—Corré,
Juan Diego, corré y decí lo que viste. Lo que pasó acá. ¡Rápido!
Recoge
un puñado de las piezas tibias que encuentra en el suelo y busca la salida. Se
oyen explosiones, aullidos de perros, un silencio de apenas un segundo, o dos, de
fondo una canción demasiado triste para ser una ranchera y la misma voz que
repite ¡rápido!
Juanito
corre, corre como un animal desesperado, a pesar de no haber dormido, hundiendo
los pies desnudos en el barro, limándose las plantas con la lija del asfalto,
rompiéndose las uñas con el canto de las piedras. Corre porque se lo ordenan,
porque tiene miedo, miedo de lo que vio, miedo de que si tarda como la otra vez,
como las otras veces, vuelvan a despreciarlo y a no creerle. Hizo un paquete con
la remera enrollada sobre su pecho y no lo va a soltar hasta que llegue.
Intenta
hacer un camino más rápido y zizaguea por los corredores, siempre bajando, para
dar con la avenida. Pero en Insurgentes se encuentra con una multitud extraña
que avanza lentamente y le corta el paso. Tocan tambores al ritmo de su carrera,
sacuden cañas que suenan como víboras de cascabel. Juanito atropella a los
caminantes y por un momento se pierde en la procesión. Da manotazos, empuja, se
sostiene la remera. Juanito ya vio una vez lo que ahora va a contar si llega, y
piensa que puede llegar si la gente se corre, pero al mismo tiempo siente que
se le gasta la fuerza y que las piernas quieren dejar de responderle. Lo vio aquella
vez y enseguida bajó a contarlo para que hicieran algo, el pedido era claro,
pero tardó mucho en llegar y cuando habló lo tomaron por alucinado.
Puede
ser que sí, que esté alucinando: hay hombres que llevan enormes coronas de
plumas, mujeres que bailan y saltan y giran, y viejos balbuceantes que miran
relicarios y los besan. Juanito corre y se acuerda de que hubo una segunda vez en
la que llegó más rápido y en la que encontró alguien que parecía creerle, que
le hizo muchísimas preguntas, que le pidió pruebas y que terminó dejándolo solo,
hablando solo, mientras atendía a otras personas, les hacía preguntas y les
pedía pruebas.
Son
casi las seis de la mañana y Juanito está cerca, pero el tumulto cada vez es
mayor, avanzar es cada vez más difícil. Las personas tienen el cuerpo pintado,
los torsos cubiertos de collares ruidosos. La bolsa de tela que es su remera también
encierra cosas que hacen ruido. Y el también tiene el cuerpo pintado. Se mira
las piernas y no entiende cómo. Si llega disfrazado no van a tomarlo en serio y
allá arriba la cosa debe estar peor.
Los
ríos de gente desbordan las calles. Juanito va a la deriva. Las corrientes
desembocan todas en un solo lugar. Es una plaza con un edificio enorme y circular en
el centro. No es adonde él quiere ir, no. Pero lo arrastran. Los tambores lo
aturden y le vibran en el cuerpo que ya no da más. Las puertas del edificio se
abren y como si drenara por algún hueco subterráneo, la marea entra y entra y
entra y Juanito no entiende a dónde va a parar la gente y él entra también
metido a la fuerza.
Adentro
los tambores se apagan. Hay miles de velas encendidas. Hay un pasillo libre y
al final la imagen de la santa madrecita. Él debía llegar a la comisaría, pedir
protección, y terminó en una iglesia. Cae de rodillas, sobre el mármol frío
tintinean las cabezas de diez casquillos quemados que son la prueba de que en
el barrio la cosa está mala. Las balas con que mataron a uno de los jefes. Un
lamparón rojizo se extiende desde el cuello de la remera de Juanito hasta la
cintura. Los fieles miran completamente sorprendidos. No es una mancha curiosa,
es una mancha de sangre.
Los
12 de diciembre se celebra en el mundo la última aparición de la Virgen de
Guadalupe al indio Juan Diego Cuauhtlatoatzin en el cerro del Tepeyac, en 1531.
Esa vez la Virgen hizo crecer rosas en una zona desértica para que Juan Diego
las llevara al obispo como una prueba de la verdad de las palabras del indio y
para que por fin atienda el pedido divino: que en el cerro se construya un
templo mariano. Cuando Juan Diego estuvo frente al prelado, cuenta la historia
que desenrolló su manto, cayeron las rosas, y para sorpresa de ambos quedó
grabada en el lienzo la mismísima imagen de la Virgen morena.
Hoy
en el cerro de Tepeyac se alza la Basílica de Santa María de Guadalupe, y
dentro se protege el manto aquel, que se conserva intacto. Los 12 de diciembre
de cada año se venera a la Virgen con fiestas y misas, y más de cinco millones
de devotos visitan la Basílica.
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