Desde pichón, nomás, se lo conoce por verde y súper héroe, pero
no es el Increíble Hulk.
Entre sus poderes está el de despachar chistes, de alto
voltaje y a repetición. Y es tan potente el efecto de su accionar, que la
gente, al escucharlo, literalmente, se mea de risa.
Sus primeras apariciones son en lugares alejados del Centro,
locales que, principalmente, atraen al público masculino y son medio teatro,
medio restaurante, medio café-concert, medio Cabaret, medio piringundín. O sea,
una especie de almacén de ramos generales para el gusto del hombre y la
desconfianza de la dama.
En esos locales, perdidos en los barrios porteños, el tipo
tiene que entrar a escena, entre los actos de las chicas ligeras de ropa. En
cada salida se gana al público y suma una cucharada más al plato, la única paga
que recibirá, ni bien termine la noche, con las sobras recalentadas del menú.
En la periferia se lo conoce, se empieza a hablar de él y
serán las tablas desclavadas, agujereadas por las polillas, hinchadas de tanto
recibir goteos de techos roídos, las que armarán la catapulta que lo disparará
por el cielo para aterrizar sobre el escenario del Teatro de Revista más
importante de la Avenida Corrientes.
Está por debutar. El directo apuesta por su talento, pero
tiene el boleto de colectivo que mandará de regreso al barrio a este joven
cómico, si no logra pasar la gran prueba: estar al frente del público más
exigente de la noche.
Llega su turno. Las chicas emplumadas, esculturales,
terminan su acto y se lo cruzan entre bambalinas. Lo miran con lástima, lo ven
tan chiquito y vulnerable, que hasta una de ellas, la más veterana, se le
acerca para abrazarlo y él, recuesta su mejilla derecha entre los pechos de la
vedette y le suelta un chiste, referido a la almohada doble, de piel y carne,
que sostiene su cara. Lo que dice, tienta tanto a la vedette que hasta se le
desprende el broche que sostiene lo poco que lleva de ropa y se raja al camarín
con sus manos como corpiño.
El asistente de dirección le dice que sale a escena.
El escenario manda un reflector donde hay un pie y un
micrófono. Entre las cortinas, emerge nuestro personaje, vestido de saco,
pantalón, zapatos de charol y un corte a la taza con flequillito. El público no
aplaude, más bien vacila si se justifica este acto para estar sentado es el
momento indicado para ir a mear al baño. Entre las butacas, crecen los
murmullos. Nadie da cinco pesos, tampoco mucha bola.
El de flequillo, abre la boca y larga una ráfaga de chistes
que muta murmullos por risas descojonantes y los que sopesaban la carga de su
vejiga, ven como este pequeño las hace vaciar de tanta risa.
Así, en un primer acto, pasa de ser un petiso intrascendente
a monstruo de la escena, el capo cómico que se meterá en el bolsillo de su saco
blanco a cuanta audiencia se le ponga delante, sea hombre, mujer, niño o niña,
en teatro, circo, radio, cine o televisión.
La sonrisa que provoca sus poderes de súper héroe, harán que
este capo cómico, también se meta también en el sitio más preciado: el corazón
del pueblo.
José Marrone, un gigante del humor, murió un 27 de Junio de 1990.
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