UNA DE "COBOY"
No sé cómo no salí primero. Me parece que me demoré demasiado practicando en el espejo del baño. Quería asegurarme esa mirada entrecerrada e impasible. O quizás fue el último retoque al sombrero. Si iba a morir, que fuera con estilo. Llevaba además un pañuelo al cuello, con el pico un poco ladeado para adelante, una camisa azul grisácea y un chaleco de gamuza. Un cinturón canana del que colgaba la pistolera, atada con un cordón a la pierna derecha. Y un guardapolvo hasta los tobillos, con los faldones pasados a la espalda. Las botas las había heredado de mi padre.
Mientras recorría
el zaguán, en el tintinear de las espuelas encontré un poco del coraje que me
venía faltando. Justamente mi padre siempre me decía: “No hay que evitar el
miedo, el asunto es poder dominarlo”. Y no es que no me tuviera fe. Sabía que sacaba
más rápido que cualquiera. Todos lo sabían. Malhechores, apaches y
renegados. Era el más veloz del Lejano Oeste. Y no tenía rival haciendo
fantasías antes de enfundar. Pero con todo, no me podía quitar esa sensación de
vacío en el estómago.
Soy el más rápido,
sí, pero por las dudas, desde que se anunció el duelo, había estado haciendo
flexiones de brazo con un ladrillo para mejorar la velocidad Cuidé todos los
detalles que aprendí imitando a los grandes maestros. Si hasta había limado un
poquito la mira, para que no se trabara en la funda. ¡Mi revólver! La posesión
de arma tan real me ha traído mayor fama. Es un Colt Navy calibre 36, con siete
marcas en las cachas de madera. Sí, siete. Cuatro de un lado y tres del otro.
En un rato, espero poder emparejar la cuenta. No creo que haga falta aclarar
que todas esas muertes fueron en legítima defensa. No es algo de lo que esté
particularmente orgulloso. Pero en la Frontera un hombre tiene que hacer lo que
tiene que hacer. No hay lugar para los débiles.
Mi rival, el
“Manco”, me remueve de mis pensamientos con un grito impaciente: ¡Hondo, te
estoy esperando! Siempre fue un estafador. No tiene honor. Lo detesto. Nunca
debí aceptar el reto. ¿Pero cómo negarme? Uno goza de una reputación que hay
que cuidar.
Llegó el momento,
salgo a afrontar mi destino. El viento caliente de la siesta me recibe como un
sopapo. Como me demoré, el otro ya eligió lado y me da el sol en la cara. Estoy
seguro de que lo hizo de puro bruto. De esto no sabe nada. Pero igual debo ser
cuidadoso, no sólo para no encandilarme sino porque las distancias parecen más
largas a esta hora.
Voy caminando con
estudiado movimiento de caderas. Le paso al lado casi sin mirarlo, y a
propósito, taconeo más fuerte como en una marcha fúnebre. Cuento los treinta
pasos de rigor y me doy vuelta, altivo, íntegro, desafiante.
El “Manco” me
aguarda con su cara de gato. Está mal vestido. Ese sombrerito ridículo no sé de
donde lo sacó. Y el revólver… es una porquería, parece de juguete. Sin embargo,
se da aires de suficiencia porque trajo la barra para alentarlo. Seguro que va
a hacer trampa.
Alcanzo a ver unos
movimientos inquietantes en el tejado. Creo que es la sombra de un Winchester
44-40. Sí, sí, es un rifle. Pero no puedo distraerme y vuelvo la atención a mi
contrincante. Estamos en el medio de la calle, frente a frente. El gentío
prudentemente se guarece en las casas. El “Manco” intenta una mueca de
desprecio pero lo conozco, está asustado. Tiene la boca seca. Abre las piernas
al compás y lleva la mano cerca de la pistola. Mueve los dedos como si tocara
la guitarra.
Me cuesta respirar.
Bajo lentamente mi brazo. Desde algún lado creo escuchar la melodía de una
trompeta triste. Miro a mi retador con recelo y trato de atisbar la traición
tras las cortinas. Pronto habrá olor a pólvora en el aire y uno de nosotros se
habrá ido para siempre.
Los minutos de
espera se hacen interminables. Por fin, el reloj de la plaza empieza a sonar.
Es la señal convenida. Con la última campanada de las cuatro de la tarde todo
habrá terminado.
Una… dos… tres…
¡Auto, auto¡ grita
algún comedido y a las apuradas, tenemos que subirnos a la vereda. En ninguna
de las películas que mi abuelo me llevaba a ver en el Cine Garay sucedía cosa
semejante. Y en los Sábados de Cines y Series, menos. ¡Qué frustración! Lo que
esperé el tren para aplastar las tapitas con las que me hice las espuelas. Los
sándwiches que dejé de comer en el recreo para comprarme en la juguetería mi revólver
de “fierro”, igualito a los de verdad.
El mejor duelo en
mis diez años de vida, arruinado por un auto ¡Qué fracaso! Esto a John Guaine
seguro que no le pasaba.
Un día como hoy,
pero de 1979 fallecía John Wayne, un ícono para toda una generación que
disfrutó la edad de oro de las películas del Oeste. Siempre hizo de hombre
rudo, y con su forma de caminar característica y el inconfundible tono de voz,
participó en cintas memorables como La Diligencia, Fuerte Apache, Centauros del
Desierto; Río Bravo, El Álamo, Temple de Acero y El último Pistolero, entre
tantas otras.
© Pablo Martínez
Burkett, 2012
No hay comentarios:
Publicar un comentario