lunes, 23 de abril de 2012

Un libro blasfematorio en Buenos Aires






UN LIBRO BLASFEMATORIO EN BUENOS AIRES



Nada hacía presagiar el suicidio del querido profesor, Dr. Randolph White Jones. Nacido en Inglaterra, llegó al país a la edad de tres años. Jamás mencionó las circunstancias que motivaron la mudanza de su familia, pero algo habrá tenido que ver la locura que consumió a su padre. Siguiendo su huella erudita, Randolph junior también se destacó en historia antigua, magia y ocultismo. Primero fui su alumno, luego su secretario y más tarde, durante casi 20 años, su amigo. Esposo ejemplar, dejó a una viuda inconsolable pero riquísima. A familiares y amigos les resultó natural que me ocupara del sucesorio, bastante sencillo salvo por la tarea de catalogar los libros y demás efectos que heredara de Randolph padre, un eminente antropólogo del Museo Británico, quien antes del exilio rioplatense, había consagrado su vida a investigar una civilización, muy anterior aún a los persas, que había sido descubierta en unas excavaciones en Ormuz, el actual Irán.

Yo estaba más que familiarizado con las infinitas bibliotecas que ocupaban todo un piso del petit-hotel de la calle Juncal donde vivía el profesor, pero tengo que confesar que desconocía la existencia del cuarto secreto, al que ingresé con la llave que me dejó en un sobre. La entrada a la descomunal habitación estaba disimulada detrás de un armario falso Un olor rancio y malsano me atacó al abrir. En la carta del profesor, las instrucciones eran precisas y concluyentes: debía incinerar a todos sus huéspedes, o sea, prender fuego a todos los libros.

Nadie ignora que soy un amante de los libros. No faltaría a la verdad quien me tildara de fetichista de los libros. Y créanme que en el cuarto secreto, me encontré con el Paraíso. Había libros raros, antiquísimos, que se apilaban hasta los techos, la mayoría en idiomas para mí desconocidos. Otros, en latín y griego, exhibían imágenes de seres alados con una inmunda cabeza de pulpo. Supe, ¿cómo no saberlo?, que era Azathoth, el dios ciego y descerebrado, señor del caos y sultán de los demonios, de cuyo poder me había prevenido el maestro. Mientras seguía peregrinando por las torres de libros, anaqueles y bibliotecas, descubrí bajo una campana de vidrio un ejemplar de la obra de la que numerosas sectas se jactan pero que nunca había sido vista.


Era el Necronomicón, del poeta loco Abdul Alhazred, en una traducción de unos cuatrocientos años. Un sello denunciaba que alguna vez había pertenecido a la Universidad de Buenos Aires. No me extrañó, ya que el escritor americano Lovecraft, en la Historia del Necronomicón, advirtió que una edición del siglo XVII se encontraba en la Biblioteca de Harvard y otra en la biblioteca de la Universidad de Miskatonic, en Arkham; mientras que una más se conservaba en la biblioteca de la Universidad de Buenos Aires. Si hasta las malas lenguas cuchicheaban que Jorge Luis Borges no se quedó ciego por una enfermedad hereditaria sino por haber posado sus ojos en este mismo ejemplar cuando era director de la Biblioteca Nacional.

El caso es que yo tenía frente a mí ese libro mágico, versado en las leyes que gobiernan el mundo de los muertos. Un libro definitivamente blasfemo y buscado por satanistas, cazadores de mitos y coleccionistas varios, todos con distinto fin, pero idéntico empeño.

Me asaltó una alarma inaudita y empecé a sospechar que esta era la causa por la, que tanto el padre del profesor como mi querido amigo, enloquecieron hasta poner fin a sus vidas de forma tan feroz.

Sin embargo, no pude evitar la tentación y con terror pero también con esperanza, me aventuré a lo abominable, repasando páginas repletas de conjuros para despertar a los antiguos amos del mundo y restaurar su reino de horror cósmico. Como era de prever, las compuertas del abismo comenzaron a zumbar su inminente apertura.

En mi celda de la Comisaría 17, espero que un oficial de guardia venga a tomarme declaración por el fuego.


El 23 de abril se celebra en todo el mundo el Día Internacional del Libro, instituido con el fin de fomentar la lectura. Quien tiene un libro, tiene un amigo. Se eligió este día en conmemoración de dos amigos nuestros que tanto han hecho por la literatura: Miguel de Cervantes Saavedra, padre de Don Quijote y Sancho Panza, quien fue enterrado un 23 de abril de 1616, misma fecha y año en la que descendió a la última sombra William Shakespeare, padre de Romeo y Julieta, Otello y Hamlet. Para recordar nuestro amor por los libros, elegimos una leyenda urbana de más de cien años, que sitúa a un libro maldito en la mismísima Buenos Aires.

