viernes, 21 de diciembre de 2012

“El Conventillo de Caminito”




 Cacareaba la matrona. Esa veterana bien fané que era dueña del convoy. Yo estaba de apoliyo en la catrera, disfrutando un berretín de lujo: se me piantaba una lágrima mientras me casoriaba con el budín de mis sueños. Y entonces, empezó a los saques limpios la vieja.

—¡Garpá el alquiler sanguijuela! —rezongaba mientras zurraba la puerta del cotorro. Se notaba estrilenta la jovata.
—En una semana me van a pagar unos morlacos… sea paciente doña, ahora estoy forfait, no sea quilombera… —le decía yo, algo julepeado.
—Mirá atorrante… si no me das la moscarda mañana, te doy el olivo a escopetazos. ¿Oíste? —chamuyaba la vieja.

Caminito se aturdía de tangos bajo el bacanaje importado. Había mucha biyuya por la calle; mucho bochinche, como cada domingo de sol. Yo balconeaba a los turistas; y les susurraba: “Pasen y vean muchachos, vengan a calar el conventillo; que Juana, la vieja más fulera de La Boca, les va a mostrar el color del galgueo. También está Virginia, una Lora fina según los alcachofas. Milonguera, budinazo de alta gama; de limones prominentes y faroles cristalinos”. Virginia, que a pesar de serlo, no parecía hija de Juana.



Vengan a echar unos gruyos a este conventillo. Los pájaros son los únicos felices aquí. Miran todo desde arriba, desde lejos, igual que ustedes. El único meódromo de la pensión, está lleno de impermeables tapando el desagüe. Yo pensé que un matadero me iba a servir de lufanía para mi alambrada; pero, entre el quilombo de toda la mersada, solo me salen morondangas... Así que escabio alpiste berreta y me apoliyo, casi siempre en curda.

—Tengo la escopeta cargada eh… —murmuraba doña Juana tras el cerrojo— cuento las horas eh…

No me jorobaban las amenazas de una vieja cachusa. Yo llevaba tres semanas sin garpár la pieza; una semana más, no haría diferencia.



Aquella noche, mientras le daba al escabio en el patio, y rasgueaba la alambrada, la vi entrar a Virginia. Estaba bien curdela ella también; así que aproveché y le pellizqué el bombo; ni se inmutó la Lora; y no vaciló un minuto en meterse a mi pieza.

Nunca se me había dado un fierrazo con un yiro. Virginia era una percante erudita. Yo estaba empedado y me olvidé el impermeable. Un hijo “Giliberto” iba a tener; un poco de mí y quién sabe, otro poco de miles de anónimos.

Salió lindo igual; la vieja lo tomó bien, y cuando empezó a quedarse gagá, decidió dejarnos el conventillo; se retiró a ver la tele, y en dos años, se fue por la rejilla.

Montamos la amueblada para turistas. Y en honor a la vieja, embalsamamos su cuerpo y lo expusimos bajo del zaguán. Actualmente no somos cogotudos, pero tenemos un buen pasar. Virginia dejó de hacer la calle; ahora sus aptitudes son solo mías. El nene es bueno, pero no se parece mucho a mí. Por primera vez en mucho tiempo, se me iluminó el mate y pude componer unos tangos decentes. Y si… somos una familia feliz, viviendo en Caminito…



Un 21 de diciembre como hoy, pero de 1962, en Buenos Aires, se fundaba la Academia Porteña de Lunfardo, dedicada al estudio del habla popular argentina. Originalmente, la jerga del lunfardo era utilizada por marginales y personas de clase baja. A principios del siglo XX, el lunfardo comenzó a estilarse en el tango. Muchos de los tangos más conocidos actualmente, poseen en sus versos, la preciosa poética del lunfardo.


Martín Kaos


jueves, 20 de diciembre de 2012

Cosmos: un viaje personal




 Al principio la convivencia fue difícil, un poco frustrante, como casi siempre. El Oso había esperado grandes revelaciones, aventuras, terrores, visiones sobrecogedoras o al menos repugnantes, una iniciación paulatina y emocionante en los misterios profundos del cosmos; había esperado días y semanas, observando cada gesto, atento a descubrir algún secreto que le permitiera entrever un desgarro en la fábrica misteriosa del cielo estrellado, pero no había obtenido nada. Amigo era muy tranquilo y silencioso, muy metódico, y cuando se concentraba en sus tareas, a simple vista minúsculas pero demandantes de toda la atención del universo, ni siquiera lo registraba.  


