AL COMPAS DEL TAMBORIL
Hay cosas se van
perdiendo. Y para no ser acusado de incurrir en la nostalgia barata, uno tiene
que decir que está bien, qué es bueno que así suceda. Pero la verdad es que no
sé si es bueno. O sí sé, pero la mayoría de las veces, ya son cuestiones que a
nadie le importa. ¡Los tiempos cambian!, rápidamente te va a decir algún
comedido. ¡Qué antigüedad!, se va a burlar el modernista. Pero antes, algunas
cosas eran bien distintas.
Y sí, porque si a
principio del siglo pasado, nacías quinto hijo, en el barrio de Floresta, tu
apellido por parte del padre era De Luca y por parte de madre, Di Paola, eras,
un tanito de barrio. Y como tal, el sacrificio de tus padres inmigrantes era
para que te hicieras un hombre de bien, un hombre de trabajo y que te
convirtieras en un artesano o en un comerciante. Y con un vinito encima, seguro
que los viejos se animaban a soñarte un ingegnere
o aún mejor, un dottore.
Pero en esta historia
que les quiero contar, el pibe había salido con buen oído para la música y
siempre hacía los mandados silbando. Ya más grande, los amigos de la barra le
pedían que se cantara un tanguito. Y acodado en el buzón de la esquina, con la
complicidad del farol, derrochaba todo su arte y la noche poblada de azahares se
dejaba enamorar por esa voz melodiosa. Así lo descubrió un guitarrista, que le
propuso incorporarse a su conjunto.
El pibe se moría de
ganas pero aunque ya era muchacho de pantalón largo sabía que si Don Salvador
se enteraba, directamente lo fajaba. Así que empezó a cantar pero oculto bajo
un seudónimo. Dicen que dicen que alguna vez, el tano padre lo escuchó por la
radio y que hasta festejó la voz de ese joven valor, tan parecida a la de su
Albertito, Menos mal que como el speaker
lo anuncio como Alberto Dual, no lo supo reconocer porque si no, ardía Troya…
Con el canto le
empezó a ir por demás de bien, pero en aquellos tiempos, los sueños familiares
se labraban para ser cumplidos, y después de un tiempo, tuvo que abandonar la
música para dedicarse por completo a la carrera de medicina. Finalmente, el ragazzo iba a ser doctor.
Sin embargo, el
bichito del tango le había inoculado su dulce ponzoña y un año antes de
recibirse, se sumó a una orquesta típica. ¡Colgó los libros, dice usted! Pero espere,
no se me asuste. Aunque grabó un disco que fue todo un éxito, Albertito se
recibió de ginecólogo y la casa paterna se llenó de inflamado orgullo cuando allí
mismo, instaló su consultorio como “doctor de señoras”. ¡Qué contentos estaban
don Salvador y doña Lucía! Pero una cosa llevó a la otra y pronto el éxito
radial y discográfico, le atrajo una romería de pacientes que querían hacerse
“atender” por el famoso cantor.
Estaba visto que lo
suyo era el tango y pronto dejó la consulta por los escenarios. El padre lo supo
entender, porque no hubo otro como él. Con una gola potente y su fraseo exacto,
inclinaba el micrófono como quien le habla a un amor antes del beso. Las manos
nunca descasaban, aleteando en el aire o cruzadas en la boca, cual verdulero
sobre el carro. Las camisas con el cuello sin abotonar, la corbata con el nudo
corazón, el pañuelo en el bolsillo como una catarata… todas marcas de fábrica,
como el candombe y los tambores que enloquecía al público. Había nacido para
eso.
Los clubes, los
teatros, los cines desbordaban con multitudes que se cansaban de aplaudir. Cuando
actuaba, la policía tenía que cerrar las calles. El sociólogo de turno dirá que
era un fenómeno de masas. El tanito de barrio desde el escenario lo resumía con
mejor poesía: “Yo soy parte de mi pueblo,
y le debo lo que soy; hablo con su mismo verbo y canto con su misma voz”.
En un día como hoy,
pero hace justo 10 años, fallecía Alberto Salvador De Luca, más conocido como
Alberto Castillo, el Cantor de los Cien Barrios porteños.
© Pablo Martínez
Burkett, 2012
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