© Pablo Martínez Burkett, 2012

lunes, 16 de abril de 2012

Un barrilete y un bombín



UN BARRILETE Y UN BOMBIN


La mañana del viernes amaneció lloviznado y encima faltó el cadete así que tuve que salir a hacer el reparto, como cuando era pibe. Volver a andar con la canasta por las calles del barrio a veces trae alguna grata sorpresa.

Al cruzar por el medio de la plaza me topé con un barrilete de papel de diario, clavado en el barro, junto a un charco que reflejaba su magullado destino. De repente, recordé las siestas de mi niñez preparando el engrudo, mientras armábamos el esqueleto con cañas del campito y una corbata para oficiar de cola. Y los nervios de salir a remontarlo frente a la barra expectante, todo un desafío a la hombría incipiente.


Ya no se ven más los barriletes. Los edificios y los cables los fueron postergando hasta el borde de la extinción. Otro de los tantos entretenimientos infantiles que los hijos de este tiempo desconocen. No es que sea enemigo del progreso, al contrario, me causa un indisimulado orgullo ver a mi nieto, el Iñaki, disponer de celulares, controles remotos y computadoras. Y hasta consiento la sonrisa socarrona que esboza cuando advierte que soy incapaz de replicar lo que sus deditos ejecutan a una velocidad prodigiosa. Justamente por eso, mientras iba de regreso para el negocio, pasé por la librería y a pesar del estupor inicial, tras mucho revolver en el depósito, don Cosme desempolvó un par de rollos de papel barrilete y un carretel de hilo.

Como todas tardes, el nene pasó después de la escuela. Si siempre es una felicidad, esa vez lo recibí además con una rejuvenecida alegría. Le dije que tenía una sorpresa. Pensó que era alguna manzana o aún, un huevito de chocolate. ¡Pobrecito!, no entendía nada cuando me vio aparecer con los implementos. Mucho menos cuando le dije que íbamos a construir un barrilete. Casi ni sabía de qué se trataba y la idea de que pudiera “hacerse en casa” en lugar de comprarlo hecho fue toda una novedad. Al principio le costó un montón encontrarle la vuelta a un juego “desenchufado” pero después, chico al fin, se entusiasmó con la pegatina y los piolines. Nos quedó bastante bien y lo dejamos secar con la promesa de salir a probarlo al día siguiente.

No me hizo falta ir a buscarlo. Bien temprano lo tenía tocando timbre. Igual que yo, cuando era pibe, se retorcía de ansiedad. Y allá nos fuimos, al costado de la autopista. El día acompañaba: buen solcito y algo ventoso. Un par de veces estuve al borde del infarto, corriendo a su lado mientras le decía: ¡dale soga, dale soga! ¡Que no cabeceé! ¡Soltalo que ya lo tenés!

Después que el barrilete tomó altura y volaba como un angelito con alas de papel, lo atamos a un aromito y nos tiramos panza arriba a disfrutar de nuestra obra. El Iñaki estaba loco de contento. En un momento me preguntó: ¿Lelo: y qué otras cosas hacías cuando eras chico? ¿Veías dibujitos? Le costó un poco concebir que en mi infancia no había tele ni dibujos animados y que a lo sumo, íbamos a las matinées del cine parroquial donde pasaban películas, series en capítulos del Llanero Solitario o Flash Gordon y algunas cintas mudas de Carlitos Chaplin. Lógicamente, no conocía a ninguno de mis héroes oxidados y no se imaginaba cómo podía ser una película sin sonido. Se me iluminó la lamparita: no podía dejar pasar esa oportunidad de compartir otro pedacito de historia con mi nieto. Nos íbamos a empachar de Chaplín.

Al llegar a casa, mi hija me ayudó a bajar algunos videos de internet y nos sentamos todos juntos a ver al gran Charlot, como le decía mi abuelo. La Abu Leonor hizo pochoclos, apagamos las luces y ¡abracadraba! allí estaba, en anacrónico blanco y negro, el personaje de los ojos repintados, los pantalones bombachudos, los zapatones y el saquito esmirriado, el bastón y el bombín; el bigotito emblemático y la sonrisa zumbona. De sólo verlo caminar, el nene empezó a reírse.


Uno tras otro fuimos despachando los cortos, de ese vagabundo de andar torpe pero con modales de caballero, el truhán famélico pero con espíritu noble, el galán impenitente y el boxeador traicionero. El pobre desgraciado al que hostigaban jefes de porte busto y barbas elocuentes. El trapecista que hacía piruetas sobre una cerca, el artista que era capaz de improvisar un exquisito ballet con unos tenedores y dos panes. O hilvanar las persecuciones más hilarantes con un ejército de policías. Era todo un payaso, que además, se daba tiempo para denunciar los atropellos del sistema, las modernas formas de esclavitud y los peligros totalitarios. Y no le alcanzaba con actuar, asimismo dirigía y escribía las secuencias.

