Sobre la tabla, inmenso, descansa el
compuesto de secciones, injertos y tejidos que logró reunir. Sus partes se
ensamblan con ganchos de metal y puntadas gruesas, costuras toscas de primeriza
que en el resplandor de cada nuevo relámpago se iluminan y destacan con crudeza
contra la carne gris. La madre de la criatura aparta la mirada y se enfrasca en
el accionar de palancas, émbolos y resortes.
La tormenta arrecia. En un rincón, el
agua que entra a caudales empapa y deshace las cartas sin abrir del prometido
siempre postergado; arriba, imantadas por las antenas, las nubes chocan unas
contra otras y todo se electrifica. Un trueno retumba a lo ancho del cielo. Su
paso deja un silencio hueco, como una cicatriz abierta en la matriz del mundo.
En ese silencio, algo sobre la mesa se
agita. Una respiración, un temblor en un párpado. Una mano de uñas sucias y agrietadas.
La mujer contempla por primera vez a su vástago.
Animadas por la chispa vital, sus facciones son horrendas; sus gestos –que tal
vez remedan un llamado, o una sonrisa- son grotescos. No lo duda: si pudiera,
lo ahogaría en su propia sangre, ya mismo, antes de que se yerga y eche a
caminar. Pero el asco y el espanto la dominan, y sólo puede pensar en huir.
Mientras corre escaleras abajo, con el
primer aullido de su hijo resonando a sus espaldas y en todas direcciones, se
sorprende de que aún le quede resto para el asombro. Es que recién entonces advierte
–súbitamente, como un relámpago- que nunca le había elegido un nombre a la criatura.
El
30 de agosto de 1797 nació en Londres Mary Shelley, autora de Frankenstein o el moderno Prometeo. Su
madre murió tras darla a luz. A los diecisiete años conoció al poeta Percy
Shelley, por entonces casado, y se fugaron en secreto. Frutos de sus amores fueron
una beba prematura, que murió a los pocos días de su nacimiento; un nene que
vivió hasta los tres años y una nena que murió al año; un embarazo que culminó
en un aborto espontáneo que puso la vida de Mary en peligro y un único hijo que
los sobrevivió a ambos, llamado Percy. Debido a la angustia y los sentimientos
de culpa causados por estas pérdidas, Mary Shelley solía tener pesadillas con su
madre y sus bebés muertos. La generación de vida, la familia y las ansiedades de
la maternidad son temas, de una u otra manera, recurrentes en su obra.
dibujo de Germán Erramouspe
texto de María Eugenia Alcatena
texto de María Eugenia Alcatena
1 comentario:
Si cliquean en la imagen se ve más grande :)
Publicar un comentario