Amigo había llegado una noche de noviembre, casi de madrugada. La puerta de la casita de El Oso estaba abierta de par en par, para soportar mejor el calor agobiante; adentro zumbaban el turbo, el ventilador de la cpu, la radio modificada para captar cualquier posible transmisión extraterrestre cuando finalmente ocurriera. El Oso estudiaba la trayectoria de las últimas sondas, examinaba planillas y fotografías, se servía gaseosa, daba los últimos retoques a su maqueta de una hipotética estación robótica en la superficie marciana; los golpes en el mosquitero metálico, en cierta manera, no lo sorprendieron. 

 
El visitante había adoptado la forma exterior de su ídolo de toda la vida; le agradó ese detalle. La polera setentosa, el blazer desprendido, la raya al costado, la sonrisa amplia de dientes perfectos. El Oso abrió el mosquitero y lo invitó a pasar.
-Bienvenido. Mi nombre es Tomás, pero me dicen El Oso. Sabía que esto pasaría alguna vez. Por favor entre. ¿Cuántos son?
-Sólo yo –el visitante advirtió que El Oso le miraba las manos, de siete dedos cada una-. Ups, disculpas –se excusó mientras los cuatro dedos supernumerarios se reabsorbían en los cantos de las manos.
-Apenas un detalle, no se preocupe. ¿Cómo se llama, de dónde viene?
-Llamame simplemente Amigo. 

 
Así, sin más preámbulo, había comenzado su convivencia. Amigo era muy callado, y había esquivado todas las preguntas sobre su origen, los viajes interplanetarios o la vida en otras galaxias. Había sabido ocultar muy celosamente su nave; El Oso no había podido encontrar ningún rastro, ninguna brizna de pasto chamuscado en kilómetros a la redonda. Desde esa primera madrugada, eso sí, se había preocupado por organizar y repartir de la manera más eficiente las tareas domésticas; al parecer, no tenía tiempo que perder.
Su rutina era distinta cada día, y a la vez siempre igual. Amigo aplicaba su curiosidad insaciable y milimétrica a algún fragmento diminuto del entorno: observaba durante horas las pelusas debajo de la cama con un anotador en la mano; se dedicaba a recolectar las espinas verdes y marrones del pino frente a la casa, sólo para quemarlas, de tres en tres, después; medía los componentes del aire en distintos lugares; hundía la mano hasta la muñeca en un balde lleno de arena, la sacaba y la volvía a hundir. El Oso vacilaba entre seguirlo a todas partes, pendiente de que le revelara –tal vez sin querer- alguna de las impresiones que hubieran dejado en él sus viajes por el espacio, y resignarse de una vez al hermetismo de su huésped para volver al paisaje acogedor de sus planillas, sus estudios de ondas, sus foros de aficionados y archivos desclasificados. 


La noche del diecinueve de diciembre, mientras cenaban, Amigo anunció:
-Mañana me vuelvo. Tengo un viaje largo por delante.
-Por favor llevame, Amigo. Me preparé toda mi vida para esto. Quiero verlo todo, al menos una parte, aunque eso implique no poder volver nunca más.
Amigo lo pensó unos segundos.
-Bueno.
Esa noche, por primera vez, El Oso apagó la radio. Durmió profundamente, para juntar fuerzas, y al día siguiente partió para no volver nunca más. 

 
El 20 de diciembre de 1996, a los sesenta y dos años, murió Carl Sagan, astrónomo, astrofísico, cosmólogo, escritor y divulgador estadounidense. A lo largo de su carrera promovió la búsqueda de inteligencia extraterrestre a través de diversos proyectos. Fue y sigue siendo muy popular por sus libros de divulgación científica y la serie documental Cosmos: un viaje personal, de 1980. Está considerado uno de los divulgadores más populares e influyentes, responsable de haber despertado y alimentado muchas vocaciones científicas a lo ancho del mundo.

