lunes, 30 de julio de 2012

El arte de hacer reír




EL ARTE DE HACER REIR
Figúrese que en la soledad de un escenario hay un hombre diminuto, con un smoking impecable, cara de póker y una media sonrisa cáustica. Acaba de contar un chiste y se lleva displicente un habano a la boca. El público ríe a mandíbula batiente. ¿Qué puede haber dicho para provocar semejante zafarrancho?
Seguro que alguna humorada en torno a su esposa. ¡Shhhh!, escuchemos:
  
“Por muchos años tanto mi señora como yo fuimos inmensamente dichosos, hasta que un día... nos conocimos”.
“Siempre la llevo a todas partes... Lo malo es que ella constantemente encuentra el camino de regreso”.
El otro día le dije: ¿Sabes, querida? Cuando hablas me recuerdas al mar. ¡Qué lindo, mi amor! No sabía que te impresiono tanto. -No me impresionas... ¡me mareas!”


Y las carcajadas retumban como un huracán por todo el teatro. En el mundo del espectáculo, las risas y los aplausos son el mejor premio que puede recibir un artista que ha elegido la más ardua de todas las profesiones: hacer reír.
¡Y vaya si lo logró!, cautivando a los públicos más exigentes de sur a norte del continente americano. Porque el hombrecito con las orejas como el señor Spock era dueño de un estilo sutil, que aunque se valía de la picardía, odiaba la vulgaridad. Antes bien, apelaba a la complicidad del espectador.
Nacido en el seno de una familia circense, de padre payaso y madre acróbata; la tradición familiar le marcaba un destino trashumante. Debutó en el circo de muy chico y se hizo famoso por un numerito que ejecutaba haciendo equilibrio sobre una escalera, mientras tocaba el violín.
Los biógrafos siempre recuerdan que un día se le rompió una cuerda y para salir del paso, el joven Verdadeguer, encaramado sobre los escalones y mirando el violín roto, metió un bocadillo que hizo estallar en carcajadas a los asistentes. Verdad histórica o cosmética posterior, el caso es que ese día el saltimbanqui se convirtió en comediante. El transcurrir de funciones y geografías, fue labrando al monologuista genial, con un sentido del humor corrosivo e inteligente.
Durante más de 60 años, paseó su arte por teatros, cabarets, casinos, “revistas”, cine y TV. Así, se volvió un cómico único, que era capaz de actuar rodeado de las más exuberantes vedettes del momento sin siquiera una grosería. Con el gesto medido y oportuno, sus ojitos centelleaban divertidos, mientras encadenaba una sucesión de anécdotas, a cual más absurda, pero conservando la compostura y una melancólica elegancia.
Las generaciones posteriores que no lo conocieron, quizás tengan más presente la imitación de Petinatto, con el célebre “Gato de Verdaguer”.
El mejor homenaje que se le puede hacer a un artista es recordar su arte, así que escuchemos otro poquito:
  
“Mi mujer se queja de que antes de casarnos le decía querida y ahora no le digo nada. Podría darle gracias a Dios que sé controlarme…”
Con mi esposa siempre caminamos tomados de la mano… Si la suelto, se va de compras.
“Para nuestras Bodas de Plata voy a llevar a mi mujer a la India -le confesé a un amigo. -Vaya, vaya, veo que no mides en gastos -me contestó - Y para las Bodas de Oro ¿qué harás? -La iré a buscar…"

Un día como hoy, pero de 1915, nacía Juan Verdaguer. Aunque vio la luz en el Uruguay, a los ocho meses de vida se trasladó a la Argentina. Poseedor de un humor fino, cerebral y desopilante, mereció con justicia ser llamado “El Señor del Humor”.
© Pablo Martinez Burkett, 2012

viernes, 27 de julio de 2012

Campo de Trigo con Cuervos



Señor Juez:

He tenido que cargar con la locura de mi hermano durante años. He tenido que curarlo, protegerlo, mantenerlo y soportarlo. Siempre tuve deseos de matarlo, pero había algo que me impedía hacerlo. En su momento, él supo ser ese contraste necesario: megalómano, psicótico, ególatra y agresivo. Su temperamento poseía todas las características que no tenía el mío. Por eso, las personas se alejaban de él para acercarse a mí.