¡Cómo nos reíamos todos! Nos dolía la panza. Cuando se terminó la selección, el Iñaki quiso volver a verla. Mi hija y mi mujer se fueron a hacer sus cosas y yo me quedé a recrearme nuevamente. A la mitad, agotado, el nene se durmió en mi falda. No en vano es el regalón del abuelo. Mientras le acariciaba la cabecita y lo miraba sonreír en sueños me felicité por el día que habíamos tenido. No todo está perdido si la antigua magia de un barrilete y de un bombín todavía puede unir a las generaciones. Y mientras enfocaba las monerías que hacía, revoleando los ojos, meneando el bigotito y saludando vertiginoso con el sombrero le dije en la pantalla: Gracias, Carlitos Chaplín.


Un día como hoy, pero de 1889, nacía en Londres Charles Spencer Chaplin. Fue actor, escritor, director de cine, compositor y productor. También la Reina de Inglaterra lo hizo Sir. Pero siempre lo recordaremos como Carlitos Chaplín, uno de los más grandes actores de la historia.


© Pablo Martínez Burkett, 2012

lunes, 9 de abril de 2012

Xul Solar, uno de los raros de Borges


XUL SOLAR, UNO DE LOS RAROS DE BORGES






Tláloc, acuarela


Lo primero que leí de Borges fue el libro “Ficciones”. Sencillamente, el cerebro me quedo como un plato de mondongo. O más bien, de lombrices. Eso, lombrices. Porque fue como si a mis adormecidas neuronas les hubiera pegado un rayo. ¿Y cómo no? Si ya nomás, en el principio, arranca con un relato de nombre impronunciable llamado “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, que describe a los miembros de una secta que, no satisfechos con insertar un país inexistente en las páginas de una enciclopedia pirata, se ponen a inventar todo un planeta con el que llenan volúmenes y volúmenes de una enciclopedia consagrada íntegramente a este Tlön.

Pero el asunto no se quedaba ahí. La creación de este universo ilusorio no era sino la excusa para que Borges desplegara todos sus planteos habituales en torno a la percepción de las cosas, el engaño de los sentidos y el fracaso del lenguaje. Justo los interrogantes que me hostigan desde siempre. Y si ya no era bastante para quemarle la cabeza a un chico de veinte inquietos años, pronto descubrí que la narración alternaba personajes reales y ficticios, en una deliberada erosión de todos los límites.

No me avergüenza reconocer que en ese tiempo, mi pobre discernimiento incluyó entre los personajes ficticios a Xul Solar, que es de quien vengo a hablarles. Permítanme esgrimir en mi defensa que no era algo tan irrazonable si consideramos que apenas se lo citaba al pasar y como intérprete de uno de los espinosos lenguajes de Tlön. Dice el cuento: “Xul Solar traduce con brevedad: upa tras perfluyue lunó”. Yo sabía que, por ejemplo, Bioy Casares era real pero no podía ser real alguien con ese nombre y que aparte, retorcía el idioma de tal manera. Tenía que ser otra de las bromas de Borges.Sin embargo, al profundizar mis lecturas, advertí no sólo que era tan real como usted que me escucha sino que además, había sido uno de los mejores y más admirados amigos de Borges.
Ahora bien, ¿quién era este significativo y hasta imprescindible Xul Solar?

Hoy nuestras ignorancias se suplen a fuerza de un “click”, pero coincidirá conmigo que oficiar de detective literario casi treinta años atrás no era tan fácil. Finalmente, mis pesquisas confirmaron que, aunque nacido como Oscar Agustín Alejandro Schulz Solari, producto de las alquimias idiomáticas a las que era tan afecto, transmutó apellido paterno y materno en Xul Solar, nombre por el que habría de perdurar. Avanzando en la investigación, pude leer que se definía a sí mismo como “utopista de profesión”. Ya con eso, se ganó toda mi simpatía y me incitó a seguir indagando. Y resultó ser varón polifacético que aunque no dejó rama del arte por transitar, principalmente eligió la pintura y los idiomas para manifestarse.

De muy joven, se inició en la astrología, las ciencias herméticas, la Kabbalah, el Tarot, el budismo, las religiones precolombinas y cuanta mitología tuvo a su alcance. Como un río incontenible, estas ideas lo desbordan y sus acuarelas retratan paisajes de colorida geometría, recargados de símbolos astrológicos, cabalísticos y religiosos. No soy ni remotamente un experto, pero me animo a sostener que su pintura tiene más de sueño fantástico que de cubismo, surrealismo o cualquiera de los “ismos” vigentes en su época.