 
dibujos 1, 3 y 4 de Dolores Alcatena
dibujo 2 de Fer Gris
dibujo 5 de Ricardo De Luca
dibujo 6 de Joaquín Bordeu Barassi
texto de María Eugenia Alcatena

miércoles, 19 de diciembre de 2012

El Mago


En un teatro perdido de Nassau, Nueva York, el paño azul aterciopelado que cumple con eficacia la función de telón se descorre lentamente. Las poleas y los rieles ya oxidados emiten un chirrido agudo, casi imperceptible, como si se quejaran de la fatigosa y monótona tarea que cada día de gala les toca llevar a cabo. Las luces bajas de los candiles distribuidos espaciadamente tiritan en el borde del entablado de madera oscura.
Al mismo tiempo, una figura elegante surge desde la sombría profundidad del escenario y avanza segura hacia el proscenio. Bajo la recia capa de fieltro luce atuendo de etiqueta, negro como su pelo, tirante, brilloso. Un pañuelo de seda distingue con una pizca de blanco la chaqueta de cola larga, lo mismo que los extremos de los bolsillos de la camisa de cuello diplomático. Las bandas de raso a cada lado de las perneras del pantalón del Mago se deslizan como una pincelada de barniz desde la cintura hasta los tobillos. El chaleco obligatorio y el par de guantes de seda blanca, junto con el sombrero alto y un bastón, completan el impecable vestuario.
El público observa atento el desplazamiento preciso del hombre. Hay, en la última de las butacas, un niño solo. Aguarda, igual que todos, desafiante, expectante, impaciente, la primera ilusión.
Los ojos del Mago se detienen en cada uno de los presentes, los invade, los penetra con su mirada filosa. No sonríe ni deja entrever gesto alguno de correspondencia para con su público ansioso. Desde el foso de orquesta comienzan a sonar vibrantes y hondas las cuerdas de un chelo. Se oye también, muy tenue, un tamborileo de frecuencia creciente.
El Mago deja su capa a un costado, sostiene con sus dos manos el fino bastón en alto para que pueda apreciarse. Entonces lentamente abre sus brazos y la vara de ébano indio queda suspendida, inmóvil frente a él, dividiendo simétricamente en dos la imagen mesiánica de su cuerpo grande. La música cobra vigor y las miradas atónitas de los espectadores comienzan a columpiarse al compás del bamboleo del bastón, que el Mago acompaña con los brazos a la distancia. Como en estado de hipnosis, Mago y bastón bailan por el escenario, se mueven con tan perfecta sincronización que no podría afirmarse cuál de los dos gobierna a quién. Van y vienen. Improvisan los movimientos de una danza virtuosa. Vienen, giran, van. Entonces la música se detiene. Abajo, el auditorio entregado por entero al carisma del artista admira cómo la materia dura y resistente del tirso delgado se vuelve flácida y blanca, se vuelve en toda su extensión una tira de seda que el Mago recoge de un manotazo suave en el aire y coloca alrededor de su cuello.
El niño exclama algo ininteligible desde su butaca, casi no respira. Al mismo tiempo siente que algo se está despertando en su interior.
El Mago vuelve a plantarse inmutable en el centro de la escena. Jala de un extremo la flamante chalina y con su otra mano acaricia la prenda suave de punta a punta. Repite dos veces el movimiento, casi con nostalgia, en el silencio quieto del teatro. Pliega la seda, la eleva despacio, y con un fuerte tirón que da inicio otra vez a la música grave, la extiende dejando libres, como una bendición, cuatro tórtolas blancas. Mientras los violines resuenan violentos, la sala queda completamente a oscuras.
En la última de las butacas de un teatro perdido de Nassau, Nueva York, el niño acaba de decidir su futuro.


El 19 de diciembre de 1967, en Nassau, nació Christopher Nicholas Sarantako, el ilusionista que, sin variar sustancialmente el repertorio de números tradicionales, con su estética motoquera-gótica-callejera cambió radicalmente los parámetros de la “magia clásica”, que ya venían ablandando otros magos como David Copperfield o David Blaine.
Se lo conoce como Criss Angel, y fue el único ilusionista en ganar cinco veces el premio Merlín entregado por la Asociación Internacional de Magos. En 2009, recibió el premio al “Mago de la década”, entregado por la misma asociación. En 2005 fue nombrado “Mago del año” por la Academia de Artes Mágicas.