Tuve que ampararlo, prestarle dinero, pagarle tratamientos psiquiátricos, medicamentos; tuve que atenderlo como si se tratase de un inválido. Supongo que de alguna manera lo era. Y mientras tanto, dejar que me pagase con su arte, lo único valioso que podía darme a cambio de mi servidumbre. Mi maldito hermano, la sombra que fue apagando cada uno de mis sueños. Obligándome a dejar de vivir mi vida, para vivir la suya.

Había quienes reconocían su talento, y compraban sus pinturas; pero nos pagaban poco. Dádivas que apenas servían para comprar comida, pinceles, telas y óleos. Mi hermano solía decir que los genios solo eran retribuidos después de muertos. Que muy pocos lograban disfrutar en vida la fortuna de su talento. Por eso siempre citaba a Van Gogh.

Tal vez de tanto aludirlo fue que intentó imitarlo cuando le dije sin tapujos, que su arte era mediocre, y lejos estaba de la genialidad de Vincent. Al oír esto, corrió a la cocina, tomó una cuchilla afilada y se rebanó la oreja.

También tuve que cargar con eso. Llevarlo al hospital. Esperar que lo curasen; y mientras tanto llorar; llorar de impotencia y de odio hacia el cáncer que era mi hermano en mi vida.

Pasaron meses de ese suceso, no nos volvimos a dirigir la palabra; él se dedicó a pintar la mayor parte del día encerrado en su cuarto. Solía conversar con los personajes que pintaba. Rompía lienzos, partía pinceles, comía óleos, maldecía, aullaba; su locura evolucionaba tanto como su arte. Fue durante ese tiempo cuando pintó sus mejores cuadros.

Tomé esta decisión luego de que los doctores lo declararan mentalmente insano. Mi hermano pasaría el resto de su vida en un manicomio. Y yo ni siquiera podría explotar su arte. Dado que en su último ataque, quemó todas sus pinturas y se amputó los dedos de su mano derecha.

Su última obra fue, según sus palabras, una versión mejorada de la última pintura de Van Gogh, “Campo de Trigo con Cuervos”. Mi hermano había modificado los colores, pintando a los cuervos de amarillo, y a los trigales de negro, como si hubiesen sido quemados. Ese último lienzo, paradójicamente se salvó del fuego, lo había olvidado en un atril que tenía en el jardín de la casa.

Tal vez la obra no valiera un centavo. Pero yo tenía que cobrarme todos esos años de esclavitud. Así que antes de internarlo, decidí llevarlo de paseo. Lo llevé a un parque desierto, lo abracé, le dije al oído: “Date valor…”, y le coloqué el revolver en su mano izquierda. Me miró conmovido, aun inmerso en su locura entendía lo que debía hacer. Pero algo lo acobardó. Me devolvió el revolver diciendo: “Dame valor…”. Tomé el arma, le apunté al pecho, y sin pensar, le disparé. Luego limpié mis huellas y puse el revolver en su mano. Me quedé unos instantes a verlo morir.

La noticia de su suicidio hizo que muchos viniesen a conocer su obra. Claro, ahora querían pagar fortunas por su arte. Solo quedaba su versión del cuadro de Van Gogh. Esperé un tiempo antes de venderla, esperé una oferta que pagase todos mis años de esclavitud. La oferta llegó, obtuve quinientos mil dólares por su pintura. Viajé, conocí el mundo, disfruté de la vida, me casé. Y ahora, luego de diez años señor juez, confieso haber sido yo quien lo mató.


Un 27 de Julio de 1890, mientras se paseaba por el campo, Vincent Van Gogh recibió un disparo en el pecho. Murió en su cama dos días después. Aun investigan si fue él quien se disparó, o fue asesinado accidentalmente por un par de jóvenes.
Van Gogh fue uno de los principales exponentes del postimpresionismo, pintó 900 cuadros y 1600 dibujos. Una de sus obras, “El Retrato del doctor Gachet” fue subastada y vendida en más de 82 millones de dólares.


