambiente irrespirable. Más tarde quiso ser maestra y se mudó a Coronda para estudiar la carrera. En la ciudad de las frutillas empieza a hacer sus pininos con las letras y algunos de sus poemas se publican en revistas literarias de escasa difusión. Más tarde, se le abre la puerta del diario Mundo Argentino. Con menos de 20 años, se radica en la Buenos Aires del Centenario. Un par de años después, nace su hijo Alejandro, que es en sí mismo, toda una declaración de principios, por lo que significaba en la época ser madre soltera.
Se emplea en una tienda y en la revista Caras y Caretas. Sale su primer libro, titulado “La inquietud del rosal” y paulatinamente su voz se empieza a escuchar en las tertulias y salones literarios, que preceptivamente estaban reservados para hombres de letras y bigotes significativos. Alfonsina sabe ganarse la amistad de sus contemporáneos, como el mexicano Amado Nervo, los uruguayos José Enrique Rodó y Julio Herrera y Reissig; y los argentinos Manuel Ugarte y José Ingenieros.
Publica su segundo libro, titulado “El dulce daño”. Se dedica asimismo a actividades de beneficencia conjuntamente con Alicia Moreau de Justo y Enrique del Valle Iberlucea. Traba relación con la poetisa uruguaya Juana de Ibarbourou y el escritor Horacio Quiroga, sin que los biógrafos logren ponerse de acuerdo sobre el carácter de esta relación.
En 1920 publica el libro “Languidez”, que le vale el Primer Premio Municipal de Poesía y el Segundo Premio Nacional de Literatura. Y con apenas 30 años, una encuesta de la revista “Nosotros”, baluarte literario de entonces, la consagra como uno de los maestros de la nueva generación. Es la etapa de mayor gloria. Se suceden las publicaciones de libros meritorios, y colaboraciones en los principales diarios del país, así como los lazos con los primeros poetas de Hispanoamérica, como Gabriela Mistral o Federico García Lorca.
En 1936 se suicida Horacio Quiroga. La muerte de su amigo (o algo más que amigo) agiganta el estado de angustia y tristeza en el que se encontraba desde el año anterior, cuando le detectan un cáncer de mama del que debió ser operada. A pesar del sitial de privilegio que había alcanzado, la angustia existencial se convirtió en un monstruo imposible de domar y en una noche de primavera, decidió que el mar le diera la paz que su cuerpo enfermo le negaba. Y entonces su recuerdo se hizo canción.


Un día como hoy, pero de 1892, nacía en Sala Capriasca (Suiza), la gran poetisa Alfonsina Storni. Su obra, llena de emoción y vívida reflexión, fue una constante lucha por la igualdad femenina. Su espíritu sensible no pudo sobrellevar las secuelas físicas, pero sobre todo, las espirituales de una operación de cáncer de mama y se suicidó, arrojándose al mar, el 25 de octubre de 1938.



© Pablo Martínez Burkett, 2012

El último pío-pío del campeón sin corona






EL ÚLTIMO PIO-PIO DEL CAMPEÓN SIN CORONA


Probablemente sea mi imaginación, pero hay veces que creo recordar a mi abuelo escuchando por radio alguna pelea de box. Quizás el recuerdo se me confunda con sus relatos apasionados sobre el match entre Luis Angel Firpo y Jack Dempsey, las hazañas del Mono Gatica, Pascualito Pérez o más acá, Horacio Accavallo o el “Intocable” Nicolino Locche
Mis padres, para un temprano cumpleaños, me regalaron un par de guantes y a la siesta, me refugiaba en el zaguán de mi casa y representaba las legendarias batallas de púgiles que mi niñez agigantaba a la estatura de modernos gladiadores. Sí, pertenezco a una generación donde todavía era cosa de hombres subir a un ring para fajarse como Dios manda, ¡y a quince rounds¡ Será por eso que uno de los lugares que quise que mi tío Hugo me mostrara, cuando vine por primera vez a Buenos Aires, fue el mítico Luna Park de Corrientes y Bouchard.
O será porque nací en la tierra de Carlos Monzón y don Amílcar Brusa. ¿Cómo no acordarme del 7 de noviembre de 1970, cuando en el Palazzo Dello Sport de Roma, “El Negro” lo tumbó a Nino Benvenuti en el duodécimo asalto? Todos nos abrazábamos y gritábamos como unos locos frente al televisor. Unos días después fuimos a recibirlo en su entrada triunfal. Allí iba el flamante Campeón del Mundo sobre un carro de los bomberos. ¡Y era nuestro! No tengo memoria de tanta gente junta en las calles de mi ciudad.
Y exactamente un mes después, en el Madison Square Garden, Ringo Bonavena se enfrentaba con Mohamed Alí, no sólo uno de los pesos pesados más eximios del box sino un verdadero grande en toda la historia del deporte.




