jueves, 6 de diciembre de 2012

El gran O




Finalmente, tras trece años de ausencia y misterio, la espera había terminado. Los reflectores se encendieron y ahí estaba, parado en el centro del escenario, como si el tiempo no hubiera pasado. Jopo negro, traje negro, lentes negros, guitarra negra; una silueta oscura intentando esconderse entre las luces, separada de todo a su alrededor. Entonces, sin ningún preámbulo, entreabrió la boca y cantó.
Su voz, limpia y trémula, no salía de su garganta sino de más adentro, más profundo, y ocupaba el teatro entero, vibrando y resonando en todas las cosas al mismo tiempo. Un hechizo de otro mundo hecho de planicies, sueños y lágrimas invadió el lugar y los corazones. Cada canción se encadenaba con otra, tan perfecta y extraña como la anterior, y mientras tanto, imperceptiblemente, se movía la noche.
Sólo Marta escapaba al influjo de la voz. Había aguardado esta oportunidad durante muchos años, desde la adolescencia, como para dejarse embrujar. Su habitación era un santuario del ídolo: discos, posters, revistas, fotos, grabaciones piratas, una púa, un corbatín, un autógrafo dedicado a otra persona. Repetida obsesivamente, hasta el infinito, se multiplicaba una misma imagen, una misma incógnita: los lentes de sol. Los conocía de memoria: gruesos como la base de una botella de coca cola, vastos, opacos, impenetrables. El gran O no se los sacaba jamás. Marta había recorrido todas las disquerías especializadas, las ferias, los peores tugurios; no existía ninguna fotografía que los sorteara. Esos anteojos habían sido el muro contra el que se había estrellado su imaginación una y otra vez a lo largo de su vida, hasta atrofiarse casi por completo, y ahora le susurraba insidiosa que hasta que no removiera ese obstáculo ninguna de las dos tendría ninguna oportunidad. Tenía que mirar al gran O a los ojos, lograr que él la mirara, o estaba perdida.
Cuando el público, tras cinco tandas de bises, se puso de pie para entregar el aplauso final, Marta se quitó los tapones de algodón con que se había resguardado y se escabulló en la trastienda. Mientras avanzaba, repasó mentalmente los mitos más extendidos acerca de los anteojos negros: el gran O era ciego, de allí su sensibilidad especial; debajo de las capas de laca y tintura era albino, y sufría de fotofobia; los utilizaba para ocultar las lágrimas que le arrancaba su interpretación de sus propias baladas; era feo; lo angustiaba sobremanera subirse a un escenario y sólo disfrazado de esa manera podía soportarlo; su vulnerabilidad no toleraba que nadie lo mirara a los ojos. Temblando en anticipación, Marta abrió de par en par la puerta del camarín marcado con una estrella negra.
Ahí estaba, contra la pared del fondo, el gran O. El ruido de la puerta, la intrusión súbita, la grosería lo fulminaron: lanzó un chillido agudo, animal, y ocultó su cara desnuda entre las manos, desplomándose al instante. Marta sintió una estocada de dolor en el pecho, pero apenas titubeó. Era ahora o nunca. Se abalanzó sobre el cadáver y deslizó su mano bajo las del cantante, para apartarlas, pero unos brazos imperativos, enfundados en trajes negros, la arrancaron y arrojaron a la calle sin que pudiera resistirse. Apenas les vio las caras: pálidas, del color de la cera, ocultas por unos anteojos de sol vastos y opacos.
Sobre el asfalto duro, Marta se frotó las yemas de los dedos, buscando en vano alguna pista, algún residuo, nada. No había llegado a ver, pero sí a tocar: ahí, donde debería haber habido un ojo, había encontrado una superficie rugosa y tierna, fría, viscosa, sin párpados de ningún tipo.     

          
El 6 de diciembre de 1988, a los 52 años, murió Roy Orbison, cantautor estadounidense famoso por su voz tan peculiar y potente, la complejidad de sus composiciones y el tono oscuro, dramático y desesperado de sus baladas. Saltó a la fama en la década del 60 y en 1988, unos meses antes de su muerte, integró junto a George Harrison, Bob Dylan, Jeff Lynne y Tom Petty el súper grupo The Traveling Wilburys. La inmovilidad, la ropa oscura y los anteojos de sol eran su sello. “La gente viene a escuchar mi música, mis canciones. Eso es lo que tengo para darles”, dijo alguna vez.
 
dibujo de Joaquín Bourdeu Barassi
texto de María Eugenia Alcatena

*no sé cómo hacer para que el dibujo se vea más grande,

 así que por favor cliqueenle arriba para verlo bien

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