Al principio la
convivencia fue difícil, un poco frustrante, como casi siempre. El Oso había
esperado grandes revelaciones, aventuras, terrores, visiones sobrecogedoras o
al menos repugnantes, una iniciación paulatina y emocionante en los misterios
profundos del cosmos; había esperado días y semanas, observando cada gesto, atento
a descubrir algún secreto que le permitiera entrever un desgarro en la fábrica
misteriosa del cielo estrellado, pero no había obtenido nada. Amigo era muy tranquilo
y silencioso, muy metódico, y cuando se concentraba en sus tareas, a simple
vista minúsculas pero demandantes de toda la atención del universo, ni siquiera
lo registraba.
Amigo había
llegado una noche de noviembre, casi de madrugada. La puerta de la casita de El
Oso estaba abierta de par en par, para soportar mejor el calor agobiante; adentro
zumbaban el turbo, el ventilador de la cpu, la radio modificada para captar
cualquier posible transmisión extraterrestre cuando finalmente ocurriera. El
Oso estudiaba la trayectoria de las últimas sondas, examinaba planillas y
fotografías, se servía gaseosa, daba los últimos retoques a su maqueta de una hipotética
estación robótica en la superficie marciana; los golpes en el mosquitero metálico,
en cierta manera, no lo sorprendieron.
El visitante había
adoptado la forma exterior de su ídolo de toda la vida; le agradó ese detalle.
La polera setentosa, el blazer desprendido, la raya al costado, la sonrisa
amplia de dientes perfectos. El Oso abrió el mosquitero y lo invitó a pasar.
-Bienvenido. Mi
nombre es Tomás, pero me dicen El Oso. Sabía que esto pasaría alguna vez. Por
favor entre. ¿Cuántos son?
-Sólo yo –el
visitante advirtió que El Oso le miraba las manos, de siete dedos cada una-.
Ups, disculpas –se excusó mientras los cuatro dedos supernumerarios se
reabsorbían en los cantos de las manos.
-Apenas un
detalle, no se preocupe. ¿Cómo se llama, de dónde viene?
-Llamame
simplemente Amigo.
Así, sin más
preámbulo, había comenzado su convivencia. Amigo era muy callado, y había
esquivado todas las preguntas sobre su origen, los viajes interplanetarios o la
vida en otras galaxias. Había sabido ocultar muy celosamente su nave; El Oso no
había podido encontrar ningún rastro, ninguna brizna de pasto chamuscado en
kilómetros a la redonda. Desde esa primera madrugada, eso sí, se había
preocupado por organizar y repartir de la manera más eficiente las tareas
domésticas; al parecer, no tenía tiempo que perder.
Su rutina era
distinta cada día, y a la vez siempre igual. Amigo aplicaba su curiosidad
insaciable y milimétrica a algún fragmento diminuto del entorno: observaba
durante horas las pelusas debajo de la cama con un anotador en la mano; se dedicaba
a recolectar las espinas verdes y marrones del pino frente a la casa, sólo para
quemarlas, de tres en tres, después; medía los componentes del aire en
distintos lugares; hundía la mano hasta la muñeca en un balde lleno de arena,
la sacaba y la volvía a hundir. El Oso vacilaba entre seguirlo a todas partes,
pendiente de que le revelara –tal vez sin querer- alguna de las impresiones que
hubieran dejado en él sus viajes por el espacio, y resignarse de una vez al
hermetismo de su huésped para volver al paisaje acogedor de sus planillas, sus
estudios de ondas, sus foros de aficionados y archivos desclasificados.
La noche del
diecinueve de diciembre, mientras cenaban, Amigo anunció:
-Mañana me vuelvo.
Tengo un viaje largo por delante.
-Por favor
llevame, Amigo. Me preparé toda mi vida para esto. Quiero verlo todo, al menos
una parte, aunque eso implique no poder volver nunca más.
Amigo lo pensó
unos segundos.
-Bueno.
Esa noche, por
primera vez, El Oso apagó la radio. Durmió profundamente, para juntar fuerzas,
y al día siguiente partió para no volver nunca más.
El 20 de diciembre
de 1996, a los sesenta y dos años, murió Carl Sagan, astrónomo, astrofísico,
cosmólogo, escritor y divulgador estadounidense. A lo largo de su carrera
promovió la búsqueda de inteligencia extraterrestre a través de diversos
proyectos. Fue y sigue siendo muy popular por sus libros de divulgación
científica y la serie documental Cosmos: un
viaje personal, de 1980. Está considerado uno de los divulgadores más populares e influyentes, responsable de haber despertado y alimentado muchas
vocaciones científicas a lo ancho del mundo.
dibujos 1, 3 y 4 de Dolores Alcatena
dibujo 2 de Fer Gris
dibujo 5 de Ricardo De Luca
dibujo 6 de Joaquín Bordeu Barassi
texto de María
Eugenia Alcatena
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