Frente a un estadio desbordante de público, sonó la campana y el crédito del Club Huracán salió a derrochar guapeza y contra los pronósticos agoreros, aguantó toda la pelea. Si hasta en algún momento del noveno asalto, abrigamos la esperanza de que pudiera vencer. Pero la destreza y el arte del hombre de color prevalecieron y en el último round lo mandó tres veces a la lona. Nada que hacer, se terminó por knock-out técnico. Yo tenía cinco años y me puse a llorar. No sé que me daba más bronca, si verlo derrotado a Ringo o al “Bocón de Kentucky” festejando con los brazos en alto.
Ringo, con su cara cuadrada y nariz roma. Ringo, con su cuerpo de heladera y su voz de pito, perdió sobre el cuadrilátero pero sin dudas que había ganado en la previa. En la conferencia de prensa todo el tiempo le dijo “Clay” a un rival, que convertido a la fe del Islam, insistía en nominarse como Alí. Tuvo el descaro de preguntarle por qué no había ido a la guerra de Vietnam y después de repetirle varias veces “chicken” (gallina) y cantarle burlonamente “pi-pi-pi”, finalmente logró sacarlo de las casillas. Y cuando todo parecía que iba a mayores, le dijo en un inglés macarrónico: “take it easy baby” (tómatelo con calma, bebé). No pudo doblegarlo entre las cuerdas, es cierto, pero ya lo había sometido, y en su propio juego, frente a las cámaras.
Luego de aquella velada memorable en New York, Ringo Bonavena subió otras muchas veces al ring, pero ninguna tan emocionante, tan llena de bravura e irreflexivo coraje como la de ese diciembre de 1970.

El informe forense dice que murió de un escopetazo en el pecho. Que el asesino fue un guardaespaldas de nombre Willard Ross Brymer. Y que el homicidio sucedió en la puerta delMustang Ranch, un famoso burdel de Reno, Nevada; regenteado por Joe y Sally Conforte.




Algunos dicen que tenía un amorío con la mismísima Sally y que el propio Joe Conforte ordenó la ejecución. Otros dicen que se había enredado con alguna de las pupilas que trabajaban en el lugar para obtener la residencia y que el guardaespaldas, en un ataque de celos, lo despenó a 20 metros. Algunos arriesgan datos sobre una supuesta pelea con el jefe de seguridad del local y otros comedidos, hasta le echan la culpa a una biaba que le habría dado al propio hermano de su asesino. Nada importa. El caso es que a Ringo lo velaron en el Luna Park con un pecho lleno de claveles. Más de 150.000 persona pasaron a dejarle su último adiós. Sus restos descansan en el Cementerio de la Chacarita.


Un día como hoy, pero de 1976, Oscar Natalio “Ringo” Bonavena entraba a la inmortalidad, alcanzado por un destino trágico semejante al de Gatica, Galíndez y Monzón. Como boxeador tuvo un record de 58 peleas ganadas, 9 perdidas y 1 empate. No fue un gran estilista pero fue siempre un gran corajudo. Fue un campeón sin corona. Un niño en el cuerpo de un oso que le gustaba aparecer en la tele para cantar el “Pío-Pío”.


