Una vez un hombre
me dijo: tu problema es que sos muy linda.
Son raras las
vueltas que dan las cosas. Años más tarde, cuando por casualidad vi a Anton por
primera vez, esa frase vino a mi mente. Sin saber muy bien por qué, lo seguí.
Había algo en su cara, en las líneas que rodeaban sus ojos, en la textura de
sus mejillas, que no encajaba. Lo seguí a través de avenidas, calles, pasadizos
y parques. Cuando se cansó de intentar perderme, giró y me miró. Fue apenas un
segundo, pero sus ojos me miraron.
Esperé sentada en
el umbral un día entero. No llevaba abrigo, pero no importaba. Cuando
finalmente salió, volví a seguirlo. Paseamos durante horas, él adelante,
eligiendo el recorrido, yo varios metros más atrás, con la mirada fija en su espalda,
como un imán. Esa noche volví a dormir en el umbral, y veintiséis noches más.
Cada tarde recorríamos un trayecto distinto, pero yo apenas veía lo que había a
nuestro alrededor. A veces él entraba en algún negocio (sederías, casas de moda
y maquillaje, jugueterías, anticuarios, joyerías, tiendas de música); yo lo
esperaba en el punto donde me hubiera dejado, sin querer cortar por nada esa
distancia que nos unía.
La noche
veintinueve se detuvo junto a la puerta y se hizo a un costado, para dejarme pasar.
Después de mucho tiempo, volví a mirar a mi alrededor: cortinados, escaleras,
largas arañas colgantes de acrílico. De la mano me paseó por su paraíso kitsch:
cada objeto en su preciso lugar, unido por un entramado denso e invisible a
todos los demás. En el centro del salón nos esperaba una mesa de manteles
largos, velas, rosas y vajilla de plata. Comí en silencio; él me observaba.
Cuando terminé, comenzó a arrancar de su rostro, una a una, las partes que lo
conformaban. La línea de los dientes le surcaba la cara, en lugar de nariz se
abría un agujero, la piel chamuscada le recubría tirante el cráneo; deseé que
nunca más volviera a ponerse la máscara, al menos entre nosotros. Se colocó un
aparato en el cuello y dijo: te llamaré Vulnavia, y yo asentí.
Así comenzó
nuestra convivencia en su palacio de muñecos mecánicos, disfraces, tubos de
órgano, valses, rituales y juguetes, levantado en honor a su esposa muerta pero
siempre presente, palpitante en cada detalle, destinataria de cada gesto y cada
palabra. Nosotros somos la parte viviente de ese monumento. Cada día visto un
vestido distinto, que combina con el dramatismo calculado de los movimientos de
Anton y los decorados que nos envuelven. Soy su muñeca, su compañera, su fiel
asistente; soy parte de su mundo, nuestro propio paraíso de tres.
El 25 de octubre
de 1993 murió Vincent Price, maestro del terror de bajo presupuesto.
Protagonizó, entre otros clásicos, Terror
en el museo de cera, La mosca de la cabeza blanca, casi todas las
adaptaciones de Roger Corman de cuentos de Poe, El último hombre sobre la Tierra, El abominable Dr. Phibes y El retorno del Dr. Phibes. También actuó
en El joven manos de tijera y la
serie de Batman de los 60.
María
Eugenia Alcatena
1 comentario:
Precioso.
Publicar un comentario