miércoles, 5 de diciembre de 2012

Academios


El primer actor podría retratarse así: Portero de un equipo de balompié, alto, ancho, recio, europeo, nervudo e inmóvil. Con sus brazos largos y gruesos solo alcanza a cubrir una porción de la entrada que forman los tres palos: la portería, el arco. Él cree que lo abarca todo. En posición de atajar penales o mejor dicho penaltis—medio agachado, cola para afuera, brazos abiertos— recibe los chutazos y los pelotazos y los balonazos y aunque mantiene la guardia muy estoico, son más las bolas que entran que las que logra interceptar. Pero qué va, no importa. Si el marcador siempre está en cero.
El segundo actor es un cartógrafo alucinado y miope que diseña mapas en la soledad más retirada de un piso en lo alto de una torre altísima. Escucha yas mientras descubre y conquista nuevas geografías a medida que las va dibujando según dicten los compases de la música. Un río por ahí, un monte por aquí, un peñón allá y un desierto acullá. Cuando cree que ha definido de la mejor manera un territorio, copia, sella, certifica y envía el mapa por correo, y las autoridades lo analizan muy concienzudamente. Casi siempre se enorgullecen de contar con tan excelso colaborador y admiten sin rechistar que la Tierra es tal como la grafica el cartógrafo, que sigue en la torre, en su piso, solo y descubriendo el mundo a puro lápiz.
El último de los actores es una señora de rica prosapia que vive en una casona medievalísima, llena de estancias, aposentos y habitaciones. De rodete, enjoyada hasta los pelillos de los párpados, se aposta en la entrada principal de la mansión y toma güisqui de una copa de cristal. Es sumamente anciana y además se cree inmortal. Por su acera, la vereda, permanentemente pasan desclasados y menesterosos pidiendo lugar en la casa, muchos son chaparritos y bigotones. Ella los rechaza adusta y arisca, y en eso radica la cima de su felicidad. En la puerta está ella, pero en las ventanas no hay nadie, así que la gente se cuela igual y arma grandes fiestas adentro, bacanales tumultuosos, ruidosos y coloridos. La señora no se entera de nada porque está ciega y porque está sorda.
El contexto indica que una vez por semana, el portero, que cuando no juega se convierte en un hombre de papeles y escritorio, el cartógrafo y la señora se reúnen a conversar en un lugar apartado de la ciudad. Los une la fijación por la limpieza y el esplendor del idioma. El portero se viste de traje, la señora se pone los audífonos y el cartógrafo usa lentes de sol, sin aumento, que lo hacen ver más moderno y actualizado.
Por fin, la escena:
Hoy la señora cumple un año más y los dos hombres creen que es buena merecedora de un regalo. Sobre el término de la reunión, piden la palabra. “Señora Director, excelentísimo miembro de nuestro instituto —le dicen—, llegamos a un acuerdo y queremos no solo comunicárselo, sino obsequiárselo también. A partir de ahora, la llamaremos Señora Directora”. Están conmovidos. Hacen silencio. Entran dos mozas con grandes bandejas de comida y champán para celebrar. La señora se ruboriza enseguida, entiende lo del regalo, pero no sabe qué hacer con esa “A” que le agregan a su cargo y que le parece que sobra. Pero agradece y se muestra emocionada, correctísima y elegante como siempre. Al terminar el cónclave, los dos hombres se van pensando que le han hecho un gran bien a la humanidad. A la señora le queda en la boca un dejo amargo, como de apocalipsis.


Hace 82 años, el 5 de diciembre de 1930, la Real Academia Española de la Lengua aprobó el uso femenino de los sustantivos que indiquen profesiones o cargos, lo que revolucionó el ambiente culto del canon. Bienaventurados los que usaron la A donde quisieron, hasta gastarla, sin saber que no se podía.

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