A lo largo de las últimas tres jornadas,
a medida que nos alejamos de la Tierra, la nave fue perdiendo velocidad y
potencia. Durante todo un día (aunque qué es, acá, un día) pareció que nos
quedaríamos flotando en el espacio, suspendidos para siempre en el vacío
silencioso y profundo que se abre entre los planetas. Fueron las horas más
largas de la misión; horas solitarias de espera y abstracción, cada cual
hundido en sus pensamientos y separado de todo. No necesitamos hablar para
saber que a los tres nos pasaba lo mismo: en cierta manera estábamos ansiosos,
pero también nos sentíamos parte de ese paisaje inmenso, mudo y sin vida que
nos rodeaba y se nos había metido adentro.
Finalmente, algo pasó. Lo sentimos en el
cuerpo antes que en los monitores. La nave entró en la gravisfera lunar, y la
atracción del satélite nos reanimó. Fuimos recobrando velocidad; enseguida nos
sacudimos el sopor del espacio de encima y comenzamos a accionar palancas,
perillas y botones. Nos miramos unos a otros como si volviéramos a
reconocernos, hicimos algún chiste, nos despeinamos o palmeamos el hombro, nos
reímos. Estábamos de vuelta.
Iniciamos entonces las maniobras de
inserción en la órbita lunar: inyectores, detonación, frenado, ajuste de la trayectoria.
Tras algunas revoluciones nos encontramos girando alrededor del satélite,
recorriendo una y otra vez su circunferencia hasta encontrar el mejor punto
donde alunizar.
El primer hombre en pisar la Luna miró a
su alrededor y vio desolación: mares que no eran mares, cráteres vacíos, flujos
de lava resecos, polvo, rocas, astillas de vidrio, cuencas de basalto, anillos
de regolito. Un paisaje estéril en distintas tonalidades de gris, bajo un cielo
nocturno e irrespirable. Era una visión del futuro y del pasado, sin hombres ni
vida de ningún tipo. Los únicos rastros de existencia orgánica eran sus propias
huellas, impresas para siempre en la superficie lunar sin cambios ni viento.
El segundo hombre en bajar comprendió que
no corrían ningún peligro y soltó de su traje el cordón que lo mantenía unido a
la nave. Se sentía liviano y optimista y festejó dando saltos de alegría
alrededor de la base, que la baja gravedad convirtió en vuelos y piruetas. Ya
podía vislumbrar el comienzo de una nueva era: familias felices colonizando el
universo entero en domos de acrílico y acero, robots domésticos aliviando de
sus tareas a las esposas, padres satisfechos descansando en cúpulas invernadero
con la temperatura siempre justa, televisores gigantes, jardines y mascotas
extraterrestres, autopistas interplanetarias. El reino del hombre en el
universo entero.
El tercer hombre no bajó (siempre alguien
tiene que quedarse atrás para que las cosas funcionen); permaneció en la
cápsula de mando en órbita. Desde allí ve planear las sondas soviéticas,
girando alrededor de la Luna desde mucho antes que cualquier rival
estadounidense; ve la cara oculta del satélite y trata de descifrar su dibujo,
comparándolo con los planos y las fotografías que capturaron en la última
década las sondas automáticas. Desde la altura a la que se encuentra no ve a
sus compañeros, pero sigue sus movimientos desde la pantalla, como el resto del
mundo. En el monitor todo se ve un poco falso, como si fuera un decorado; la
bandera vuelve la escena aún más irreal. Mientras los astronautas en la
pantalla saludan y bailan, el tercer hombre empieza a imaginar qué historia va
a contar cuando vuelva a casa, en el bar.
El 19 de julio de 1969
entró en órbita lunar el Apolo XI, la primera misión espacial tripulada en
llegar a la superficie del satélite. La integraron los astronautas Neil
Armstrong, Buzz Aldrin y Michael Collins. Armstrong y Aldrin bajaron a
la Luna dos días después, el 21 de julio, en el Mar de la Tranquilidad; las
imágenes se transmitieron por televisión a todo el planeta.
María Eugenia Alcatena
3 comentarios:
Y Armstrong pasó a la historia con su frase "Un pequeño paso para el hombre, un gran salto para la humanidad". Buenísimo tu relato, como siempre.
Hermoso.
Quizás un poco triste, o un poco triste es el espacio vacío.
Igual el vacío está ahí para llenarlo. El espacio para recorrerlo.
Siempre y cuando las órbitas coincidan. Eso no pasa seguido.
Pasa muy cada tanto. (De eso hablaba Efremov.)
Pero pasa. Y porque no pasa seguido es más milagroso aún cuando pasa.
Gracias,
a los que nos emocionamos con los astronautas y los viajes espaciales, los reales y los pensados, nos pusiste contentos.
Y los que no se emocionan con eso bueno, no se puede hacer nada por ellos.
A mí me pusiste contento.
Eso.
CALVI
PD: el reconocedor de códigos me pide que demuestre que no soy un robot, imposible, soy. Pero trato de engañarlo. A ver...
Gracias Fer, qué linda sorpresa encontrar el comentario por acá; también me puso contenta. Al margen, con ese robot paseándose por Marte, nunca hubo mejor momento para ser un robot.
Publicar un comentario