Diego Martín Rotondo

miércoles, 25 de julio de 2012

Pugliese y los héroes de La Yumba


Los héroes de La Yumba, por Juan Guinot
Siete de la mañana, calle Luis María Drago y Avenida Corrientes, barrio de Villa Crespo, Ciudad Autónoma de Buenos Aires. En esa esquina hay una plazoleta donde ya no están los muñecos de la orquesta de tango.
El sol cuela entre los edificios de Villa Crespo y los feligreses del bar no pueden sacar sus ojos, y sus lágrimas, de las vidrieras. Al otro lado del cristal, está la plazoleta diezmada, la triste representación de la doble muerte del maestro tanguero.
Es que al maestro, un flaco de anteojos y de andar lento, desde su muerte, se lo extraña horrores. Por eso, cuando se instaló en aquella plazoleta la orquesta de muñecos con el maestro en el piano, la ausencia se sintió un poco menos.
Pero esto, de no verlo nuevamente, los tiene mal. Es de lo único que se habla en la carnicería, el bar, la librería, la pescadería, los negocios de ropa y en la sede central del PC.
A pocos días del hecho, alguien se apiada y manda a producir nuevos muñecos e instrumentos. También se refuerza el vallado perimetral de la obra, se aumenta la intensidad de la luz y los del banco ofrecen instalar una cámara que grabe día y noche. Todo se hace sin inauguración y gran parte de los vecinos recobra la calma.
Pero un viejo amigo del maestro sabe que la cosa puede empeorar si no toma cartas en el asunto. Y cuando piensa en eso, no está pergeñando un plan para cazar a los vándalos que rompieron los muñecos. No, el amigo del maestro, casi pisando los noventa, sabe que cortar las manos del verdugo no parará las ejecuciones. Sabe que la lucha que se viene es la misma de siempre: borrar de la memoria popular al gran maestro tanguero.
El amigo del maestro reconoce en la agresión de los muñecos de la plazoleta, la mano del enemigo eterno, ese presenta luchas acá y en el otro mundo al mismo tiempo. La batalla del otro mundo se la deja al maestro tanguero, pero la de acá, esa, es para ellos, para la liga de superhéroes de Villa Crespo.
A las nueve de la noche del martes, el anciano se constituye en la esquina de Camargo y Malabia. Al minuto aparecen los súper héroes: la travesti que se pasea por Corrientes y Gurruchaga vestida de micro-mini y saquito de secretaria, el sesentón del negocio del todo suelto de enfrente de la plazoleta, la china del lavarropas de Drago y Gallardo, el hijo del vendedor de pantuflas y alpargatas de Scalabrini y Corrientes, la florista de Velazco y Julián Álvarez, el canillita de Corrientes y Juan B. Justo, el vendedor de medias de la puerta del banco y el taxista que hace parada Warnes y Bravard.  Están todos los convocados y ahí el amigo del maestro dice “Bienvenidos a La Yumba” y se da comienzo al encuentro de la  Liga de la Justicia de Villa Crespo.
Están en ronda. La reunión comienza bajo el amparo de una noche sin luna, más los focos rotos de tres faroles del alumbrado público y la extrema atención a los televisores de parte de los vecinos, ya metidos en sus departamentos.
La Yumba, liderada por el anciano, el amigo del maestro, pide a cada uno de los miembros que, desde esta noche, exijan al máximo sus poderes para proteger la estatua de la plazoleta con los muñecos del maestro tanguero y su orquesta. En cuestión de minutos, se reparten los turnos para efectuar las guardias. Nadie cuenta cómo lo hará, pero cada uno estará allí, invisible a los ojos del vecino y perfectamente visibles a los ojos del enemigo. “La Yumba”, dice el anciano, “protegerá la memoria, con la fuerza de los acordes del tango de nuestro gran vecino y amigo”. El viejo lleva ambas manos al centro y los superhéroes de Villa Crespo estiran los brazos y hacen una apilada de manos y, con sus bocas, empiezan a interpretar el tango La Yumba en un tono que les sale susurrado.
Las ramas de los árboles de Malabia y Camargo se mueven como si las agitará un viento que no sopla.
Las ratas bajan de los árboles, abortan sus planes de abordar balcones. Cuando los bichos llegan a la vereda, ya están con los pelos en punta, los bigotes duros como agujas y las colas torcidas de los nervios. En tropel, las ratas salen a calle traviesa, en sentido a Chacarita, con su alcahuetería metida en lo hociquitos sucios. Antes de la medianoche, los enemigos se enterarán que La Yumba ha vuelto para defender, con su vida, la memoria de Osvaldo Pugliese.
Osvaldo Pugliese murió el 25 de Julio de 1995 .

