miércoles, 24 de octubre de 2012

De sable y de gules

      Dos ejércitos forman filas en la plaza, enfrentados. Llevan astas de metal de las que penden estandartes raídos. En uno de ellos amenaza la cornada del minotauro sobre campo tajado de sinople y de azur. En el otro, en campo tronchado de sable y de gules, una garra plateada exhibe cinco uñas filosas como hoces de siega. 
      Parecen de otro tiempo, pero no. Son miles. No hablan. 
      Las tropas del escudo verdeazul tienen menos hombres que en sus días de gloria. Sin embargo los soldados se muestran presuntuosos y altaneros. La mirada hacia adelante y hacia arriba, como si no vieran al ejército contrario, como si no existiera. Llevan por punta de lanza la soberbia de diez años de victorias en la misma plaza, contra el mismo enemigo. Del cuello les cuelga, a cada uno, una pezuña de oro. 
      El bando de la insignia roja y negra es irregular. Pero su aspecto es temible; en los últimos ocho meses se ha fortalecido. Debajo de unas pieles pardas de animal salvaje, rezuman hostilidad. Buscan con la mirada iracunda los ojos que no los miran. Hay caras nuevas en sus filas, encolumnadas detrás de los luchadores más fieros. Los nuevos son los de rostro sombrío y demacrado, los que antes blandieron la pezuña dorada en el fondo de la formación contraria, los rapaces. 
      En el perímetro del campo de batalla se agolpa una miríada de varones con sombrero. Son civiles, señores que no han podido dormir hace semanas. Son los que siempre enviaron empleados a presenciar la lucha diaria pero que ya no los tienen. Por la radio oyeron las últimas batallas y quieren ver ellos mismos si es cierto, quieren estar para alzar su queja si el resultado no es bueno. Tal vez se pueda hacer algo. 
      El rumor que nace de ese público decadente es más y más alto. Las tropas resoplan, murmuran. Las armas de ambos bandos apuntan hacia el enemigo. Un campanazo rompe el equilibrio tenso. Es la hora. Se trenzan los bandos entre rugidos feroces. La gente que mira silba, grita, reclama. La marea de luchadores pronto se mancha de rojo. El escudo del minotauro cae. La radio lo cuenta y los señores que ya no tienen empleados pero sí demasiado orgullo como para ir a la plaza se tiran de los rascacielos. Es jueves y la garra del oso aplasta a cualquiera que se le ponga delante.



      El jueves 24 de octubre de 1929 la bolsa de valores Nueva York se quebró. Los vendedores de títulos, conocidos en el ambiente bursátil como los osos del mercado, vencidos por las pérdidas y el pesimismo, se desprendían de sus activos a cualquier precio. Los compradores, conocidos como los toros, por un momento desaparecieron literalmente de la plaza. Lo que se recuerda como el “jueves negro” originó una situación de pánico que provocó la posterior crisis bancaria en los Estados Unidos. El crack del 29 dio comienzo a la Gran Depresión, el período de crisis económica mundial más prolongado del siglo XX.

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