Los regalos no se cambian, eso me enseñó mi viejo. El regalo
trae algo más que el objeto, lleva consigo la intención, el plan, el
pensamiento de quien te lo compró.
Con ese espíritu fui a Musimundo, a comprarle al viejo un CD para el de cumpleaños. Lo de la música,
en casa, es religioso. Cambió el tocadiscos por el reproductor de CD, pero no
el rito de sentarnos, antes de cenar, de frente al equipo, para escuchar algo
de música. Mi viejo, recién ahora, me deja meter algo de rock nacional y viene
aflojando con Soda Stéreo. Dice que “Cuando pase el temblor” remite a las
raíces del folclore de la Puna y eso lo emociona. A mi viejo lo emociona la
Puna. Allí estuvimos en las vacaciones de invierno del setenta y ocho, y casi
no volvimos porque decía que ese era su lugar en el mundo, que teníamos que
quedarnos a vivir ahí. Como no logró nuestra adhesión al proyecto de traslado
familiar, nos vive diciendo que cuando se jubile se va a Jujuy con o sin
nosotros, y que si la muerte lo sorprende antes, que tiremos sus cenizas al
lado del monumento del Trópico de Capricornio. Pero de la muerte no me gusta
hablar, mucho menos con él porque empieza con sus teorías de el cuerpo es una
cáscara y el alma energía, y me pone nervioso, me hace doler la cabeza. Por eso
prefiero irle con música y, sobre todo, regalarle música.
Llego antes que él a posicionarme de frene al equipo de
audio. Papá se arrima con su vaso de tinto. Está por meter mano a la pila de
CDs y le digo que no hace falta. Me mira entre sorprendido y sobrador, como
diciendo “pebete, hoy es mi cumpleaños, la música la pongo yo”. Pero le rompo
el gesto al poner delante de su cara el cuadradito envuelto para regalo. Pinta
una sonrisa de oreja a oreja. Sus dedos se apuran a develar el misterio, a
borrar, quizás, la incipiente sospecha de que ese envoltorio oculte rock y
devele mi primer acto de rebeldía adolescente y la sonrisa se hace más grande
cuando descubre que lo homenajeo en el punto máximo al traerle un CD de Jorge
Cafrune. Me tira un “gracias” entrecortado. Mientras apura la salida del disco,
con el uso del filo de las uñas corta el plástico cobertor y una insipiente
suelta de lágrimas.
Mete el CD en la bandeja, presiona play. Lo miro. Sus ojos
recorren la foto de la tapa. Cafrune está parado y a su lado hay un niño. Mi
viejo da vuelta la cajita, repasa con el dedo índice derecho las canciones.
Escucho que mi viejo pregunta “¿Quién es Marito?” Y yo, me hago el que no lo
escucho, no sé de qué me habla, no tengo un solo amigo con ese nombre. Evado su
mirada, enfoco el display del reproductor. Por los parlantes brotan los
rasguidos y la voz imponente de Cafrune, grapa y piedra moldean la voz de la
tierra. De golpe, a la voz del cantor del pueble se le suma el agudo canto de
un niño. Miro a un costado, me sorprendo, tal vez haya un pibito en casa. No
tardo en darme cuente de que la voz brota de los parlantes y del registro del
CD que acabo de regalarle. Lo miro sin torcer la cabeza, como cuando espero el
reto fatídico después de mandarme un moco, y mi papá, ante cada tono chillón
del niño cantor (intercalado entre la voz de Cafrune), aprieta la piel de la cara
como si le picaran mosquitos. Mi viejo larga “Ese nene está haciendo mierda la
canción”. Mi viejo se empina el vaso de vino, no vuelve a hablar.
Mirar el display del reproducto, no voy a volver a mirarlo,
nos queda el recorrido entero de este disco de Cafrune, mi regalo, el que no
vamos a cambiar, porque él me enseñó que los regalos no se cambian y la música
se escucha hasta el final el disco o hasta que mamá llame para comer la cena.
Cafrune, un tipo generoso como pocos, grabó este disco con
Mario Guillermo Perrota. El gran Jorge Cafrune nació un 8 de agosto de 1937.
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