LUNA
LLENA SOBRE NUEVO MEJICO
Si alguien se lo tiene merecido soy yo. Espero que esto
sirva para purificar mi deuda con la humanidad después del estrago que ayudé a causar
con la primera explosión nuclear en el desierto de Álamo Gordo.
Todo empezó en 1939, cuando unos húngaros
exiliados convencieron a Albert Einstein sobre las peligrosas investigaciones que
maquinaba Hitler. Una carta al presidente Roosevelt disparó la servicial
paranoia de la seguridad nacional y pronto cientos de científicos fuimos
reclutados para trabajar en el Proyecto Manhattan. Los nombres de Robert
Oppenheimer, Niels Böhr y Enrico Fermi no me resultan del todo ajenos y me
provoca nauseas saber que con la excusa del pacifismo hemos incinerado a más de
250.000 personas en dos poblaciones enteras. ¡Pero si sólo hubiera sido un
ataque contra el pérfido Japón!
El secreto fue mayúsculo así que, con burocráctica asepsia, los archivos oficiales sólo detallan la
reubicación de la población indígena de esa parte de Nuevo Méjico, pero sepa el
mundo que los afectados en nuestra propia patria se cuentan por miles. Y el
censo no incluye animales y plantas.
La abominación que engendramos es una afrenta contra el
Cielo. Ningún fin lo justifica y aunque se conocían los efectos de la
radiación en células y tejidos, a nadie le importó. Al principio, ni siquiera a
mí. En efecto, mi trabajo fue testear las consecuencias en el hombre y la forma
de contrarrestar el envenenamiento radioactivo mediante la ingesta de yodo. No
sé qué era peor, si lidiar con deformados mutantes o con la insensibilidad
marcial de mis superiores.
Harto de tanta locura, pedí la baja como médico de la
Armada y me retiré a un rancho en los bosques profundos del estado. Lejos de
los hombres he intentado encontrar la paz. Cada tanto, presto tareas
comunitarias en el hospitalito del pueblo. Y no pocas veces, me toca oficiar de
veterinario.
Así llegaron unos piadosos vecinos con un lobezno al que
una trampa le había fracturado una mano. Quizás fui indolente con el anestésico
o quizás, era hora de mi castigo, el caso es que el cachorro me mordió.
Practicadas las curaciones de rigor, me di una antitetánica y me olvidé del
asunto. La herida sanó en un plazo asombroso.
Sin embargo, al poco tiempo, empezó a despertarme el
minucioso rumor del bosque. En los días siguientes, accesos de furia
sustituyeron mi habitual carácter flemático. Otras alteraciones se hicieron más
evidentes: podía saltar las peñas o correr por los llanos a una velocidad
pasmosa; mi pecho se ha ido poblando de un vello bestial y di en ambicionar el
sabor de la carne humana. La sola idea del olor a sangre me embriaga.
Se avecina la luna llena y un fuego demencial me hierve
las venas. Conozco las leyendas y sé que son del todo inverosímiles, pero nada
es absurdo en esta época de deshilachados horizontes atómicos.
Si la Naturaleza ha decidido restaurar el equilibrio,
exterminando el nocivo virus humano, no me extrañaría que tenga el honor de ser
el paciente cero. Escribo esta nota, no para ser perdonado, sino para librar de
culpa a quien ponga fin a mi miseria.
En un día como hoy
pero de 1945, se realizó con éxito el primer ensayo atómico en el desierto de
Nuevo Méjico. Se detonó una bomba de plutonio, similar a una de las que sería
lanzada sobre Japón, poco menos de un mes después. Los rostros anónimos de las
víctimas de Hiroshima y Nagasaki y las víctimas de desastres atómicos como los de
Mayak, Chernobyl y Fukushima, son una elocuente advertencia del riesgo
desatado.
© Pablo Martínez Burkett,
2012
No hay comentarios:
Publicar un comentario