lunes, 23 de julio de 2012

Al compás del tamboril





AL COMPAS DEL TAMBORIL
Hay cosas se van perdiendo. Y para no ser acusado de incurrir en la nostalgia barata, uno tiene que decir que está bien, qué es bueno que así suceda. Pero la verdad es que no sé si es bueno. O sí sé, pero la mayoría de las veces, ya son cuestiones que a nadie le importa. ¡Los tiempos cambian!, rápidamente te va a decir algún comedido. ¡Qué antigüedad!, se va a burlar el modernista. Pero antes, algunas cosas eran bien distintas.
Y sí, porque si a principio del siglo pasado, nacías quinto hijo, en el barrio de Floresta, tu apellido por parte del padre era De Luca y por parte de madre, Di Paola, eras, un tanito de barrio. Y como tal, el sacrificio de tus padres inmigrantes era para que te hicieras un hombre de bien, un hombre de trabajo y que te convirtieras en un artesano o en un comerciante. Y con un vinito encima, seguro que los viejos se animaban a soñarte un ingegnere o aún mejor, un dottore.
Pero en esta historia que les quiero contar, el pibe había salido con buen oído para la música y siempre hacía los mandados silbando. Ya más grande, los amigos de la barra le pedían que se cantara un tanguito. Y acodado en el buzón de la esquina, con la complicidad del farol, derrochaba todo su arte y la noche poblada de azahares se dejaba enamorar por esa voz melodiosa. Así lo descubrió un guitarrista, que le propuso incorporarse a su conjunto.
El pibe se moría de ganas pero aunque ya era muchacho de pantalón largo sabía que si Don Salvador se enteraba, directamente lo fajaba. Así que empezó a cantar pero oculto bajo un seudónimo. Dicen que dicen que alguna vez, el tano padre lo escuchó por la radio y que hasta festejó la voz de ese joven valor, tan parecida a la de su Albertito, Menos mal que como el speaker lo anuncio como Alberto Dual, no lo supo reconocer porque si no, ardía Troya…
Con el canto le empezó a ir por demás de bien, pero en aquellos tiempos, los sueños familiares se labraban para ser cumplidos, y después de un tiempo, tuvo que abandonar la música para dedicarse por completo a la carrera de medicina. Finalmente, el ragazzo iba a ser doctor.
Sin embargo, el bichito del tango le había inoculado su dulce ponzoña y un año antes de recibirse, se sumó a una orquesta típica. ¡Colgó los libros, dice usted! Pero espere, no se me asuste. Aunque grabó un disco que fue todo un éxito, Albertito se recibió de ginecólogo y la casa paterna se llenó de inflamado orgullo cuando allí mismo, instaló su consultorio como “doctor de señoras”. ¡Qué contentos estaban don Salvador y doña Lucía! Pero una cosa llevó a la otra y pronto el éxito radial y discográfico, le atrajo una romería de pacientes que querían hacerse “atender” por el famoso cantor.
Estaba visto que lo suyo era el tango y pronto dejó la consulta por los escenarios. El padre lo supo entender, porque no hubo otro como él. Con una gola potente y su fraseo exacto, inclinaba el micrófono como quien le habla a un amor antes del beso. Las manos nunca descasaban, aleteando en el aire o cruzadas en la boca, cual verdulero sobre el carro. Las camisas con el cuello sin abotonar, la corbata con el nudo corazón, el pañuelo en el bolsillo como una catarata… todas marcas de fábrica, como el candombe y los tambores que enloquecía al público. Había nacido para eso.
Los clubes, los teatros, los cines desbordaban con multitudes que se cansaban de aplaudir. Cuando actuaba, la policía tenía que cerrar las calles. El sociólogo de turno dirá que era un fenómeno de masas. El tanito de barrio desde el escenario lo resumía con mejor poesía: “Yo soy parte de mi pueblo, y le debo lo que soy; hablo con su mismo verbo y  canto con su misma voz”.
En un día como hoy, pero hace justo 10 años, fallecía Alberto Salvador De Luca, más conocido como Alberto Castillo, el Cantor de los Cien Barrios porteños.
© Pablo Martínez Burkett, 2012

viernes, 20 de julio de 2012

Fachada de Goleador




“En serio chicos, no soy bueno con la pelota”, les dije. Y claro, no me creyeron. Es que en la escuela, había pibes a los que con solo verles las caras, te dabas cuenta que eran buenos jugadores; supongo que conmigo sucedía igual. Tenía el porte, la mirada canchera, las piernas fuertes, las zapatillas rotas; parecía de esos que mataban sus tardes peloteando en alguna placita. Sin embargo, solamente era una fachada, y una cierta intrepidez en mi manera de moverme. Una inmerecida imagen de goleador.
Lo cierto es que yo no había sido bendecido con el dominio del balón. Por el contrario, había sido maldecido.