lunes, 17 de diciembre de 2012

No me pongo más de novio con una loquibambi así





NO ME PONGO MÁS DE NOVIO CON UNA LOQUIBAMBI
Apelo a la benevolencia del público. Necesito ayuda. Mi novia está mal. Muy mal. Cuando la conocí, enseguida me enamoré de ella. Estaba más buena que comer el pollo con la mano. Eso sí, un poquito rara, tengo que admitirlo. Y no tanto porque se creyera extraterrestre sino porque se autoproclamaba como el ser perfecto. Bueno, un poco perfecta era. No tenía ojos sino dos carozos azules que avergonzaban al cielo. Y un físico, que sin ser exuberante, cortaba el aliento. Mis amigos no lograban explicarse cómo semejante diosa me había dado bolilla. Pero uno tiene lo suyo, ¡qué embromar! Lo que pasa es que a veces se le trastornaba el balero. En esa época que todo empezó, usaba de vestido unas vendas que apenas si la tapaban y se le había dado por hablar un idioma anómalo mezcla de delfín con chimpancé.
Y si es por hablar… pensé que era el acabose cuando se le dio por afirmar que hablaba con Dios. Sí, con Dios, como lo escucha. Se cortó el pelo como un cepillo y si no la detengo, pretendía andar todo el día de armadura proclamando no sé qué guerra santa. Diga que uno la quiere, que si no….
Y después, bueno, ya mordimos la banquina. Un día arrancó con que un experimento secreto se salió de las manos, que era una epidemia global, que una turba de zombis hambrientos venía por toda la humanidad. Ningún esfuerzo por calmarla surtió efecto. Cada vez estaba peor. Todo era culpa de una corporación todopoderosa, maligna como ninguna otra, capaz de las peores villanías. Y que encima, mandaba comandos para atraparla, sacarle sangre y obtener el antivirus contra la plaga. No había forma de razonar. Estaba paranoica a más no poder. Y dale que va con las mutaciones de pelo y ropa. Pero esta vez no le alcanzó con disfrazarse. No sé de dónde sacó dos cuchillos de gurkha... ¡Cuándo mi madre la vio así!... No paraba de quemarme la cabeza: ¡esa chica no te conviene, te va a arrastrar a su locura!
Por un tiempo nos separamos. No podíamos seguir. Pero cuando la ví, sensual, extravagantemente bella, me volví a enamorar. Trabajaba como asistente de un diseñador de modas un poco exótico. Hasta que me di cuenta que nada había cambiado, que era la mala de siempre, disfrutando de las fechorías que cometía a un grupo de modelos masculinos, tontos como un zapallo.
Le hablé con palabra amable pero firme. Me prometió que iba a intentar controlar su problemita de personalidad múltiple. Tonto de mí que le creí. Al comienzo fue prometedor, regresó a su profesión de psicoterapeuta. Me pareció un poquito extremo que quisiera ejercer en Alaska pero no le dije nada, todo sea por volver a estar juntos. Se dedicaba a pacientes con dificultades para dormir. Me empezó a mandar algunos videos inquietantes donde los entrevistados juraban que seres de otro planeta los habían secuestrados. Aunque comprendí que lo nuestro había terminado, no la pude dejar. Si hasta la ayudé con algunas traducciones del idioma antiguo que hablaban los extraterrestres. Siempre me interesó la Historia y comprobé que era sumerio.
Hice un último esfuerzo. Más llantos y más promesas incumplidas. Ya no sé qué probar. Ojalá alguien de la audiencia se apiade de mí y me pueda ayudar en mi desesperación. Ahora está otra vez con la monomanía que le agarra más o menos cada dos años. Sí, la del virus-T, la plaga zombi, clones enardecidos, ciudades devastadas y la corporación maligna, jugando a Dios.
Bueno, mejor me callo, a ver si la saco de esta pesadilla recurrente y vuelve a la otra, esa, donde hablaba con el Jefe de arriba. Por más buena que esté, es la última vez que salgo con loquibambi semejante.
En un día como hoy, pero de 1975, nacía la actriz Milla Jovovich que ha interpretado papeles protagónicos en películas como “El Quinto Elemento”; “Juana de Arco”, “Encuentros del cuarto tipo” y la saga “Resident Evil”. Además, es modelo y cantante.
© Pablo Martínez Burkett, 2012