© Pablo Martínez Burkett, 2012

martes, 15 de mayo de 2012

La doncella de hierro


LA DONCELLA DE HIERRO
No es momento de relatar los oscuros acontecimientos que terminaron por alojarme en este Hospicio de la Quinta del Sordo. Todos saben de la amistad que me unía con el profesor Alvar de Soto. También era fama su pasión por el espiritismo, la astrología y otras ciencias ocultas. No es que no se lo hubiera advertido de tantas formas. Es cierto que sus palabras pomposas y alambicadas ejercían una perversa fascinación, pero aún así, le pedí una y mil veces que no insistiera con su búsqueda frenética. Pero comprendo ahora que tanto su destino como el mío estaban ya escritos. No pude evitar que la lectura del libro “El martillo de las brujas” agravara su obsesión por brujas, hechiceras y gitanas, a cuya magia les atribuía que su miembro viril pareciera enteramente alejado y separado del cuerpo.
Tampoco pude evitar las flagelaciones diarias a las que se sometía en reparación por sus actos infames. A veces, se hacía azotar por un sirviente con el látigo llamado “gato de las nueve colas”, por otras tantas puntas de cuero rematadas con plomo; a veces, aplastándose uñas, falanges y nudillos en forma lenta y progresiva, con ese otro artefacto perverso, “el aplasta pulgares”. Pero en lugar de purificarse, el transitorio alivio que sentía su alma lo llevaba a reincidir en las conductas aberrantes.
Quizás le fallé como discípulo al no tratar de impedir su última locura. Sí, su última locura, la que me tiene hospedado en estas cuatro paredes, húmedas y oscuras. El profesor de Soto ya no escuchaba, la aflicción espiritual que le causaba no lograr mantener comercio carnal con la pérfida Judith, era peor que soportar las penurias del Averno. No creo que haga falta referir aquí la forma en la que esa maldita marrana lo tenía sometido a sus diabólicos influjos. No lo salvó siquiera consultar el Formicarius de Johannes Nider. Ya era tarde, la ronda de las brujas se había desatado. Nunca debí prestarme a ello. El atroz acto de canje que aceptamos realizar con los demonios será siempre una abominación que clama contra el Cielo y justifica el juicio y el santo tormento que la Inquisición ha decidido imponernos.



En medio de los gritos y llantos que llegan de las mazmorras, escucho el paso marcial de los soldados del Rey mezclado con el deslizar de los hábitos de los frailes asistentes del magnífico Inquisidor General de España, el venerable Torquemada. Debo dejarte, estimado lector, la doncella de hierro me aguarda…



En un día como hoy, pero de 1252, el papa Inocencio IV promulgaba la Bula “Ad extirpanda”, que autorizaba a los tribunales de la Inquisición a utilizar la tortura como medio legítimo para obtener la confesión de los herejes, oficializando una de las etapas más terribles de fanatismo y crueldad en nombre de una religión.
© Pablo Martínez Burkett, 2012

