En un teatro perdido de Nassau, Nueva York, el paño azul aterciopelado
que cumple con eficacia la función de telón se descorre lentamente. Las poleas y
los rieles ya oxidados emiten un chirrido agudo, casi imperceptible, como si se
quejaran de la fatigosa y monótona tarea que cada día de gala les toca llevar a
cabo. Las luces bajas de los candiles distribuidos espaciadamente tiritan en el
borde del entablado de madera oscura.
Al mismo tiempo, una figura elegante surge desde la sombría
profundidad del escenario y avanza segura hacia el proscenio. Bajo la recia capa
de fieltro luce atuendo de etiqueta, negro como su pelo, tirante, brilloso. Un pañuelo
de seda distingue con una pizca de blanco la chaqueta de cola larga, lo mismo que
los extremos de los bolsillos de la camisa de cuello diplomático. Las bandas de
raso a cada lado de las perneras del pantalón del Mago se deslizan como una pincelada
de barniz desde la cintura hasta los tobillos. El chaleco obligatorio y el par de
guantes de seda blanca, junto con el sombrero alto y un bastón, completan el impecable
vestuario.
El público observa atento el desplazamiento preciso del hombre.
Hay, en la última de las butacas, un niño solo. Aguarda, igual que todos,
desafiante, expectante, impaciente, la primera ilusión.
Los ojos del Mago se detienen en cada uno de los presentes,
los invade, los penetra con su mirada filosa. No sonríe ni deja entrever gesto alguno
de correspondencia para con su público ansioso. Desde el foso de orquesta comienzan
a sonar vibrantes y hondas las cuerdas de un chelo. Se oye también, muy tenue, un
tamborileo de frecuencia creciente.
El Mago deja su capa a un costado, sostiene con sus dos manos
el fino bastón en alto para que pueda apreciarse. Entonces lentamente abre sus brazos
y la vara de ébano indio queda suspendida, inmóvil frente a él, dividiendo simétricamente
en dos la imagen mesiánica de su cuerpo grande. La música cobra vigor y las miradas
atónitas de los espectadores comienzan a columpiarse al compás del bamboleo del
bastón, que el Mago acompaña con los brazos a la distancia. Como en estado de hipnosis,
Mago y bastón bailan por el escenario, se mueven con tan perfecta sincronización
que no podría afirmarse cuál de los dos gobierna a quién. Van y vienen. Improvisan
los movimientos de una danza virtuosa. Vienen, giran, van. Entonces la música se
detiene. Abajo, el auditorio entregado por entero al carisma del artista admira
cómo la materia dura y resistente del tirso delgado se vuelve flácida y blanca,
se vuelve en toda su extensión una tira de seda que el Mago recoge de un manotazo
suave en el aire y coloca alrededor de su cuello.
El niño exclama algo ininteligible desde su butaca, casi no
respira. Al mismo tiempo siente que algo se está despertando en su interior.
El Mago vuelve a plantarse inmutable en el centro de la escena.
Jala de un extremo la flamante chalina y con su otra mano acaricia la prenda
suave de punta a punta. Repite dos veces el movimiento, casi con nostalgia, en el
silencio quieto del teatro. Pliega la seda, la eleva despacio, y con un fuerte tirón
que da inicio otra vez a la música grave, la extiende dejando libres, como una bendición,
cuatro tórtolas blancas. Mientras los violines resuenan violentos, la sala queda
completamente a oscuras.
En la última de las butacas de un teatro perdido de Nassau,
Nueva York, el niño acaba de decidir su futuro.
El 19 de diciembre de 1967, en Nassau, nació Christopher
Nicholas Sarantako, el ilusionista que, sin variar sustancialmente el
repertorio de números tradicionales, con su estética motoquera-gótica-callejera
cambió radicalmente los parámetros de la “magia clásica”, que ya venían ablandando
otros magos como David Copperfield o David Blaine.
Se lo conoce como Criss Angel, y fue el único ilusionista
en ganar cinco veces el premio Merlín entregado por
la Asociación Internacional de Magos. En 2009, recibió el premio al “Mago
de la década”, entregado por la misma asociación. En 2005 fue nombrado “Mago
del año” por la Academia de Artes Mágicas.
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