POR EL CANTE DE UN “GALLEGO” EN LAS PAMPAS
La crónica ha extraviado de dónde era. El acento y la música, lo
certifican español. Aunque no se salvó del consabido apodo, me gusta imaginar
que no sólo era de Sevilla sino, mejor, de Triana. Sé que caigo en el
estereotipo, pero se me hace que llevaba pobladas las patillas, una sombra de
barba hasta los pómulos y el cabello bastante largo en la nuca. Así, antes que
verlo, lo siento a “El gallego”, el ordenanza de mi abuelo.
Mi abuelo se jactaba de haber entrado en la fábrica de “muchacho de
pantalón corto”. En un cursus honorum
impensable en esta vertiginosa modernidad, décadas de partirse el lomo le
valieron la gerencia de la sucursal en esa capital de provincia donde el rigor
del verano acobarda aún a las iguanas suicidas. Y tal como sucedía en ese
entonces, la casa del gerente estaba pegada al banco o la fábrica. En este
caso, en los altos, al fondo, después de la cuadra por donde entraban los
camiones. Allí nació quien luego sería mi padre.
Ya muchachito, el autor de mis días y la gata Chuchi, entretenían la
siesta pateando una pelota contra el paredón de la cuadra, el único lugar con
sombra. Y le hacían compañía a “El Gallego”, que vivía ahí mismo, en una
piecita asfixiante. Para escaparle al bochorno, sacaba una silla y se sentaba a
ahorcajadas, apoyando los brazos sobre el respaldar. Y escuchaba flamenco, una
y otra vez, en discos de pasta que pasaba en algo apenas más moderno que un
fonógrafo, su único lujo. No es difícil arriesgar que las voces de Manolo
Caracol, Antonio Chacón, Manuel Torre, Pepe Marchena o La Niña de los Peines,
perfumaban con su queja la quietud pueblerina.
“El Gallego”, le enseñaba a mi padre sobre los palos del cante jondo:
esto es una rumbita, esto otro un taranto… Presta atención a la seguiriya, ¡olé
con esta alegría…! Y ahora viene lo mejor, una sevillana… mientras sus manos se
hacían pájaros en el aire, evocando con nostalgia los bailes de su tierra, a la
que siempre, por la Virgen de la Macarena, prometía volver.
“Cuando gane la lotería te voy a llevar” - le decía a mi padre – y nos
la vamos a pasar en grande”.
Como muchos, había venido huyendo de los estragos de la Guerra Civil. Emigró
pensando en hacerse un capitalito para regresar a darse una buena vida y
finalmente, yacer un día a la vera de un olivo o un limonero. Como muchos, jamás
volvió. No le alcanzó más que para unos palmos de tierra en esta distante pampa
austral. No, no dejó hijos. Pero sí dejó semilla: los azahares de su música florecieron
en el pecho de mi padre, que como suele suceder, se hizo hombre y formó una
familia.
Y así llegué yo, su primogénito. Alguna nebulosa memoria aún conservo de
la fábrica y la escalera de fierro verde por la que se subía a la casa de mi
abuelo. “El Gallego”, ya viejito, alcanzó a conocerme. Siempre cuentan que cantaba
cuando mi abuela me cambiaba los pañales arriba del mostrador. No es lo único
que llevo bordado en el alma. Mi padre me inoculó su pasión musical. Ni mi
madre ni mis hermanos entienden de este amor.
Para mis 30 años, pudimos cumplir el sueño trunco del pobre ordenanza.
Con mi padre nos fuimos los dos solos a recorrer España. Fue una peregrinación,
un emocionado homenaje a quien le debemos tanto. Recorrimos cuanto pueblito nos
deparaban los caminos de la luminosa Andalucía. Íbamos sin mapa, sin otra
brújula que nuestro deseo de estar allí. No dejamos colmao ni mesón por visitar. Nos atiborramos del aire y del sol,
del vino y las tapas, en fin, del flamenco, arte si los hay.
En Cádiz, nos fuimos hasta San Fernando, la tierra de Camarón de la
Isla. En el Cementerio, una estatua lo inmortaliza cantando sentado en una
silla de paja, como hacía “El Gallego”, a la siesta. Con lagrimas de emoción,
le dedicamos un “tanguillo”. Le cantábamos al gitano rubio, sí, pero también,
le cantábamos a ese otro, que por obra de la música, finalmente descansaba en
paz en su tierra.
En un día como hoy pero de 1992, un cáncer de pulmón se llevaba a José Monge Cruz, mejor conocido como Camarón de la Isla, cantaor mítico por
su arte y su personalidad, que no sólo significó una auténtica revolución en el
mundo del flamenco sino en la música contemporánea toda.
© Pablo Martínez Burkett, 2012
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