miércoles, 9 de mayo de 2012

Un loco lindo en la pared de mi tío






UN LOCO LINDO EN LA PARED DE MI TIO

Mí tío Adolfo, además de mi tío, era mi padrino. En muchos aspectos era mi ídolo, mi modelo. En su habitación tenía cosas que para un niño eran sencillamente asombrosas. Ya nomás sobre el ropero, había una cabeza de vaca, a la que le habían puesto unos foquitos en las órbitas. Cada vez que la prendían en la oscuridad, me daba un feliz escalofrío. En la mesita de noche, el velador era la lámpara… de Aladino (yo estaba tan convencido, que antes de dormirme la miraba un par de veces no fuera a salir el genio…). En una pared, junto al espejo, la reproducción de un mapamundi muy antiguo, con los nombres de continentes y mares en latín. En la pared de enfrente y sobre la cama, un cuero de zorro, con un rifle Winchester cruzando el pelo del pobre animal. En la pared del costado, había unos banderines colgados arriba del escritorio donde hacía mis deberes.
Y finalizando este censo de la habitación de mi tío, sobre el tapa-rollo de la ventana estaba mi objeto favorito: un póster, con mujeres de piel canela y pelo renegrido, sentadas en el banco de un parque, hablando entre sí y ataviadas con vestidos de fulgurantes colores: naranja, verde, amarillo y rojo. El poster llevaba una inscripción: “Tamatete”.
Por alguna extraña razón, ese póster me atraía mucho más que cualquiera de los otros huéspedes de esta cueva maravillosa de mi infancia. Aún más que la lámpara de Aladino o la cabeza de vaca. Alguna vez debo haberlo mencionado y un adulto me respondió con suficiencia: ¡pero nene, es Paul Gauguin! Avergonzado de mi ignorancia, razoné que si todo allí era fabuloso, el autor de la obra que me inquietaba tanto no podía ser menos, así que me dediqué a investigar en un diccionario enciclopédico, que eran el recurso disponible en aquella época.
Y mi intuición infantil nunca fue más acertada: pocas biografías empardan la de este pintor francés.
De niño, las ideas políticas de su padre obligaron a la familia a exiliarse en el Perú. Al regresar a Francia, el joven Paul se enrola en la marina mercante, pero luego de una temporada, sirve en las filas de la Armada Francesa. Más tarde se convierte en un exitoso agente de bolsa, donde se labra una posición decorosa, al punto que se casa y forma una familia con cinco hijos.
Nada hacía presagiar el cambio que habría de sobrevenir en su aburrida vida de hombre de negocios. Sin embargo, un amigo de su padre, que oficiaba de tutor, lo vincula con los pintores impresionistas y movilizado por lo que ve, empieza a tomar clases de pintura. Al poco tiempo se larga a pintar y exhibe sus primeros cuadros, junto con una delantera de lujo: Manet, Monet, Cézanne y Pisarro. Sus obras generan tanto eco que decide abandonar la Bolsa de París, para dedicarse por completo a la pintura.
También abandona a mujer e hijos en Holanda. Nada es suficiente y viajero incansable, se marcha a Panamá, donde termina trabajando en la construcción del Canal, pero se enferma de malaria y tiene que volver a Francia. Allí sigue pintando. Conoce a Vincent Van Gogh y trabajan juntos durante un par de meses. Parece ser que Gauguin no sólo tenía mal carácter, sino que además era un soberbio importante. Y Van Gogh no le iba en zaga, de modo que la guerra de egos no tardó en instalarse y en un hecho no elucidado del todo, puede que la famosa oreja cortada del pintor holandés haya tenido su origen en un choque entre ambos temperamentos fatales.
Un poco después, Gauguin se muda a la Polinesia, so pretexto de sustraerse de las deudas y mejorar su salud. En realidad, necesita buscar refugio fuera de un mundo que lo ahoga en su mar de convenciones sociales. Pero en lugar de recuperarse, empeora tanto de salud como de pobreza y no tiene más remedio que regresar a Francia. Pero no todo es desgracia en la vida del tarambana y en su total inadvertencia, había heredado a un tío. Con ese dinero y el producido de la venta de algunos cuadros, retorna a la Polinesia, donde pinta como un enloquecido mientras frecuenta el amor de las desprejuiciadas mujeres isleñas. Contrae sífilis y lepra, intenta suicidarse a poco de pintar su obra más significativa. Inquieto, aún en la enfermedad, se radica definitivamente en las Islas Marquesas, forma pareja, tiene un hijo y hasta se involucra en reivindicaciones contra la injusticia a la que eran sometidos los nativos. Nada parece alcanzar, pero al poco tiempo, muere como quiso, apartado del universo, prácticamente como un salvaje.
Paul Gauguin empezó a pintar en el impresionismo, pero pronto advirtió que le resultaba exigua para recomponer en imágenes las sensaciones que desbordaban sus agudos sentidos. Viendo cómo pintaba, no me extraña que la gente lo haya juzgado como un poco loco. Los expertos en arte podrán acercar sesudas consideraciones sobre su obra. Para mí fue un pintor consecuente con su pensamiento, casi un anarquista, un hippie adelantado en el tiempo, que con los colores llameantes de un exótico póster, me hizo comprender que era posible llevar hasta la última consecuencia el compromiso del arte con la vida.

El 9 de mayo de 1903, se moría Eugène Henri Paul Gauguin. Tenía 55 años y fue uno de los pintores más importantes que dio el fin del siglo XIX. Además, tuvo tiempo para ser marinero, agente de bolsa, bohemio intransigente, viajero infatigable y revolucionario local. Pero fundamentalmente, fue un hombre que alcanzó fórmulas expresivas de una enorme profundidad.

