LA DONCELLA DE HIERRO
No es momento de relatar los oscuros
acontecimientos que terminaron por alojarme en este Hospicio de la Quinta del
Sordo. Todos saben de la amistad que me unía con el profesor Alvar de Soto.
También era fama su pasión por el espiritismo, la astrología y otras ciencias
ocultas. No es que no se lo hubiera advertido de tantas formas. Es cierto que
sus palabras pomposas y alambicadas ejercían una perversa fascinación, pero aún
así, le pedí una y mil veces que no insistiera con su búsqueda frenética. Pero
comprendo ahora que tanto su destino como el mío estaban ya escritos. No pude
evitar que la lectura del libro “El
martillo de las brujas” agravara su obsesión por brujas, hechiceras y
gitanas, a cuya magia les atribuía que su miembro viril pareciera enteramente
alejado y separado del cuerpo.
Tampoco
pude evitar las flagelaciones diarias a las que se sometía en reparación por
sus actos infames. A veces, se hacía azotar por un sirviente con el látigo
llamado “gato de las nueve colas”,
por otras tantas puntas de cuero rematadas con plomo; a veces, aplastándose uñas, falanges y nudillos en
forma lenta y progresiva, con ese otro artefacto perverso,
“el aplasta pulgares”. Pero en lugar
de purificarse, el transitorio alivio que sentía su alma lo llevaba a reincidir
en las conductas aberrantes.
Quizás
le fallé como discípulo al no tratar de impedir su última locura. Sí, su última
locura, la que me tiene hospedado en estas cuatro paredes, húmedas y oscuras.
El profesor de Soto ya no escuchaba, la aflicción espiritual que le causaba no
lograr mantener comercio carnal con la pérfida Judith, era peor que soportar
las penurias del Averno. No creo que haga falta referir aquí la forma en la que
esa maldita marrana lo tenía sometido a sus diabólicos influjos. No lo salvó
siquiera consultar el Formicarius de Johannes
Nider. Ya era tarde, la ronda de las brujas se había desatado. Nunca debí
prestarme a ello. El atroz acto de canje que aceptamos realizar con los
demonios será siempre una abominación que clama contra el Cielo y justifica el juicio
y el santo tormento que la Inquisición ha decidido imponernos.
En un día como hoy, pero de 1252, el
papa Inocencio IV promulgaba la Bula “Ad
extirpanda”, que autorizaba a los tribunales de la Inquisición a utilizar
la tortura como medio legítimo para obtener la confesión de los herejes,
oficializando una de las etapas más terribles de fanatismo y crueldad en nombre
de una religión.
©
Pablo Martínez Burkett, 2012
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