jueves, 13 de diciembre de 2012

Lucía




Cuando la primavera estalla, el mundo, que es viejo, árido y rocoso, rejuvenece de pronto y es como si todo volviera a ser creado por primera vez. Así era entonces: los frutos colmaban las ramas, las cosechas se acumulaban, el agua corría fresca y cristalina, los colores refulgían, el vino endulzaba los labios, los cuerpos se llamaban, todo florecía y Lucía también. Los dioses estaban en todas partes, al alcance de la mano, y en nada resplandecían tanto como en la belleza de Lucía, más luminosa ella sola que todo el panteón reunido.
¡Lucía, no huyas! Somos jóvenes, no vamos a serlo por mucho tiempo. No lo desperdicies en togas virginales, penitencias y encierros. Lucía siempre había sido un poco rara, pero estaba tan hermosa.
¿Qué es lo que te gusta de mí?, suplicó con la voz entrecortada por la agitación, mientras la perseguía entre los laureles. Lucía, Lucía: cómo responder esa pregunta imposible. Todo en ella me gustaba: su aliento espeso, la piel de oliva, su contención, sus manías (que cada tanto la poseían y la hacían lastimarse hasta sangrar), el olor acre de su pelo, las manos casi siempre juntas, su manera de estar sin estar; me gustaba tanto que la hubiera cuidado y mimado siempre, hasta que la muerte nos segara. Pero Lucía esperaba una respuesta, así que miré sus ojos ligeramente extraviados y le dije: tus ojos; tus ojos que buscan cosas de otro mundo pero brillan en este.
Fue todo tan rápido que no pude hacer nada para evitarlo. Lucía sacó una daga de entre sus vestidos y se arrancó los ojos, primero uno y después el otro, sin titubear. Yo caí de rodillas, horrorizado. La sangre le corría por la cara y el pecho, empapaba sus ropas, le mojaba los pies. Ya está, podés llevártelos, y me sonrió espantosamente mientras me miraba desde sus cuencas vacías: dos agujeros negros y resecos, opacos, en los que ya jamás brillarían los dioses.      
                                                        *
         
El 13 de diciembre se celebra la fiesta de Santa Lucía, una mártir cristiana que vivió y murió en Siracusa en tiempos del emperador Diocleciano. Por el significado de su nombre (“la que porta luz”) y su leyenda se la venera como patrona de la vista, los ciegos y las enfermedades oculares; sus devotos suelen ofrendarle ojos de oro, plata o pastelería.

dibujo de Fer Gris
texto de María Eugenia Alcatena

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Chingaquedito, pobre chilango


