“El hombre de las mil caras”, “el astro del terror y lo macabro”, “el maestro de las caracterizaciones”: siempre, inevitablemente, le devolvían alguna frase por el estilo cuando se presentaba. Entonces se apuraba a remarcar: “Junior”, y observaba las facciones de su interlocutor, atentamente, calculando cuántos segundos tardaría en deformarlas la decepción: el endurecimiento de la sonrisa, la relajación de las comisuras, el opacarse súbito de la mirada, el fruncimiento del entrecejo, un tirón en el párpado inferior. A veces estas señales eran mínimas, pero ahí estaban. Su padre le había enseñado a verlas, a comprender su mecánica interna, a recrearlas. Y, como todos sabían, en lo suyo el viejo había sido bueno.
Todavía hoy, tantos años después, recordaba cada una de sus lecciones. Él lo atendía con ojos y oídos abiertos a cada detalle, con ansiedad de aprenderlo todo, mientras su papá se aplicaba las sucesivas capas de masilla y maquillaje inclinado frente al espejo. A veces pasaban largas horas así, los dos solos, entre pastas, cremas, polvos y luces; el proceso era largo y las conversaciones también. El monstruo hablaba sin mover ningún músculo de la cara, sin mover la boca siquiera, para evitar arruinar el maquillaje todavía fresco. A su mirada de chico le fascinaba esa fijeza casi irreal de ventrílocuo. La voz de su papá se desenrollaba como una serpiente entre sus labios inmóviles, y lo encantaba con sus trucos, sus secretos y sus colores.
Su gran error había sido acceder a que lo rebautizaran “Junior”. No había podido negarse con suficiente firmeza: lo habían forzado la crisis económica, la falta de empleo, la presión de los productores para capitalizar su apellido ilustre y la posibilidad al fin real, ahora que el viejo estaba muerto, de concretar su sueño y demostrar cuánto había aprendido en esos años. Pero los tiempos habían cambiado: ahora el sindicato prohibía que un actor realizara sus propias caracterizaciones, y tenía que relegar esa parte del oficio a los maquilladores profesionales. Ninguna de sus creaciones lo convencían: les faltaban vida, personalidad, sutileza. Le costaba incluso tolerarlas: a veces, en cuanto concluía la filmación de la jornada corría a su camarín a arrancarse los emplastos, lastimándose la piel, demasiado impaciente para esperar que lo desmaquillaran. Después el alcohol, las borracheras, las riñas, los destrozos; pero ni siquiera así había manera de eludir las comparaciones.
“Nada me es más natural que el horror”, dijo alguna vez. Entre sus papeles se destacan los monstruos: encarnó, entre otros roles, al Hombre Lobo, la criatura de Frankenstein, la Momia, el hijo de Drácula, un caníbal y diversos subnormales y asesinos.
El 12 de julio de 1973 murió Lon Chaney Jr. Había nacido en 1906 en Oklahoma. Junto a Béla Lugosi y Boris Karloff fue una de las grandes estrellas de las películas de terror clásicas de los estudios Universal, y uno de sus mayores monstruos. Su interpretación más recordada es la del Hombre Lobo en la película homónima de 1941.
Querido por los amantes del género, nunca alcanzó sin embargo el prestigio de su padre, Lon Chaney, un versátil, famoso y muy respetado actor de cine mudo cuya carrera a menudo opacó la de su hijo.
María Eugenia Alcatena
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