Las cosas que más conozco
en el mundo son dos: estas paredes y él. Él, a veces, todavía es capaz de
sorprenderme. Quizás con un gesto, un regalo, o una de esas miradas opacas que
cada tanto le nublan los ojos para recordarme que adentro, muy en el fondo, hay
algo que se me escapa. De las paredes, en cambio, conozco cada centímetro, cada
mínima imperfección. Son lisas, de concreto, y las imagino gruesas. Del otro
lado no se oye nada; la tierra que las rodea se traga todos los ruidos. Los primeros
días, ni bien me trajo, grité y golpeé hasta cansarme. Nada me respondió, ni
siquiera el eco. De esos ataques y esa desesperación apenas quedan unas manchas
deslucidas en algunos rincones. Fue la primera vez que pude observar la cara de
mi raptor: en un momento la puerta de acero se abrió y entró un hombre de manos
pequeñas, con un balde y un trapo. Enmudecí de inmediato; todavía estaba
asustada. Él se arrodilló para lavar la sangre que habían dejado mis puños y
aproveché que se había puesto a mi altura para espiarlo desde el rincón. No lo
reconocí; estoy segura de que nunca antes lo había visto. Pero yo en esa época
tenía diez años, era infeliz y supongo que no entendía ni notaba muchas cosas.
Al principio, por ejemplo,
creía que mi captor era dos hombres distintos. Uno severo, que me castigaba,
flagelaba y obligaba a fregar casi sin ropas a pesar del frío; el otro
cariñoso, retraído y educado, que se acurrucaba conmigo a leerme cada noche y
me llamaba su princesa. Pero pronto me convencí de que era uno y así, desde una
edad muy temprana, supe de la complejidad del mundo y las personas.
A él también le llevó un
tiempo conocerme y aceptarme como era, y más aún comprender que podía confiar
en mí. Recién entonces me dejó subir a la casa. Lo primero que me deslumbró fue
el sol, como si ardiera dentro de la sala; lo segundo, ver esa complejidad que
yo ya conocía y quería desplegada en el conjunto de los objetos, tan
particulares todos ellos, como un corazón abierto para quien quisiera verlo. Y
yo estaba ahí, la única invitada, paseándome y acariciándolo todo con los ojos
y los dedos.
Unas horas después me
encerró otra vez en mi celda subterránea, pero ya éramos otros. Comenzó nuestra
convivencia: cada día esperaba su regreso de la oficina para subir con él a la
casa, y al momento de dormir me despedía con una sonrisa hasta el día
siguiente, sabiendo que el encierro era temporario y una manera de
protegernos.
No cabe en palabras todo lo
que compartimos. Es nuestro secreto, y los secretos hay que guardarlos. Hizo
que se lo prometiera: “Todo esto es nuestro y de nadie más, ¿sabés? Aunque un
día te vayas, me muera o las cosas cambien. Es nuestro y nos va a mantener
unidos por siempre”. Yo ya sabía que era así, así que me pareció bien.
Pero yo también tengo mi propio
secreto. Ayer a la noche, cuando nos despedimos, me pareció que faltaba algo.
Esperé a que se hiciera de día para comprobarlo. No me había equivocado: por
primera vez, él no había echado el cerrojo al calabozo. Subí con cautela,
temiendo que fuera una trampa tendida para castigarme. La casa estaba vacía;
sin él, parecía muerta. Salí al jardín, crucé la calle, caminé dos, tres
cuadras. Miré las caras de la gente, los autos, las vidrieras. Di media vuelta
y corrí, entré y cerré la puerta atrás de mí. Observé todo como por primera
vez, los muebles, los adornos, los restos del desayuno. Dejé que me inundara la
ternura, esa ternura especial que causan las cosas rotas por dentro. Entonces
volví a bajar y me recosté en mi celda.
El 23 de agosto de 2006 Natascha
Kampusch, una chica austríaca de dieciocho años, escapó de la casa de su
secuestrador, donde había permanecido cautiva durante más de ocho años. Ya en
una ocasión lo había intentado, pero había regresado antes de que su captor lo
advirtiera. Aún hoy, el caso sigue presentando varios enigmas y zonas oscuras.
dibujo de Fernando Calvi
texto de María Eugenia Alcatena
texto de María Eugenia Alcatena
5 comentarios:
Eso.
Muchas gracias por el lindo dibujín, Fer.
Si cliquean encima se hace más grande; vale la pena.
A veces me cuesta un poco adivinar de qué se trata la efeméride. Pero esta vez, con un par de líneas ya me acordé de este caso, que en su momento me impresionó bastante. Geniales tus palabras, como siempre.
Precioso el dibujo también.
Hacer algo bello de una pesadilla, qué grande! los dos, texto e imagen.Abrazos
Lo maravilloso de las pesadillas, además de su intensidad y diseño, es que en cualquier momento se transforman en un sueño.
Bien parados no podemos no ver la belleza que hay ahí, aún con los filos, las aristas, los dientes, el pozo y la sombra.
De nada. Gracias. Gracias. Abrazos.
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