Dueño de una de las más vastas bibliotecas de Buenos Aires, era asimismo versado en ocho idiomas, cantidad que parece no le alcanzaba para enumerar sus visiones. Así que se le dio por crear la “panlengua”, caldo idiomático con vanas pretensiones de universalidad. También fundó un idioma doméstico, el “neocreol”, que era lo que hoy diríamos un portuñol, enriquecido con otras lenguas indoamericanas. Pero como siempre estaba recreando el universo, sus invenciones se multiplicaban a otros ámbitos. En efecto, animado por el mismo espíritu, se tomó siete años para inventar el “panjuego” que era una suerte de ajedrez con reglas ampliadas conforme la astrología. Si, oyó bien, la astrología, de manera que en la medida que las piezas avanzaban por el tablero según los dictados del horóscopo, la partida podía ramificarse en una obra musical, un poema, un cuadro u otro juego.

¡Cómo para que Borges no lo plantara en Tlön, universo donde el lenguaje fuerza el idealismo a última expresión! Al final de cuentas, mi confusión inicial no estaba tan mal encaminada. Era claro que aunque persona de existencia real, Xul Solar había hecho de sí un verdadero personaje. Y encima, esta conclusión tampoco era novedosa: Leopoldo Marechal lo incluyó como Schultze en su novela “Adán Buenosayres”.

Siempre me causo un íntimo placer descubrir un mundo embotellado dentro de otro mundo. Grande fue la dicha cuando en medio del huracán intelectual de un libro apareció escondida una persona que era todo un universo. En palabras de Borges, un hombre de genio cuya profundidad causaba vértigo.

No me diga que no le hubiera gustado conocerlo y hasta comprarle un cuadro…




Palacio en Bría, acuarela, 1932



Xul Solar, artista inclasificable, adelantado de su tiempo, perseverante inconformista, astrólogo, lingüista, aventurero espiritual, amigo dilecto de Borges, ejerció la felicidad. Nació el 14 de diciembre de 1887 y falleció el 9 de abril de 1963.



© Pablo Martínez Burkett, 2012

lunes, 2 de abril de 2012

Dos de abril






DOS DE ABRIL
The bow of God's wrath is bent, 

and the arrow made ready on the string, 
and justice bends the arrow at your heart, 
and strains the bow, and it is nothing 
but the mere pleasure of God, and that of an angry God, 
without any promise or obligation at all, that keeps 
the arrow one moment from being made drunk with your blood.
Jonathan Edwards
Sinners in the Hands of an Angry God



Con ajustada rutina, paladas rítmicas nos deslizan sobre las olas. Quizás sea el frío. Quizás el mar agitado. O quizás sea flojera, pero no consigo asirme cómodamente a mi remo. Y no hay reparo que pueda moderar a este viento azul que nos empequeñece el alma.
Seis hombres, seis vidas, un cometido. Otros tantos estarán esparcidos a derecha e izquierda en formación de imposible equidistancia. Aún con el grueso pasa montaña, el aliento logra formar nubes de silencioso esfuerzo.

El esfuerzo, el aliento, el ritmo. ¿Cómo no pensar en vos?

Vos, mi mujer. Vos, mi esposa. Vos, mi amante. Vos, mi amiga. Vos, la madre de mis hijos. Vos, mi vida. Vos, la de los ondulantes pechos morenos. Vos, la del anhelado pubis. Vos, la de nuestra última noche, cuando te entregaste como tierra fecunda al abono del viril arado. Vos y el gozoso lamento final, que se convirtió en mudo llanto. Vos, en la puerta de casa; vos y tu beso desesperado antes de perderme en la noche; vos, aún ahora, amparando mi corazón extraviado.

Un apagado murmullo me devuelve al hundir de los remos en las olas esquivas. Un compañero ensaya una plegaria. ¿Debería estar repasando un rezo en lugar de repasar el gozo que me dejaron tus besos? Me río de la forzada rima.

Estoy haciendo aquello para lo que me he preparado toda mi vida. No pude prever, ni en mi más extravagante sueño, que me iba a ser dado conocerte.
Un lejano esbozo de luz anuncia que en esta parte del mundo el sol está pronto para comenzar su carrera, siempre indiferente al destino de los hombres. El bote toca la playa. Soy el primero en pisar la arena de tan queridas islas. Nos miramos. Asentimos. Avanzamos. Ya es tiempo.

¿Seré bravo a la hora de matar? ¿Seré digno a la hora de morir? ¿Tendré tiempo de nombrarte?

Hoy es 2 de abril de 1982.


© Pablo Martínez Burkett, 2005