viernes, 29 de junio de 2012

La Principita


Debo ser, sin dudas, uno de los pocos insurrectos que no ha leído “El Principito”. Sucede que siempre fui reacio a los clásicos, rebelde frente a todo lo que me han querido imponer como “Magistral”. Apenas alguien me indicaba emotivamente: “¡Pero como no leíste ese libro! ¡Tenés que leerlo! ¡Es absolutamente necesario!”, automáticamente lo descartaba de mis lecturas.
Aun así, me he tomado el descaro de utilizar en varios de mis cuentos, la figura de este pequeño blondo que habitaba ese asteroide llamado B-612. Y toda la información que obtuve sobre sus peripecias, fue a través de pequeñas fábulas que escuchaba al paso, como la del borracho que bebía para olvidar su vergüenza de ser borracho, por ejemplo.
Si centenares de personas citan versículos de la Biblia habiendo leído tan solo unas pocas páginas. Y otros tantos se llenan la boca hablando de La Divina Comedia, del infierno de Dante, etc. Y jamás han leído una sola hoja de su obra. Entonces, ¿por que yo no podría citar al principito a lengua suelta?
Incluso, he llegado a bosquejar la pintura de una Principita; una pequeña blonda que aparece columpiándose en una hamaca sostenida por dos lunas, muy cerca del asteroide B-612. Y es que no podía concebir la idea de que este mancebo se paseara solitario por ese pequeño planeta. ¡Hablándole a una rosa como un desquiciado! ¡Eso no era justo para el niño estimado Antoine! Así que con aquella niña de mi pintura decidí aderezar un poco más el argumento de esa fantástica novela que no he leído.
Ustedes pensarán: “¡Pero que desfachatado, darse el lujo de agregar un personaje a una historia que ni siquiera leyó!”. Y yo les respondería: “Tienen razón; con tan solo la introducción del libro me es suficiente para saber que ese niño, ¡necesitaba una novia!”
Pero no fue solo rebeldía lo que me llevó a nunca leer El Principito. Fueron más bien, extraños desencuentros con el libro. Ya que desde que tengo uso de razón, he tenido en mi poder más de cuatro ejemplares del mismo. Y siempre sucedía algo, o lo prestaba, y como es común, jamás me era devuelto; o terminaba devorado por alguno de mis perros, o mi padre lo usaba para avivar el fuego del asado, o simplemente, se perdía entre esas decenas de libros recomendados que siempre evité leer.
Por algún capricho del destino, es que nunca pudimos ser amigos el principito y yo. Pero aun así, apenas conociendo fragmentos de su historia, decidí ser compasivo con él y regalarle aquello que me parecía necesario para que no enloqueciese esa precoz cabecita con tantos interrogantes; una dulce principita con la que pudiese jugar en su asteroide y olvidarse de todo lo demás. Al menos eso es lo que yo habría querido si me hubiese tocado vivir en la inmensa soledad del firmamento.
Un 29 de junio como hoy, hace 112 años, en Lyon, Francia, nacía Antoine de Saint-Exupéry, el autor de esta magnifica historia que yo no he leído, pero que milagrosamente hoy, vuelve a caer en mis manos. Y quien me la ha regalado, ha cometido el fatal error de decirme: “¡Tenés que leer el Principito! ¡No podes no haberlo leído!”

Diego Martín Rotondo

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