EFEMERIDE 25 DE OCTUBRE
SIEMPRE LOS ESTAREMOS ESPERANDO
Hay quienes afirman que en la
antigüedad ya fueron vistos. Los más piadosos los llamaron dioses; los blasfemos,
simples luces en el firmamento. Los prudentes, erigieron altares y sacrificios
de los que ya no se tienen memoria; los impíos, grabaron en la piedra numerosas
advertencias para las generaciones futuras. La erosión de los años poco ha
dejado de aquellas alertas sobre los objetos que vinieron del espacio. Menos
queda de esos bólidos de fuego que cayeron sobre el planeta.
Pero tanto crédulos como escépticos no
pudieron sentir el mismo terror que ahora nos corroe, porque para ellos, ¡oh, felices
antepasados!, sólo fueron luces que caían desde el cielo. Ojalá todo hubiera
seguido así, un enigma para la ciencia, un capítulo para la teología. Pero ese tiempo
de venturosa inocencia jamás, jamás habrá de volver…
La luz apareció hace poco y se
estacionó en una órbita cobarde. Su presencia acechante puede percibirse cuando
las nubes se hacen menos densas. Las noticias lo describen como un cilindro
gigante, con dos alas no menos colosales y un gran plato en el costado. En uno
de los extremos, tiene una esfera y en el otro, una campana de la que sobresalen
unos raros artefactos. Los ancianos no terminan de ponerse de acuerdo, pero se
trataría de un sistema de propulsión. Es indudable que proviene de una
inteligencia superior, capaz de un diseño que nuestra pobre tecnología no
alcanza siquiera a imaginar. Hay quien arriesga que es la vanguardia de una conquista
estelar.
Se ha suscitado una especie de
psicosis colectiva. La presencia del intruso no es mero azar. De edad en edad,
la sucesión de luces fue creciendo con vertiginosa frecuencia pero ahora… esto…
esto es diferente. Sean divinidades o seres intergalácticos, saben que estamos
acá. Retornan los antiguos dioses, dicen unos. Los emisarios ancestrales vienen
a reclamar lo que es propio, se agitan otros. Aunque me niego a admitir que las
profecías pudieran ser reales, en esta ocasión, tengo que conceder, hay testimonio
suficiente. Es cierto que poco hemos hecho con nuestro planeta y que no hace
falta levantar la mirada para contemplar la degradación del ambiente. ¡Pero es todo
tan terrible!
Predicción o no, el gobierno ha dado
las órdenes precisas y se hacen los aprestos para defendernos del mal que se
avecina. Sin embargo, el horror se ha acelerado. Del ente orbital se desprendió
la esfera. A diferencia de otras veces, sólo un ínfimo fuego acompañó su
descenso a través de las capas superiores de la estratósfera, ¡ay nuestra vana
esperanza de que se incinerara! Luego, prodigio tras prodigio, la bola se abrió
en gajos, para dejar salir tres hongos colosales de los que pendía el artefacto
escondido en esa pequeña estrella de la muerte. Era un cilindro más corto,
asentado sobre un plato, que a su vez, se encastraba sobre una esfera, de cuyo
ecuador brotaban unos tubos que se insertan en la circunferencia que le servía
de base.
Por unos signos de color rojo en el
fuselaje, los científicos han creído identificar la procedencia del agresor
colonial. Se dictó una ley estricta. Todo el mundo debía guarecerse bajo la
superficie. No obstante, unos valientes asomaron las antenas para ver cómo el
pérfido engendro extendía un brazo mecánico y producía unos chasquidos. Al principio
temimos lo peor, pero el calor y el peso de nuestra atmósfera hicieron lo suyo
y el aparato quedó totalmente inutilizado. El invasor terrícola no duró ni una
hora de ellos. Sabemos que no se darán por vencidos, pero siempre los estaremos
esperando.
En un día como hoy pero de 1975, una
nave alcanzaba por primera vez la superficie del planeta Venus. La astronave
soviética Venera 9, lanzada en junio de ese año, estaba compuesta por un orbitador
y un módulo de aterrizaje. Este módulo se separó e inició el descenso, auxiliado
por tres paracaídas. Ya en suelo venusino, la sonda realizó diferentes
mediciones y tomó un sinfín de fotografías, pero tras 53 minutos de exploración,
fue destrozada por un calor de casi 500 ° centígrados y las 90 atmósferas de
presión, peso semejante al que existe a un kilómetro de profundidad en nuestros
océanos.
© Pablo Martínez Burkett, 2012
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