viernes, 13 de julio de 2012

El Vagabundo de la Plaza San Martín




Viví durante unos meses en un pequeño departamento de la calle Suipacha al 900. Se trataba de un horrendo monoambiente situado en la planta baja de un viejo edificio. Mi única ventana daba al pulmón del lugar. Un cuadrado de 2 x 2 atestado de filtros de cigarrillos, papeles, pedazos de comida, chicles, juguetes, condones, etc. A mis vecinos de los pisos altos siempre se les caían sus residuos en mi patio. Una vez a la semana, entre insultos y maldiciones, juntaba con una pala toda la basura que se juntaba allí; varias veces coloqué cartas amenazadoras pegadas al espejo del ascensor. Pero nada cambiaba, es más, mientras las cartas estaban pegadas, más basura caía en mi patio.

El gran problema era cuando la única alcantarilla que tenía el patio se tapaba. Ya que si llovía, tenía que correr a destaparla para que no se transforme en una pileta y se desborde sobre mi pequeño comedor.

Un día llovió demasiado. Eran las tres de la mañana, yo estaba muy dormido, y al despertar por el estallido de un trueno, noté que todo mi departamento se había transformado en una gran laguna. Que el agua entraba como una catarata a través de las rendijas de la persiana; que toda mi ropa, mis papeles, y mis electrodomésticos, se hallaban sumergidos en ese estanque de cincuenta centímetros de profundidad en el que se había convertido mi casa.

Por unos instantes sentí pánico, grité auxilio varias veces, esperando que viniese a rescatarme el portero o algún otro buen samaritano. Nadie venía, y el agua seguía ascendiendo de manera alarmante, casi cubriendo la mitad de mi cama.

Sabía que si sumergía un pie en el agua, tenía serias probabilidades de morir electrificado a causa de los aparatos que estaban conectados al tomacorriente. Así que me paré sobre el colchón, tomé un viejo sobretodo que yacía colgado en lo alto de un placard, me lo puse sobre el pijama, y comencé a valerme de dos sillas que usé a modo de zancos para llegar a la puerta. Cuando la abrí, toda el agua que se hallaba estancada dentro del monoambiente, comenzó a brotar a raudales por el pasillo de la planta baja.

No sé cómo lo logré, pero saltando como si jugase a la rayuela, pude pisar sobre algunas baldosas secas hasta llegar a la puerta del edificio y poder salir a la calle.

Así fue como terminé viviendo en la Plaza San Martín. No pude volver a mi departamento, ya que los dueños del mismo y los vecinos del edificio me acusaban de haber querido inundarlo a propósito; y para dar evidencia de esa infamia, le mostraron a la policía todas mis cartas amenazadoras, en muchas de las cuales advertía que iba a tomar terribles represarías si seguían regando de basura mi patio.

Por eso es que jamás regresé. Y desde hace diez años vivo como un indigente bajo las generosas ramas de este ombú, totalmente libre y despreocupado de morir ahogado o electrocutado en un pequeño departamento. Contándoles a ustedes, turistas, todo lo que ha sucedido en esta plaza desde su fundación. Desde que dejó de ser una plaza de toros para transformarse en este bello parque repleto de árboles e historias. Historias que hablan sobre el monumento al general San Martín, o sobre ese triste cenotafio con las placas de todos los 649 caídos en la guerra de Malvinas. Historias reales e inventadas sobre sucesos que se dieron en este maravilloso lugar. Como la mía por ejemplo, o la de tantos otros…


Un 13 de julio de 1862, fue inaugurada la estatua del general San Martín. Monumento con el cual quedó instaurada la Plaza con su nombre; declarada en 1942 como lugar histórico nacional. Tal vez, una de las plazas mas grandes y más transitadas de la capital federal, por tratarse de un atajo irresistible entre el centro porteño y la estación de trenes de Retiro.

Diego Martín Rotondo

1 comentario:

José A. García dijo...

Terrible historia y, al mismo tiempo, tan cercana, porque no podemos seguir creyendo como mucha gente lo hace, que los que viven en la calle lo hacen porque no tienen otra opción, otra posibilidad. Si que la tienen, pero no saben cómo acceder a ella; o el estado hace lo posible para que no la puedan ver y sigan dependiendo de su ayuda 'caritativa'.

Saludos

J.