lunes, 16 de abril de 2012

Un barrilete y un bombín



UN BARRILETE Y UN BOMBIN


La mañana del viernes amaneció lloviznado y encima faltó el cadete así que tuve que salir a hacer el reparto, como cuando era pibe. Volver a andar con la canasta por las calles del barrio a veces trae alguna grata sorpresa.

Al cruzar por el medio de la plaza me topé con un barrilete de papel de diario, clavado en el barro, junto a un charco que reflejaba su magullado destino. De repente, recordé las siestas de mi niñez preparando el engrudo, mientras armábamos el esqueleto con cañas del campito y una corbata para oficiar de cola. Y los nervios de salir a remontarlo frente a la barra expectante, todo un desafío a la hombría incipiente.


Ya no se ven más los barriletes. Los edificios y los cables los fueron postergando hasta el borde de la extinción. Otro de los tantos entretenimientos infantiles que los hijos de este tiempo desconocen. No es que sea enemigo del progreso, al contrario, me causa un indisimulado orgullo ver a mi nieto, el Iñaki, disponer de celulares, controles remotos y computadoras. Y hasta consiento la sonrisa socarrona que esboza cuando advierte que soy incapaz de replicar lo que sus deditos ejecutan a una velocidad prodigiosa. Justamente por eso, mientras iba de regreso para el negocio, pasé por la librería y a pesar del estupor inicial, tras mucho revolver en el depósito, don Cosme desempolvó un par de rollos de papel barrilete y un carretel de hilo.

Como todas tardes, el nene pasó después de la escuela. Si siempre es una felicidad, esa vez lo recibí además con una rejuvenecida alegría. Le dije que tenía una sorpresa. Pensó que era alguna manzana o aún, un huevito de chocolate. ¡Pobrecito!, no entendía nada cuando me vio aparecer con los implementos. Mucho menos cuando le dije que íbamos a construir un barrilete. Casi ni sabía de qué se trataba y la idea de que pudiera “hacerse en casa” en lugar de comprarlo hecho fue toda una novedad. Al principio le costó un montón encontrarle la vuelta a un juego “desenchufado” pero después, chico al fin, se entusiasmó con la pegatina y los piolines. Nos quedó bastante bien y lo dejamos secar con la promesa de salir a probarlo al día siguiente.

No me hizo falta ir a buscarlo. Bien temprano lo tenía tocando timbre. Igual que yo, cuando era pibe, se retorcía de ansiedad. Y allá nos fuimos, al costado de la autopista. El día acompañaba: buen solcito y algo ventoso. Un par de veces estuve al borde del infarto, corriendo a su lado mientras le decía: ¡dale soga, dale soga! ¡Que no cabeceé! ¡Soltalo que ya lo tenés!

Después que el barrilete tomó altura y volaba como un angelito con alas de papel, lo atamos a un aromito y nos tiramos panza arriba a disfrutar de nuestra obra. El Iñaki estaba loco de contento. En un momento me preguntó: ¿Lelo: y qué otras cosas hacías cuando eras chico? ¿Veías dibujitos? Le costó un poco concebir que en mi infancia no había tele ni dibujos animados y que a lo sumo, íbamos a las matinées del cine parroquial donde pasaban películas, series en capítulos del Llanero Solitario o Flash Gordon y algunas cintas mudas de Carlitos Chaplin. Lógicamente, no conocía a ninguno de mis héroes oxidados y no se imaginaba cómo podía ser una película sin sonido. Se me iluminó la lamparita: no podía dejar pasar esa oportunidad de compartir otro pedacito de historia con mi nieto. Nos íbamos a empachar de Chaplín.

Al llegar a casa, mi hija me ayudó a bajar algunos videos de internet y nos sentamos todos juntos a ver al gran Charlot, como le decía mi abuelo. La Abu Leonor hizo pochoclos, apagamos las luces y ¡abracadraba! allí estaba, en anacrónico blanco y negro, el personaje de los ojos repintados, los pantalones bombachudos, los zapatones y el saquito esmirriado, el bastón y el bombín; el bigotito emblemático y la sonrisa zumbona. De sólo verlo caminar, el nene empezó a reírse.


Uno tras otro fuimos despachando los cortos, de ese vagabundo de andar torpe pero con modales de caballero, el truhán famélico pero con espíritu noble, el galán impenitente y el boxeador traicionero. El pobre desgraciado al que hostigaban jefes de porte busto y barbas elocuentes. El trapecista que hacía piruetas sobre una cerca, el artista que era capaz de improvisar un exquisito ballet con unos tenedores y dos panes. O hilvanar las persecuciones más hilarantes con un ejército de policías. Era todo un payaso, que además, se daba tiempo para denunciar los atropellos del sistema, las modernas formas de esclavitud y los peligros totalitarios. Y no le alcanzaba con actuar, asimismo dirigía y escribía las secuencias.

¡Cómo nos reíamos todos! Nos dolía la panza. Cuando se terminó la selección, el Iñaki quiso volver a verla. Mi hija y mi mujer se fueron a hacer sus cosas y yo me quedé a recrearme nuevamente. A la mitad, agotado, el nene se durmió en mi falda. No en vano es el regalón del abuelo. Mientras le acariciaba la cabecita y lo miraba sonreír en sueños me felicité por el día que habíamos tenido. No todo está perdido si la antigua magia de un barrilete y de un bombín todavía puede unir a las generaciones. Y mientras enfocaba las monerías que hacía, revoleando los ojos, meneando el bigotito y saludando vertiginoso con el sombrero le dije en la pantalla: Gracias, Carlitos Chaplín.


Un día como hoy, pero de 1889, nacía en Londres Charles Spencer Chaplin. Fue actor, escritor, director de cine, compositor y productor. También la Reina de Inglaterra lo hizo Sir. Pero siempre lo recordaremos como Carlitos Chaplín, uno de los más grandes actores de la historia.


© Pablo Martínez Burkett, 2012

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