—Corré, Juan Diego, corré y decí lo que viste. Lo que pasó acá. ¡Rápido!
Recoge un puñado de las piezas tibias que encuentra en el suelo y busca la salida. Se oyen explosiones, aullidos de perros, un silencio de apenas un segundo, o dos, de fondo una canción demasiado triste para ser una ranchera y la misma voz que repite ¡rápido!
Juanito corre, corre como un animal desesperado, a pesar de no haber dormido, hundiendo los pies desnudos en el barro, limándose las plantas con la lija del asfalto, rompiéndose las uñas con el canto de las piedras. Corre porque se lo ordenan, porque tiene miedo, miedo de lo que vio, miedo de que si tarda como la otra vez, como las otras veces, vuelvan a despreciarlo y a no creerle. Hizo un paquete con la remera enrollada sobre su pecho y no lo va a soltar hasta que llegue.
Intenta hacer un camino más rápido y zizaguea por los corredores, siempre bajando, para dar con la avenida. Pero en Insurgentes se encuentra con una multitud extraña que avanza lentamente y le corta el paso. Tocan tambores al ritmo de su carrera, sacuden cañas que suenan como víboras de cascabel. Juanito atropella a los caminantes y por un momento se pierde en la procesión. Da manotazos, empuja, se sostiene la remera. Juanito ya vio una vez lo que ahora va a contar si llega, y piensa que puede llegar si la gente se corre, pero al mismo tiempo siente que se le gasta la fuerza y que las piernas quieren dejar de responderle. Lo vio aquella vez y enseguida bajó a contarlo para que hicieran algo, el pedido era claro, pero tardó mucho en llegar y cuando habló lo tomaron por alucinado.
Puede ser que sí, que esté alucinando: hay hombres que llevan enormes coronas de plumas, mujeres que bailan y saltan y giran, y viejos balbuceantes que miran relicarios y los besan. Juanito corre y se acuerda de que hubo una segunda vez en la que llegó más rápido y en la que encontró alguien que parecía creerle, que le hizo muchísimas preguntas, que le pidió pruebas y que terminó dejándolo solo, hablando solo, mientras atendía a otras personas, les hacía preguntas y les pedía pruebas.
Son casi las seis de la mañana y Juanito está cerca, pero el tumulto cada vez es mayor, avanzar es cada vez más difícil. Las personas tienen el cuerpo pintado, los torsos cubiertos de collares ruidosos. La bolsa de tela que es su remera también encierra cosas que hacen ruido. Y el también tiene el cuerpo pintado. Se mira las piernas y no entiende cómo. Si llega disfrazado no van a tomarlo en serio y allá arriba la cosa debe estar peor.
Los ríos de gente desbordan las calles. Juanito va a la deriva. Las corrientes desembocan todas en un solo lugar. Es una plaza con un edificio enorme y circular en el centro. No es adonde él quiere ir, no. Pero lo arrastran. Los tambores lo aturden y le vibran en el cuerpo que ya no da más. Las puertas del edificio se abren y como si drenara por algún hueco subterráneo, la marea entra y entra y entra y Juanito no entiende a dónde va a parar la gente y él entra también metido a la fuerza.
Adentro los tambores se apagan. Hay miles de velas encendidas. Hay un pasillo libre y al final la imagen de la santa madrecita. Él debía llegar a la comisaría, pedir protección, y terminó en una iglesia. Cae de rodillas, sobre el mármol frío tintinean las cabezas de diez casquillos quemados que son la prueba de que en el barrio la cosa está mala. Las balas con que mataron a uno de los jefes. Un lamparón rojizo se extiende desde el cuello de la remera de Juanito hasta la cintura. Los fieles miran completamente sorprendidos. No es una mancha curiosa, es una mancha de sangre. 


Los 12 de diciembre se celebra en el mundo la última aparición de la Virgen de Guadalupe al indio Juan Diego Cuauhtlatoatzin en el cerro del Tepeyac, en 1531. Esa vez la Virgen hizo crecer rosas en una zona desértica para que Juan Diego las llevara al obispo como una prueba de la verdad de las palabras del indio y para que por fin atienda el pedido divino: que en el cerro se construya un templo mariano. Cuando Juan Diego estuvo frente al prelado, cuenta la historia que desenrolló su manto, cayeron las rosas, y para sorpresa de ambos quedó grabada en el lienzo la mismísima imagen de la Virgen morena.
Hoy en el cerro de Tepeyac se alza la Basílica de Santa María de Guadalupe, y dentro se protege el manto aquel, que se conserva intacto. Los 12 de diciembre de cada año se venera a la Virgen con fiestas y misas, y más de cinco millones de devotos visitan la Basílica.

