miércoles, 8 de agosto de 2012

Los regalos no se cambian. Por Juan Guinot

Los regalos no se cambian, eso me enseñó mi viejo. El regalo trae algo más que el objeto, lleva consigo la intención, el plan, el pensamiento de quien te lo compró.
Con ese espíritu fui a Musimundo, a comprarle al viejo  un CD para el de cumpleaños. Lo de la música, en casa, es religioso. Cambió el tocadiscos por el reproductor de CD, pero no el rito de sentarnos, antes de cenar, de frente al equipo, para escuchar algo de música. Mi viejo, recién ahora, me deja meter algo de rock nacional y viene aflojando con Soda Stéreo. Dice que “Cuando pase el temblor” remite a las raíces del folclore de la Puna y eso lo emociona. A mi viejo lo emociona la Puna. Allí estuvimos en las vacaciones de invierno del setenta y ocho, y casi no volvimos porque decía que ese era su lugar en el mundo, que teníamos que quedarnos a vivir ahí. Como no logró nuestra adhesión al proyecto de traslado familiar, nos vive diciendo que cuando se jubile se va a Jujuy con o sin nosotros, y que si la muerte lo sorprende antes, que tiremos sus cenizas al lado del monumento del Trópico de Capricornio. Pero de la muerte no me gusta hablar, mucho menos con él porque empieza con sus teorías de el cuerpo es una cáscara y el alma energía, y me pone nervioso, me hace doler la cabeza. Por eso prefiero irle con música y, sobre todo, regalarle música.
Llego antes que él a posicionarme de frene al equipo de audio. Papá se arrima con su vaso de tinto. Está por meter mano a la pila de CDs y le digo que no hace falta. Me mira entre sorprendido y sobrador, como diciendo “pebete, hoy es mi cumpleaños, la música la pongo yo”. Pero le rompo el gesto al poner delante de su cara el cuadradito envuelto para regalo. Pinta una sonrisa de oreja a oreja. Sus dedos se apuran a develar el misterio, a borrar, quizás, la incipiente sospecha de que ese envoltorio oculte rock y devele mi primer acto de rebeldía adolescente y la sonrisa se hace más grande cuando descubre que lo homenajeo en el punto máximo al traerle un CD de Jorge Cafrune. Me tira un “gracias” entrecortado. Mientras apura la salida del disco, con el uso del filo de las uñas corta el plástico cobertor y una insipiente suelta de lágrimas.
Mete el CD en la bandeja, presiona play. Lo miro. Sus ojos recorren la foto de la tapa. Cafrune está parado y a su lado hay un niño. Mi viejo da vuelta la cajita, repasa con el dedo índice derecho las canciones. Escucho que mi viejo pregunta “¿Quién es Marito?” Y yo, me hago el que no lo escucho, no sé de qué me habla, no tengo un solo amigo con ese nombre. Evado su mirada, enfoco el display del reproductor. Por los parlantes brotan los rasguidos y la voz imponente de Cafrune, grapa y piedra moldean la voz de la tierra. De golpe, a la voz del cantor del pueble se le suma el agudo canto de un niño. Miro a un costado, me sorprendo, tal vez haya un pibito en casa. No tardo en darme cuente de que la voz brota de los parlantes y del registro del CD que acabo de regalarle. Lo miro sin torcer la cabeza, como cuando espero el reto fatídico después de mandarme un moco, y mi papá, ante cada tono chillón del niño cantor (intercalado entre la voz de Cafrune), aprieta la piel de la cara como si le picaran mosquitos. Mi viejo larga “Ese nene está haciendo mierda la canción”. Mi viejo se empina el vaso de vino, no vuelve a hablar.
Mirar el display del reproducto, no voy a volver a mirarlo, nos queda el recorrido entero de este disco de Cafrune, mi regalo, el que no vamos a cambiar, porque él me enseñó que los regalos no se cambian y la música se escucha hasta el final el disco o hasta que mamá llame para comer la cena.
Cafrune, un tipo generoso como pocos, grabó este disco con Mario Guillermo Perrota. El gran Jorge Cafrune nació un 8 de agosto de 1937.

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