Cuando me tocaba jugar con mi viejo, y me lanzaba una pelota, yo me despatarraba, me tropezaba, me caía, y si tenía la suerte de patearla, la enviaba hacia cualquier lado. Me aterraba la velocidad con que se avecinaba aquel balón. Lo veía venir surcando el aire como una bola de cañón. Entonces cerraba los ojos, arqueaba mi cuerpo, movía mis piernas y brazos como un energúmeno, y pateaba hacia ninguna parte. Mi padre, que era un gran jugador, se mostraba desolado frente a mi torpeza en el fútbol.

Era nuevo en esa escuela, llevaba tan solo un par de meses con esos compañeros; apenas me habían visto correr en la clase de gimnasia y ya creían que podría ser el delantero de su equipo. “¡Les digo que no juego bien!”, alertaba yo mientras me llevaban arrastrado rumbo a la canchita; tal vez creyendo que me la estaba dando de humilde; pero no; yo jamás, en mis ocho años, había sido tan honesto.

“Nosotros seremos Argentina y ellos Uruguay”, ordenó Gastón, uno de los cracks del colegio. Eso no les cayó nada bien a los rivales, que nos rodearon camorreando, quejándose de que ellos querían ser Argentina. “¿Por qué no somos River y Boca y punto?”, pregunté yo. Todos me miraron como si los estuviese cargando. Lucas me cacheteó la cabeza con saña y respondió: “¡Porque se esta jugando el mundial, tarado! ¡Tenemos que ser de algún país, no de algún cuadro!”. Era cierto, estábamos en la época del mundial; aún así, hoy, treinta años después, me sigo preguntando que tenía que ver una cosa con la otra.

El profesor lo echó a la suerte de una moneda, y resultó que terminamos siendo Uruguay. El partido comenzó, yo corría sin sentido pasando la mitad de la cancha; Matías, que venía con la pelota gambeteando a todos, me vio y gritó: “¡Tomála!”, y acto seguido me pateó el balón. Tomé coraje, pensé en la mirada de mi viejo, cerré los ojos y sin parar la pelota, la patee con toda mi fuerza. “¡Goooooooooooool!”, gritaron. Pero no lo gritaron las voces de mi equipo, sino las del otro. Había clavado la pelota en el centro de mi propio arco, dejando a nuestro arquero totalmente patitieso. Aun recuerdo sus ojos atónitos mirándome.

Aquello me valió una vorágine de insultos; hacia mí, hacia mi madre, hacia mi hermana, y a hacia todo el que llevara mi sangre. Recuerdo que me empujaron, y casi me agarro a piñas con Octavio, pero el profesor nos separó y me envió al arco. Al portal de los perdedores. Allí, naturalmente, me sentí a gusto. Ahora podría hacer lo que mejor me salía: cubrirme.

Los de Argentina estaban más que motivados con un gol a favor, así que se movieron animados, gambeteando, tocando, parándola de pecho, cabeceando, y llegando sin dificultad hacia el arco que me tocaba defender. Una vez ahí, fue uno, dos, tres, cuatro, y cinco goles que me hicieron en tan solo diez minutos. Por fin, terminó el partido, y tuve que salir corriendo de la cancha para resguardarme de esa horda ensañada que corría detrás de mí para liquidarme.

Pude salvar mi pellejo aquel día. La bronca de mis compañeros perduró solo unas horas. Con el tiempo nos hicimos muy amigos. Y claro, jamás me volvieron a invitar a jugar a la pelota.

Hoy sigo viéndome con varios de ellos, y en cada reunión recuerdan ese partido como un momento trágico y vergonzoso de sus vidas; y aun les vienen ganas de azotarme cuando piensan en aquel gol en contra. Nunca se olvidarán del partidito de tercer grado, cuando los de Argentina nos golearon 6 a 0.