lunes, 10 de diciembre de 2012

La risa, indestructible arma de seducción




LA RISA, INDESTRUCTIBLE ARMA DE SEDUCCIÓN
Éramos amigos desde Jardín de Infantes y en los últimos años de la facultad, seguíamos tan unidos como siempre. Mi abuelo nos había bautizado “Los Cinco Grandes del Buen Humor”. Y más allá del anacronismo, el nombre nos calzaba perfecto, porque éramos unos payasos. En las reuniones familiares, en las fiestas, con las chicas, las carcajadas corrían por nuestra cuenta. Tito Rosales decía que si el camino al corazón del hombre pasaba por el estómago, el camino al corazón de una chica, pasaba por sacarle una sonrisa.
Y en eso todos nos habíamos especializado. Bueno, todos no. El Gordo Baldasarre era un desastre. Se mancaba. El más gracioso, el más chispita de la barra, frente de una mujer, se convertía en un salame sin remedio. Por eso le habíamos puesto fichas cuando nos dijo que Matilde, la del cine-club, lo había invitado a ver una película a su casa. El Gordo fue dispuesto a fumarse la película iraní de turno o la última revelación del cine chino con tal de ligar algo.
En esa época, no había celulares ni email, de modo que tuvimos que aguantarnos hasta el otro día. A la mañana siguiente, nos juntamos a desayunar antes de ir a clases. El Gordo llegó más tarde. Nos codeamos, cómplices. Se sentó y arrojó: -Loco, no saben lo me pasó anoche-
Dispuestos a recrearnos con un relato no exento de lúbricos detalles, suspendimos la masticación de una medialuna que había visto días mejores y lo urgimos: – ¡Dale Gordo, desembuchá!
- ¡Qué película ¡ -dijo nuestro amigo.
– ¿Te puso una porno? -no se aguantó Carlitos Mendy. Todos lo miramos para que se callara y le dimos pie al Gordo para que rompiera el silencio de una buena vez….
-Fue una cosa de locos…. –arrancó el Gordo- era sobre unos extraterrestres que venían a la Tierra para convertir a los muertos en zombis asesinos y así exterminar a la raza humana. Parece ser que el descubrimiento de la bomba atómica había provocado un desequilibrio galáctico que los cosos estos no podían consentir. Y muchachos…, no se imaginen que los marcianos eran algún bicho raro: lo único que tenían de alienígenas eran los trajes plateados. Y no les digo los platillos voladores que eran… exactamente eso, platos atados con piolines a la vista. La escenografía era de cartón pintado, pero con tanto impudor... Era de no creer. Una escena, estaba filmada a la luz del día, en el cuadro siguiente, pasaba a noche cerrada y otra vez, a pleno sol.
-Gordo –interrumpió nuevamente Carlitos- la Matilde esta es una fenómena, te puso algo en el copetín para que no te hicieras el oso ¡y viste cualquiera!
-No muchachos, no… palabra que es lo que ví… no se podía creer – se defendió el Gordo – en la estación espacial de los marcianos, toda la decoración se reducía a un cortinado y una mesa, con electrodomésticos de Héctor Pérez Pícaro. El ejército los atacaba con cohetes pero la acción era de una cinta de guerra…. No les puedo decir la tracalada de burradas que tiene la película… Los zombis no asustaban ni a mi sobrinito de tres años. ¡Cómo nos reíamos! Y todavía no les conté lo más increíble –siguió el Gordo- ¡aparece Bela Lugosi! Sí, sí, reviejito. No habla, la peli empieza en un campo santo donde están enterrando a su mujer, después se muere de tristeza y lo sepultan en el mismo cementerio donde las lápidas son de papel maché y es todo un desastre. Enseguida resucita haciéndose el Drácula, pero doblado por un actor que nada que ver. La esposa muerta, también resucita y parece una chica Divito. Me dijo Matilde que era Vampira, una presentadora de cine de terror de los 50’. Una cosa de locos. Nuestras carcajadas se deben haber escuchado desde la planta baja.
-Gordo- lo urgió Carltios- ¿arrimaste el bochín, sí o no?
--Che, que uno es un caballero y esas cosas no se cuentan. Solo les digo que esta noche nos juntamos para ver otra del mismo director, donde además actúa de travesti…Matilde dice que es aún peor. No puedo imaginarme cómo…Ya me estoy riendo a cuenta.
Matilde y el Gordo se casaron. Yo soy el padrino del nene más grande. Desde entonces somos fanáticos de las películas de Ed Wood.
En un día como hoy, pero de 1978, fallecía Ed Wood, director, productor y guionista del cine americano. Fue calificado como el peor director de todos los tiempos y sin embargo, se ha convertido en un director de culto. Su obra es valorada desde distintas perspectivas, al punto que Tim Burton rodó una película sobre su vida, con Johnny Depp en el papel protagónico.
© Pablo Martínez Burkett, 2012

viernes, 7 de diciembre de 2012

Música de Carreteras




 Muchas de las cosas que escribo suceden mientras manejo. Paso la mayor parte de mis días circulando por autopistas y rutas. He adquirido cierta sabiduría acerca de embudos de tránsito, accidentes, riñas, etc. Creo que podría escribir un ensayo sobre La Neurosis de los Automovilistas. Si usted ha manejado durante una cantidad de tiempo considerable, estará de acuerdo conmigo en que la mayor cantidad de asesinos potenciales se encuentran surcando avenidas y autopistas. Si, ya sé que no he descubierto nada nuevo; pero déjeme decirle algo más, la violencia en las carreteras no es una cuestión de marginalidad social o falta de educación; por el contrario, los peores criminales al volante, en una gran mayoría, son los distinguidos señores de la clase media alta. Los que tienen autos costosos y veloces, que son capaces de pasarlo por arriba si usted comete el fatal error de respetar los límites de velocidad. Por lo general, uno se cruza a estos infradotados en las grandes autopistas del norte del conurbano; es fácil reconocerlos, ya que manejan a velocidades  siderales, amedrentando con las luces altas a quien ose manejar a menos de 150 kilómetros por hora.


