viernes, 17 de agosto de 2012

Un Rostro como este...



Un rostro como este se podría encontrar en cualquier lado. Al volante de un camión, con una gorra y unas gafas de sol; en un taller mecánico, cambiando los amortiguadores de un auto con sus manos engrasadas; en un andén de Retiro, vendiendo turrones a viva voz; en algún cafetín de barrio jugando al dominó; en un cabaret de Recoleta, de traje y corbata, vigilando el ingreso de los clientes, etc. Sin dudas, un rostro como este se podría encontrar en cualquier lado. Sin embargo… un rostro que articule una sonrisa dulce y mordaz en un único gesto, eso si no es tan fácil de encontrar. Eso requiere de una cierta destreza innata de los nervios faciales, de un buen manejo de la porción orbitaria del músculo orbicular del ojo, de un plegado perfecto del músculo cigomático mayor, y un hábil malabarismo de los septos nasales. Porque más allá de ser portador de un semblante rústico y entrañable, es necesario conocer el arte de los gestos. El arte de intimidar, de seducir, de aterrar, de acobardar, de apaciguar; el arte de entremezclar sensaciones en el corazón del espectador con un simple ademán.

Yo lo conocí como Maximilian Cady, un violador asesino que salía de la cárcel para vengarse cruelmente del abogado que había ocultado pruebas substanciales para otorgarle una condena menor. Luego de presenciar a un criminal del estilo, la sabiduría y la cautivadora brutalidad de Max Cady, todos aquellos criminales que me estremecían en el pasado –Ming, Darth Vader, Lex Luthor, Norman Bates, etc–, se disipan lánguidos y fríos bajo la siniestra sombra de este formidable malvado. Incluso su versión original, interpretada por Robert Mitchum, se disipa como un espectro en blanco y negro al lado su sucesor.

También conocí al púgil “Jake La Motta”, otro pendenciero entrañable, que con sus jabs y ganchos feroces, lograba atravesar la pantalla y hacer me doliese el estómago. ¿Y quien no imitó al taxista psicótico Travis Brickle con un arma frente al espejo?: “¿me hablas a mi?... ¿Me estas hablando a mi?... ¿a mi?...”. Memorable.

Un genio multifacético; capaz de quitarse o agregarse decenas de kilos en tan solo unos meses. Valía la pena si de ser Al Capone se trataba.

Pero este mordaz y entrañable artesano de los gestos, no se conformaría solamente con papeles de mafiosos, malhechores y tipos duros. También sería Leonard Lowe, un enfermo catatónico al que reviven con una droga experimental. Y es este, uno de esos papeles en donde demuestra sin escrúpulos, que nada puede detenerlo, que no tiene límite alguno, que puede mutar de un fornido asesino a un frágil minusválido sin grandes esfuerzos. Que nada le resulta imposible de interpretar. Y que todo en lo que participa, ya sea una gran obra o una comedia naif y comercial, él lo transforma; su sola imagen: él y su épico lunar en el pómulo derecho, es suficiente para que la película cautive y encante al espectador.

Esa mueca, esa sonrisa burlona y campechana, son la marca registrada de un rostro no tan fácil de encontrar. De un rostro que supo hacer de Vitto Corleone en la segunda parte de “El Padrino”, y ganarse un Óscar por ese papel.

Muchos grandes directores se han encargado de explotar su talento camaleónico. Pero si hay alguien que lo hizo con excelencia, fue Martin Scorsese, que se valió de su mítico semblante y estilo, moldeándolo una y otra vez, para crear muchos de los personajes más inmortales de la pantalla grande.

Un 17 de Agosto de 1943, en New York nacía Robert De Niro, quien se transformaría en uno de los actores más talentosos y versátiles del cine estadounidense. Poseedor de un estilo único que lo ha caracterizado a lo largo de toda su carrera; ganador, hasta el momento, de dos premios Oscars; uno por su papel interpretando a Vitto Corleone en El Padrino II, y otro por encarnar al mítico boxeador Jack La Motta en la película Toro Salvaje.



Diego Martín Rotondo

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