© Pablo Martínez Burkett, 2012

martes, 1 de mayo de 2012

El trabajo del amor





EL TRABAJO DEL AMOR

La mayor parte del día la pasamos en el trabajo. Sí, sí es tremendo pero es verdad.
No importa si nos empleamos en la industria, el comercio o los servicios. No importa si trabajamos en relación de dependencia o nos ganamos el pan como profesionales independientes. Hemos caído en la trampa y no somos sino engranajes en la máquina de producir. Las horas del día que tenemos que trabajar son cada vez más para recibir, en proporción, cada vez menos. Porque menos son las horas con la familia, los amigos, el ocio. Menos, claro está, la retribución. Como algún cínico anotó en las redes sociales: “me sobra mes al final del sueldo”.
Y como mayor es la porción de nuestras vidas que pasamos en el ámbito laboral, mayores son las oportunidades para que el amor, ese extraño vagabundo, florezca en el trabajo. Universidades del globo elaboran sesudos ensayos para llegar a conclusiones, tan evidentes, como las que se trafican en las revistas de actualidad. La televisión no se queda atrás y especialistas de estudiadas barbas reparten consejos como recetas de cocina, analizando que sí y que no. Con palabras ridículas, hacen distinciones entre un romance pasajero o una relación perdurable. No evitan considerar el espinoso tema de si uno es jefe del otro y le dedican toda una parrafada a los jugosos chismes que regocijan a compañeros y amigos. Con dedito acusador, nos previenen sobre los celos y los malos usos que también se hacen de estos amores y de paso, aprovechan para vendernos el libro que acaban de editar. A su lado, la modelo devenida en conductora, asiente con sonrisa de propaganda de dentífrico. Seamos piadosos, que al final de cuentas, ellos también están trabajando.
¡Ah, las horas que pasamos trabajando y los locos amores que florecen en el trabajo! Porque a pesar de las universidades, los libros, los programas y aún, las malas experiencias, el amor sigue sucediendo. Miren si no, esta breve historia que quiero compartir.
Nadie podría decir cómo empezó. Llevaban más de seis meses preparando todo y dos días sin dormir. En la mañana siguiente vencía el plazo para presentar las cinco cajas con la oferta para la licitación. ¡Faltaba tan poco para que sea “mañana” y recién las primeras hojas empezaban a salir de la impresora! Ella las atajaba, diligente y él las alineaba como hormigas sobre una gran mesa.
Igual, ya se entregaban al alivio de la tarea cumplida. Hubo un suspiro y un comentario, casi una reflexión en voz alta, sobre cuánto daría por un masaje en las cervicales. Aunque eran casi de la misma edad, ella, la del suspiro, era su jefa. Por eso, él, no supo cómo tomar el comentario. Una mirada transparente le garantizó que lo avanzado de la hora y sobre todo, los sacrificios compartidos, consentían franquear las jerarquías así como la línea imaginaria del espacio personal.
Al principio él quiso ser asépticamente técnico, o casi. Sin embargo, el torpe peregrinar de las manos abrió la puerta de viejas hechicerías y con una pericia desconocida, se entregó a tomar nota de cada porción de sus hombros. Imperativamente, necesitó abarcar más superficie y en silenciosa respuesta, ella inclinó el cuello, se recogió el cabello y dejó deslizar apenas la bretelle del vestido. Para él fue como descubrir un retazo de luna. Sus dedos se hicieron pájaros surcando el cielo de su espalda y se embriagó con el mar de jazmines que exhalaba su piel.
De repente, él creyó que todo era producto de su imaginación y muy asustado, estuvo a punto de abandonar. No obstante, un ronroneo apenas audible lo incitó a despejar la escarcha que todavía los separaba.
Progresivamente se esfumaron los rangos, los pudores y la oficina misma. Y sin siquiera proponérselo, se descubrieron haciendo el amor sobre la mesa. De pie, él la embestía con ternura y ella lo envolvía entre sus piernas, yaciendo entre las hojas revueltas. No se dijeron nada, antes para no quebrar la magia que para no alertar a los colegas. Pero no dejaron de mirarse a los ojos. Ella comenzó a morderse el labio inferior y lo atrajo aún más contra sí. Él sintió que un fuego nuevo lo consumía. Ninguna de las experiencias previas los había preparado para saber que el espíritu era capaz de liberarse de la prisión corpórea. Pronto lo averiguaron cuando sus almas fueron una sola, al tiempo que los arrebataba una vorágine de felicidad.
Mientras intentaban apocar la sedición de los sentidos, ella sollozaba y él sonreía. La forma de expresarse era distinta, pero el sentimiento era el mismo. No podría decir como empezó, el amor tiene esas cosas. Y a veces disfruta de ciertas concesiones irreverentes, tanto más en el trabajo, donde nos pasamos la mayor parte de nuestras vidas.


El 1° de mayo es el Día Internacional del Trabajo y se celebra en casi todos los países Originalmente se estableció en conmemoración del fusilamiento de sindicalistas que luchaban por una jornada laboral de ocho horas. Más tarde, se convirtió en fiesta de los trabajadores y la reivindicación de sus derechos.


© Pablo Martínez Burkett, 2012