lunes, 16 de julio de 2012

Luna llena sobre Nuevo Méjico





LUNA LLENA SOBRE NUEVO MEJICO

Si alguien se lo tiene merecido soy yo. Espero que esto sirva para purificar mi deuda con la humanidad después del estrago que ayudé a causar con la primera explosión nuclear en el desierto de Álamo Gordo.

Todo empezó en 1939, cuando unos húngaros exiliados convencieron a Albert Einstein sobre las peligrosas investigaciones que maquinaba Hitler. Una carta al presidente Roosevelt disparó la servicial paranoia de la seguridad nacional y pronto cientos de científicos fuimos reclutados para trabajar en el Proyecto Manhattan. Los nombres de Robert Oppenheimer, Niels Böhr y Enrico Fermi no me resultan del todo ajenos y me provoca nauseas saber que con la excusa del pacifismo hemos incinerado a más de 250.000 personas en dos poblaciones enteras. ¡Pero si sólo hubiera sido un ataque contra el pérfido Japón!

El secreto fue mayúsculo así que, con burocráctica asepsia, los archivos oficiales sólo detallan la reubicación de la población indígena de esa parte de Nuevo Méjico, pero sepa el mundo que los afectados en nuestra propia patria se cuentan por miles. Y el censo no incluye animales y plantas.

La abominación que engendramos es una afrenta contra el Cielo. Ningún fin lo justifica y aunque se conocían los efectos de la radiación en células y tejidos, a nadie le importó. Al principio, ni siquiera a mí. En efecto, mi trabajo fue testear las consecuencias en el hombre y la forma de contrarrestar el envenenamiento radioactivo mediante la ingesta de yodo. No sé qué era peor, si lidiar con deformados mutantes o con la insensibilidad marcial de mis superiores.

Harto de tanta locura, pedí la baja como médico de la Armada y me retiré a un rancho en los bosques profundos del estado. Lejos de los hombres he intentado encontrar la paz. Cada tanto, presto tareas comunitarias en el hospitalito del pueblo. Y no pocas veces, me toca oficiar de veterinario.

Así llegaron unos piadosos vecinos con un lobezno al que una trampa le había fracturado una mano. Quizás fui indolente con el anestésico o quizás, era hora de mi castigo, el caso es que el cachorro me mordió. Practicadas las curaciones de rigor, me di una antitetánica y me olvidé del asunto. La herida sanó en un plazo asombroso.

Sin embargo, al poco tiempo, empezó a despertarme el minucioso rumor del bosque. En los días siguientes, accesos de furia sustituyeron mi habitual carácter flemático. Otras alteraciones se hicieron más evidentes: podía saltar las peñas o correr por los llanos a una velocidad pasmosa; mi pecho se ha ido poblando de un vello bestial y di en ambicionar el sabor de la carne humana. La sola idea del olor a sangre me embriaga.

Se avecina la luna llena y un fuego demencial me hierve las venas. Conozco las leyendas y sé que son del todo inverosímiles, pero nada es absurdo en esta época de deshilachados horizontes atómicos.

Si la Naturaleza ha decidido restaurar el equilibrio, exterminando el nocivo virus humano, no me extrañaría que tenga el honor de ser el paciente cero. Escribo esta nota, no para ser perdonado, sino para librar de culpa a quien ponga fin a mi miseria.

En un día como hoy pero de 1945, se realizó con éxito el primer ensayo atómico en el desierto de Nuevo Méjico. Se detonó una bomba de plutonio, similar a una de las que sería lanzada sobre Japón, poco menos de un mes después. Los rostros anónimos de las víctimas de Hiroshima y Nagasaki y las víctimas de desastres atómicos como los de Mayak, Chernobyl y Fukushima, son una elocuente advertencia del riesgo desatado.

© Pablo Martínez Burkett, 2012

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