Un 20 de Julio de 1902, en Montevideo, la selección Argentina jugó su primer partido oficial. Derrotando a Uruguay por 6 a 0.


Diego Martín Rotondo

jueves, 19 de julio de 2012

Entrada en órbita



A lo largo de las últimas tres jornadas, a medida que nos alejamos de la Tierra, la nave fue perdiendo velocidad y potencia. Durante todo un día (aunque qué es, acá, un día) pareció que nos quedaríamos flotando en el espacio, suspendidos para siempre en el vacío silencioso y profundo que se abre entre los planetas. Fueron las horas más largas de la misión; horas solitarias de espera y abstracción, cada cual hundido en sus pensamientos y separado de todo. No necesitamos hablar para saber que a los tres nos pasaba lo mismo: en cierta manera estábamos ansiosos, pero también nos sentíamos parte de ese paisaje inmenso, mudo y sin vida que nos rodeaba y se nos había metido adentro.
Finalmente, algo pasó. Lo sentimos en el cuerpo antes que en los monitores. La nave entró en la gravisfera lunar, y la atracción del satélite nos reanimó. Fuimos recobrando velocidad; enseguida nos sacudimos el sopor del espacio de encima y comenzamos a accionar palancas, perillas y botones. Nos miramos unos a otros como si volviéramos a reconocernos, hicimos algún chiste, nos despeinamos o palmeamos el hombro, nos reímos. Estábamos de vuelta.
Iniciamos entonces las maniobras de inserción en la órbita lunar: inyectores, detonación, frenado, ajuste de la trayectoria. Tras algunas revoluciones nos encontramos girando alrededor del satélite, recorriendo una y otra vez su circunferencia hasta encontrar el mejor punto donde alunizar.

El primer hombre en pisar la Luna miró a su alrededor y vio desolación: mares que no eran mares, cráteres vacíos, flujos de lava resecos, polvo, rocas, astillas de vidrio, cuencas de basalto, anillos de regolito. Un paisaje estéril en distintas tonalidades de gris, bajo un cielo nocturno e irrespirable. Era una visión del futuro y del pasado, sin hombres ni vida de ningún tipo. Los únicos rastros de existencia orgánica eran sus propias huellas, impresas para siempre en la superficie lunar sin cambios ni viento.
El segundo hombre en bajar comprendió que no corrían ningún peligro y soltó de su traje el cordón que lo mantenía unido a la nave. Se sentía liviano y optimista y festejó dando saltos de alegría alrededor de la base, que la baja gravedad convirtió en vuelos y piruetas. Ya podía vislumbrar el comienzo de una nueva era: familias felices colonizando el universo entero en domos de acrílico y acero, robots domésticos aliviando de sus tareas a las esposas, padres satisfechos descansando en cúpulas invernadero con la temperatura siempre justa, televisores gigantes, jardines y mascotas extraterrestres, autopistas interplanetarias. El reino del hombre en el universo entero.
El tercer hombre no bajó (siempre alguien tiene que quedarse atrás para que las cosas funcionen); permaneció en la cápsula de mando en órbita. Desde allí ve planear las sondas soviéticas, girando alrededor de la Luna desde mucho antes que cualquier rival estadounidense; ve la cara oculta del satélite y trata de descifrar su dibujo, comparándolo con los planos y las fotografías que capturaron en la última década las sondas automáticas. Desde la altura a la que se encuentra no ve a sus compañeros, pero sigue sus movimientos desde la pantalla, como el resto del mundo. En el monitor todo se ve un poco falso, como si fuera un decorado; la bandera vuelve la escena aún más irreal. Mientras los astronautas en la pantalla saludan y bailan, el tercer hombre empieza a imaginar qué historia va a contar cuando vuelva a casa, en el bar.
 
       El 19 de julio de 1969 entró en órbita lunar el Apolo XI, la primera misión espacial tripulada en llegar a la superficie del satélite. La integraron los astronautas Neil Armstrong, Buzz Aldrin y Michael Collins. Armstrong y Aldrin bajaron a la Luna dos días después, el 21 de julio, en el Mar de la Tranquilidad; las imágenes se transmitieron por televisión a todo el planeta. 

María Eugenia Alcatena