Para lidiar con las rabietas que estos “subnormales” me producen cada vez que se me pegan al baúl del auto de manera prepotente, arriesgando mi vida sin mi consentimiento; debo armarme de paciencia, ignorarlos, y hacerme a un lado cuando, como dice vulgarmente mi padre: “cuidado que viene echando putas”, o, más diplomáticamente: “cuidado que viene como un bólido surcando un camino del que se cree amo y señor”. Esta última descripción, puede ser una metáfora de la filosofía de vida que tienen estos individuos. Dime como manejas y te diré quien eres…

Otras de las cosas que hago para conservar la serenidad al volante, es escuchar música; todo el tiempo, a toda hora. Puedo soportar que mi auto se quede a mitad del camino con el radiador echando humo, o que se le pinchen los cuatro neumáticos al mismo tiempo; puedo lidiar con eso sin ser víctima de una crisis nerviosa. Pero si hay algo que me desespera, es no tener música para escuchar mientras conduzco. Y si hay algo que me desespera más aun, es llevar a una copiloto como mi madre, que hace unas dos horas me está torturando con las canciones de Armando Manzanero. Y como si esto no fuese demasiado, las va cantando a toda voz mientras mira por la ventana del auto. Así que decido cambiar de música, porque tanta melosidad esta a punto de producirme gastritis. Coloco mi CD de Tom Waits, y respiro aliviado. Mi madre se queda mirándome en silencio; aun sin observar sus ojos, siento su mirada escamada clavada en mi sien.


            —¿Me quitaste a Manzanero para escuchar esta porquería?... –pregunta despectivamente.
—No es una porquería, es Tom Waits, y me gusta. Llevo dos horas escuchando Tu música… ahora me toca a mí…
—Yo no sé de donde sacaste tu mal gusto por la música, de mí seguro que no; y de tu padre lo dudo. ¡Por Dios! ¡La voz de ese hombre! ¿Lo hace a propósito o es natural cantar con la flema burbujeando en la garganta?...
—Mamá, Tom Waits es un gran músico, un referente de rock y un gran poeta; y esa es su manera de cantar. Su estilo.
—¿Estilo?... yo, sinceramente, no entiendo tu concepción de “estilo”.
—El estilo es aquello, que aun siendo excéntrico, le otorga identidad al artista.
—Pues, perdón mi ignorancia, pero para mí eso no es estilo, es pura “sordidez”.
—Es natural que pienses eso a tu edad… no voy a ponerme a discutir las diferencias abismales entre Armando Manzanero y Tom Waits.
—La edad no hace al buen gusto querido… y si, son bien abismales las diferencias entre ambos cantantes, uno te hace volar de amor, y el otro te hace volar los tímpanos.
—No pienso seguir discutiendo; estas siendo demasiado subjetiva… yo soy más liberal con la música; y si bien no soy un asiduo de los boleros, me gusta escucharlos de vez en cuando. ¡Pero no durante dos horas seguidas!…
—Bueno… yo si tengo que escuchar a este… “Tom Waits” durante dos horas, creo que me tiraría por la ventana… en fin, creo que no aprendiste nada con todos esos bellos discos que te hacía escuchar cuando eras chico… —concluyó mi madre, mientras desviaba su mirada otra vez hacia el camino.



 Bajé el volumen del estéreo y le susurré: “Contigo aprendí, que yo nací el día en que te conocí…

Un 7 de diciembre como hoy, pero de 1935, en Yucatán, México, nacía el cantautor Armando Manzanero; autor de numerosos temas románticos, entre los que se destacan: “Contigo Aprendí”, “Somos Novios”, y “Esta tarde vi llover”. También un 7 de diciembre, pero de 1949, nacía en California, el actor, y cantante de rock, blues y folk, Tom Waits.


Martín Kaos