No respiren. Es injusto si respiran.
Yo no estoy respirando.
Muchas cosas son injustas, es verdad. Que me lo digan a mí.
Lo último que quería vender era la mesa de tres patas. De
todo lo demás me fui desprendiendo con una insensibilidad que me desconocía. Primero
publiqué en avisos y conseguí, dentro
del rango de lo miserable, quien pagara el precio que pedía. Cuando eso no
alcanzó, puse en remate las decenas de secretos que había recolectado durante
toda mi vida. Menos la mesa. Todavía con ella podía trabajar. La posibilidad
del usarla se hizo cada vez menos frecuente, eso también es verdad, pero siempre
hubo viejas con fe ávidas de que les diga lo que querían escuchar. Y en el
engaño, créanme, sé moverme como pez en el agua.
Es gracioso que lo diga, bien me serviría ahora ser un pez.
Para poder respirar, Dios. Para poder zafarme.
Caí en desgracia cuando empezaron las voces. Voces en mi
cabeza. Las de mis padres, la de una vieja amiga, la de mi hermano mayor. Me
desconcentraba en el escenario, y la gente, desorientada, terminaba por irse
antes del final. Tuve que dejar los naipes y los conejos y cambiarlos por
agujas, antorchas, hasta por una cama de clavos. El horror —del otro— gusta. Pero
mi repertorio de faquir era flaco. Mucho más que yo, que nunca fui amigo del
ayuno prolongado. Haciendo de médium, en cambio, no me iba tan mal. Sé poner
los ojos en blanco, tenía el mobiliario adecuado y las voces me dictaban
incoherencias al azar. Lo necesario para que el trance pareciera verdadero. Por
eso, cuando tuve que vender la mesa para poder comer, recién ahí, sentí que
perdía todo.
Un productor venido a menos me propuso hacer esto. Me dijo: si la cosa camina, nos hacemos ricos. Yo no quiero ser rico, necesito
comer. Las voces, al unísono, me dijeron que acepte. Y dije sí.
La sala está llena. Yo cuelgo boca abajo dentro de una pecera
de agua fría. Tiene una tapa metálica con grilletes que se cierran alrededor de
mis tobillos. Eslabones gruesos como dedos me marcan los muslos y los brazos, y
me hunden. La cámara de la tortura china se completa con media docena de
candados lustrosos. Estamos todos de estreno, parece. También parece que no hay
truco. La reserva de aire se me acaba y estoy empezando a preocuparme. Debería
saber cómo salir, pero no sé. Ayuda. Las voces me dicen que me relaje, que ya
está bien, que total… Hablan todas juntas y me desesperan más. Aire, por favor.
Una voz distinta se cuela entre las conocidas. Es un hombre. Puede
que tenga razón, pero creo que me quedé sin fuerzas. Mi piel se está poniendo
azul. Me habla más fuerte, repite siempre lo mismo, me grita.
Hago lo que me dice. Es simple, después de todo.
Es simple y maravilloso. Aire. Estoy flotando libre. Aire.
Empujo la tapa con la cabeza y la gente aplaude y la cosa
camina y ya no escucho voces y puedo respirar.
Ehrich Weiss murió el 31 de octubre de 1926, a los 52 años.
Le decían “El Rey de las Esposas”; él se hacía llamar Harry Houdini. El maestro
del escapismo conoció la fama gracias a unos pocos números, entre ellos La cámara
de la tortura china. En sus últimos años, luego del fallecimiento de su madre,
vivió obsesionado con el mundo de los muertos; se afanó en ridiculizar a
cualquiera que dijese que podía contactar con el trasmundo. Antes de morir de
peritonitis, creó un código de diez palabras que solo conoció su mujer, Bess
Houdini. Le juró que si de veras existía la manera de escapar del silencio de
la muerte, se lo haría saber con esa contraseña. Bess perdió la vida diecisiete
años después, aparentemente sin tener noticias de su esposo.
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