FLORECIDA MOCEDAD
Soy médico,
cardiólogo, para más datos. Voy completando esta segunda juventud, que es una
elegante forma de decir que estoy más cerca de los sesenta que de las cinco
décadas. De joven, supe ser un cachafaz, ¿a qué negarlo? Además, nunca falta el
amigo que, con una mezcla de envidia y admiración, relata alguna salvajada de
los tiempos pasados. Sin embargo, siento que las andanzas de aquel joven Don
Juan son las historias de otro hombre porque un día, contra todo pronóstico, me
casé con Helena, mi eterna novia, la única mujer que verdaderamente amé.
Nuestro matrimonio fue feliz, muy feliz. Tuvimos dos maravillosos hijos y al
contrario de lo esperado, le fui significativamente fiel.
Pero
una tarde de otoño, yo que presido no sé cuántas cátedras y sociedades médicas,
no pude evitar su último suspiro. Nos desbordó el sufrimiento. Los chicos, ya
grandes, se refugiaron en sus carreras y por mi parte, me consagré íntegramente
al trabajo. También me convertí en charlista profesional, paseando mi alma acongojada
por todas las geografías del globo. Me hacía muy mal volver a casa, para ver
que Helenita se había convertido en una foto que no envejece.
Así
iba por la vida cuando la agenda de conferencias y congresos, me llevó a Curitiba,
una ciudad del sur del Brasil. La delegada consular vino a recibirnos y, con
amable pero aséptica diplomacia, nos acompañó durante todas las jornadas. Era
menuda, elegante y del todo ausente.
Soy
un hombre de ciencia, por lo tanto sé que lo que voy a decir ahora quizás pueda
sonar a disparate, pero tengo una especial sensibilidad para advertir cuando un
corazón sufre. Y no me refiero al tipo de dolencia que puedo curar con mi
medicina. Esta chica, como yo, aunque cumplía eficazmente su trabajo, sufría en
silencio el dolor de una ausencia. De forma totalmente inesperada, pese a mi
vida de monje, me sentí atraído por su aspecto afligido.
La
última noche, el Consulado nos ofreció un cóctel de despedida. Soy de rehuir
este tipo de aglomeraciones pero no tuve más remedio que concurrir. Una cosa
llevó a la otra, alguien se sentó al piano de cola y los presentes empezaron a despachar
el repertorio habitual de tangos, boleros y folklore. Para mi desgracia, el comedido
de turno insistió en hacerme cantar. Opuse resistencia hasta la descortesía,
pero de repente, creí ver un destello de expectativa en la carita de la chica
de los ojos tristes y me decidí. Me acerqué al pianista y le pregunté al oído
si conocía lo que iba a cantar. Sonrió y con gesto de asentimiento, atacó con
los primeros compases.
Con
recobrada seguridad, me planté y empecé a entonar. Y aunque cada tanto echaba
una ojeada a la muchedumbre, fue obvio que le dediqué el tema a la delegada
consular. Y en alas de la música se fue hilando el mágico encaje que congrega a
los extraviados, perdona los pecados, sana las heridas y restaura la esperanza.
Porque
esperanza fue lo que anidó en mi corazón, cóncavo de tristezas. Sé también que lo
mismo sucedió en el de ella. Y lo sé, porque primero y muy tibiamente, empezamos
a contactarnos a mi regreso a Buenos Aires. Después quisimos volver a vernos. Y
después, bueno… hace dos semanas que pidió el pase y está a punto de mudarse a
casa.
¿Ah…
qué fue lo que canté?: “Naranjo en flor”, claro.
En un día como hoy,
pero de 1994, fallecía Roberto “El Polaco” Goyeneche, uno de los más grandes
cantantes que dio la música ciudadana. Hay tangos como “Garúa”, “Tinta roja”, “Malena”,
“Afiche”, “Balada para un loco” o “Naranjo en flor” que perduran en el oído del
público, interpretados con el fraseo característico del hombre de Saavedra.
© Pablo Martínez
Burkett, 2012
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