El
primer actor podría retratarse así: Portero de un equipo de balompié, alto,
ancho, recio, europeo, nervudo e inmóvil. Con sus brazos largos y gruesos solo
alcanza a cubrir una porción de la entrada que forman los tres palos: la
portería, el arco. Él cree que lo abarca todo. En posición de atajar penales o
mejor dicho penaltis—medio agachado, cola para afuera, brazos abiertos— recibe
los chutazos y los pelotazos y los balonazos y aunque mantiene la guardia muy
estoico, son más las bolas que entran que las que logra interceptar. Pero qué
va, no importa. Si el marcador siempre está en cero.
El
segundo actor es un cartógrafo alucinado y miope que diseña mapas en la soledad
más retirada de un piso en lo alto de una torre altísima. Escucha yas mientras
descubre y conquista nuevas geografías a medida que las va dibujando según
dicten los compases de la música. Un río por ahí, un monte por aquí, un peñón
allá y un desierto acullá. Cuando cree que ha definido de la mejor manera un
territorio, copia, sella, certifica y envía el mapa por correo, y las
autoridades lo analizan muy concienzudamente. Casi siempre se enorgullecen de
contar con tan excelso colaborador y admiten sin rechistar que la Tierra es tal
como la grafica el cartógrafo, que sigue en la torre, en su piso, solo y
descubriendo el mundo a puro lápiz.
El
último de los actores es una señora de rica prosapia que vive en una casona medievalísima,
llena de estancias, aposentos y habitaciones. De rodete, enjoyada hasta los
pelillos de los párpados, se aposta en la entrada principal de la mansión y
toma güisqui de una copa de cristal. Es sumamente anciana y además se cree
inmortal. Por su acera, la vereda, permanentemente pasan desclasados y
menesterosos pidiendo lugar en la casa, muchos son chaparritos y bigotones.
Ella los rechaza adusta y arisca, y en eso radica la cima de su felicidad. En
la puerta está ella, pero en las ventanas no hay nadie, así que la gente se
cuela igual y arma grandes fiestas adentro, bacanales tumultuosos, ruidosos y
coloridos. La señora no se entera de nada porque está ciega y porque está
sorda.
El
contexto indica que una vez por semana, el portero, que cuando no juega se
convierte en un hombre de papeles y escritorio, el cartógrafo y la señora se
reúnen a conversar en un lugar apartado de la ciudad. Los une la fijación por
la limpieza y el esplendor del idioma. El portero se viste de traje, la señora
se pone los audífonos y el cartógrafo usa lentes de sol, sin aumento, que lo
hacen ver más moderno y actualizado.
Por
fin, la escena:
Hoy
la señora cumple un año más y los dos hombres creen que es buena merecedora de
un regalo. Sobre el término de la reunión, piden la palabra. “Señora Director, excelentísimo
miembro de nuestro instituto —le dicen—, llegamos a un acuerdo y queremos no
solo comunicárselo, sino obsequiárselo también. A partir de ahora, la
llamaremos Señora Directora”. Están conmovidos. Hacen silencio. Entran dos mozas
con grandes bandejas de comida y champán para celebrar. La señora se ruboriza
enseguida, entiende lo del regalo, pero no sabe qué hacer con esa “A” que le
agregan a su cargo y que le parece que sobra. Pero agradece y se muestra emocionada,
correctísima y elegante como siempre. Al terminar el cónclave, los dos hombres se
van pensando que le han hecho un gran bien a la humanidad. A la señora le queda
en la boca un dejo amargo, como de apocalipsis.
Hace 82 años, el 5 de
diciembre de 1930, la Real Academia Española de la Lengua aprobó
el uso femenino de los sustantivos que indiquen profesiones o cargos, lo que
revolucionó el ambiente culto del canon. Bienaventurados los que usaron la A donde
quisieron, hasta gastarla, sin saber que no se podía.
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