UNA RADIO QUE HABLABA
ALEMAN
En mi casa tengo una
radio a válvulas. El gabinete es de madera maciza y mide casi medio metro de
frente. No posee identificación ni escritura alguna, así que no sé la marca. Tampoco
sé los años que debe tener. Pero seguro que son muchos, muchísimos. Y no es
cualquier radio.
Me la regalo mi tío
Serodino. Lo acompañaba cuando era jefe de estación en un pueblito de provincia,
cuatro o cinco décadas atrás. La vida del ferroviario alarga las soledades y si
la radio era una gran compañía en los días, tanto más en las noches de cielo y
pampa. El tío repetía hasta el cansancio que escuchaba transmisiones de todos
lados. Y aunque no entendía ni jota, decía que eran voces que le daban paz
interior. Y entre enigmático y cómplice, explicaba que esas palabras habían
sido fundamentales para su carrera.
Mi tío se trajo la radio
consigo a Buenos Aires, cuando lo promovieron al puesto más alto al que pudiera
aspirar un hombre del riel. En su despacho de la Estación Retiro escuchaba la radio,
con un sonido metálico, lleno de frituras. No hubo subalterno ni familiar que
lo convenciera de cambiarla. No hubo regalo modernizador que lo conmoviera. La
radio, insistía el tío, era su guía espiritual.
Finalmente, Serodino
se jubiló y se fue a su casa. Con la radio a cuestas, claro. Una tarde me llamó
y con solemnidad, me informó que deseaba legarme la radio. También me habló de
otras cosas. Al principio, no quise aceptar. No entendí que a su modo, se
estaba despidiendo. Poco después, mi primo me llamó para darme la desgraciada
noticia.
La radio era un armatoste bastante fiero. Con practicidad femenina, la legítima me
urgió a tirarla a la basura. Pese a la agria discusión doméstica, terminó sobre
el bahiut del living-comedor. No me animé a confesarle que, además de ser un recuerdo
familiar, la radio tenía otras… digamos… virtudes. Pero no pasó mucho para que se
manifestara el fenómeno del que tanto me aleccionó mi tío en la última charla.
Un sábado de mañana,
hacíamos la limpieza. Yo pasaba los pisos y mi mujer lustraba el gabinete de
madera. Y mientras frotaba una suerte de ojo de vidrio que está sobre el
sintonizador, la radio empezó a transmitir. ¡Nos pegamos un julepe bárbaro!
Siempre creímos que no andaba. Pero la sorpresa si hizo pavor cuando
comprobamos que ni siquiera estaba enchufada. Y para terminar de desquiciarnos,
no obstante que el discurso, distorsionado, latoso, salía en alemán, éramos
capaces de entender perfectamente.
Con mucho de arenga, pero
también de prédica y hasta de poema, la voz dijo ser un ermitaño que vivía en
la montaña, acompañado de un águila y una serpiente. Se presentó a sí mismo
como Zaratustra, un antiguo profeta, que había regresado para destruir los
valores arcaicos del bien y del mal y engendrar así una nueva moral. El profeta
proclamaba con vehemencia el ocaso de los dioses, más precisamente, vociferaba
que Dios había muerto y que pronto estaba el surgimiento del superhombre, quien
habrá de practicar una nueva escala de valores, una moral basada en la verdad y
en la voluntad de poder. Antes de apagarse, la voz nos advirtió que solamente esa
ambición de actuar los propios deseos, hará posible que el superhombre pueda vivir
una vida plena, intensa, sobresaliente, al punto de querer repetir lo vivido,
una y otra vez, una y otra vez.
Cuando se acalló el eco
perverso, con la legítima nos quedamos temblando. Sólo se escuchaba nuestras
respiraciones agitadas. Sin darnos cuenta, nos habíamos abrazado durante la
sermoneada de Zaratustra. Nos miramos sin saber qué hacer. Un rato más tarde,
repuestos ya del horror, sofrenamos el primer impulso de deshacernos de la
radio. Aguardamos la próxima transmisión, con pánico pero también con
esperanza.
En un día como hoy,
pero de 1844, nacía en Alemania Federico Nietzsche, uno de los filósofos de
mayor influencia en el pensamiento contemporáneo. En sus obras, embistió contra
las ideas imperantes en la época, desafiando los valores establecidos, la
cultura y aún la religión misma. Pasó poco más de los últimos diez años de vida
recluido en instituciones mentales.
© Pablo Martínez
Burkett, 2012
No hay comentarios:
Publicar un comentario