jueves, 16 de agosto de 2012

El diablo y yo


        El hombre arroja el primer puñado de polvo sobre el cajón. Un terrón golpea sobre la tapa de madera barata y se rompe en un montón de piedritas. Suena hueco. Adentro se abrazan su esposa y el bebé que no llegaron a conocer, convertidos para siempre en un manojo flojo de huesos y carne. El hombre se limpia la mano contra la franela del pantalón y se aleja, mientras a sus espaldas resuenan, cada vez más lejos, las paladas. Él también, entre todas las cosas, se siente un poco muerto. Sólo tiene su guitarra y tres monedas; es todo lo que posee y lo lleva consigo.
Sigue caminando, sin detenerse, hasta salir de la ciudad. Toma la autopista; al rato, un automóvil pasa a su lado, le toca bocina y vuelve a desaparecer. Finalmente llega al cruce. Es de noche. Se sienta a esperar; para engañar el tiempo, se entretiene con la guitarra. Sólo desea una cosa y sólo tiene una cosa para ofrecer.
Las horas pasan. Llega y se va la medianoche, sus dedos ensayan un blues tras otro, pero el diablo no aparece. Con la primera luz de la mañana escupe el suelo y se va.
En el vecindario lo reciben raro. Lo miran con desconfianza, de reojo, y apartan la vista cuando les habla. Nadie le dirige demasiado la palabra, salvo –como siempre, y quizás más que antes- las mujeres. Comienzan a circular los rumores. Quienes solían despreciarlo como a un músico mediocre, poco más que correcto, no encuentran otra explicación. La gente lo señala, se persigna o lo insulta por lo bajo, pero no puede evitar quedarse a escuchar cuando toca, seguir el ritmo con el pie, quedarse con ganas de más. A su alrededor crece y lo aísla la leyenda.
En los bares de mala muerte en los que se presenta sube y baja de las tarimas sin saludar al público, sin dedicarle ni siquiera una mirada. Para tocar gira la silla y enfrenta la pared; dicen que para ocultar la transformación demoníaca que en ese trance le deforma las facciones. Lo cierto es que parece que bajo sus dedos sonaran dos guitarras, no una.
Como pago sólo pide alcohol, unos pocos billetes. Las mujeres se le entregan, más ávidas que nunca. Él va de una a otra intentando aplacar los ardores del infierno, pero sólo logra avivar el fuego. Su búsqueda, que también es una huida, lo lleva a través de diversos hoteles, camas y pueblos. Siempre escapando, huye de maridos celosos, amenazas, hogares y embarazos, se cambia el nombre, miente, jura, confiesa la verdad, vuelve a inventarse otra identidad. Borra las huellas; y sobre todo escucha, compone y toca.
El signo de la encrucijada, que en este caso también es un tridente, vuelve a regir su destino al final de sus días. Una noche se presenta en un local llamado Tres Caminos, sabiendo de antemano que el dueño es el marido de una de las mujeres que frecuenta. Antes de tocar, deja la guitarra a un lado y se acerca a la barra por su paga. Le sirven una botella de whisky ya abierta; un músico que lo acompaña le advierte que no la acepte, pero el hombre brinda por su propia salud y bebe hasta la última gota. El concierto se interrumpe a la mitad. Sabe que fue envenenado, necesita tomar aire, salir, una vez más. Durante los tres días que siguen delira y finalmente muere por efectos de la estricnina, huyendo (o corriendo) hacia quién sabe dónde.
 

        El 16 de agosto de 1938, con solo 27 años, murió envenenado Robert Johnson, cantante, compositor y guitarrista de blues del que apenas se conservan veintinueve temas (todos los que grabó) y dos fotos. Su vida breve y enigmática, su trágico final y su enorme talento abonaron la leyenda de que había realizado un pacto con el diablo en la encrucijada de las autopistas 61 y 49, en el estado de Mississippi. No tuvo fama ni reconocimiento, que recién lo alcanzaron en la década de los 60. Hoy es considerado uno de los mejores y más influyentes músicos del género.

María Eugenia Alcatena

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