Los tres hombres
se miran. Son hermanos, y bajo la luz oscura de la lamparita es difícil
distinguir a uno del otro. Ellos lo saben y los divierte; a veces, aunque estén
solos, forman un triángulo, un círculo si están los otros dos, y de repente
alguno da la señal y se mezclan, cambian de lugares, forman otra ronda, y
vuelven a mirarse como antes, serios, jugando a que son alguien de afuera,
algún espectador desprevenido que trata de encontrar las diferencias para
identificarlos. Los de afuera siempre pierden, y eso les da risa.
Hoy no; hoy el
juego es otro. El menor, por lejos el más gruñón de los cinco, arrastra al
centro del triángulo un baúl de vodevil desvencijado. Al costado tiene una
identificación: “Rufus T. F.”. Por supuesto, no es el nombre del hombre que ahora
forcejea con la traba y la abre. No tiene sentido preguntarle dónde lo
consiguió ni cómo: simplemente no puede parar de mentir, de inventar historias,
y la que cuente sería distinta de las que vaya a contar después. Además, es un
juego; no hace falta entenderlo, sólo hay que jugarlo.
Él es el primero
en elegir. Ante la mirada de sus hermanos, abre una lata de betún y se lo
esparce sobre el labio y los ojos, dibujando tres manchones gruesos y brillantes.
Lo sigue el del medio, que encuentra una peluca anaranjada de rizos, esponjosa
como un algodón de azúcar. En su cabeza no hace pensar en un payaso. El mayor
se calza unos rulos oscuros y raídos, y encima un sombrero tirolés que los
desparrama todavía más. Mira a sus hermanos, ve su propia imagen en sus ojos, y
festeja con una carcajada.
El juego está en
marcha. El del medio, voraz, va guardando en los bolsillos de su gabardina todo
lo que encuentra: una cuerda, un martillo, un pez de escamas plateadas, unas
tijeras, una taza de café humeante, un portaligas de encaje, un teléfono, una
brocha, una bolsa de maní, una vela encendida por los dos extremos. El menor,
el que trajo el baúl, apenas logra rescatar un habano y unos quevedos de metal.
Pero algo detiene la rapiña de su hermano, el de los rulos rojos y ojos serios
como platos: a punto de guardar en un bolsillo interno su último
hallazgo, una corneta, se le da por hacerla sonar. Y entonces ríe, ríe como
nunca, sin emitir un sonido, abriendo la boca tanto como se lo permiten las
mandíbulas. Y empieza a croar, como un alienado, sincronizando su mímica muda
con los bocinazos de su corneta.
El mayor festeja
con otra carcajada, esta vez marcadamente italiana, y comienza a tocar un piano
invisible en el aire, con gestos que inventa para dar risa. El menor escucha la
música y echa a andar a zancadas, bailando alrededor de sus hermanos, marcando el
ritmo con un flautín que sacó de entre sus ropas, o de algún lado. La
habitación pequeña y mal iluminada ya es un batifondo, y late al ritmo de esa
disonancia de ruidos, risas, acordes y melodías.
El 11 de octubre de 1961 murió Chico, el mayor de los Hermanos Marx. Su
verdadero nombre era Leonard y había nacido el 22 de marzo de 1887. Tocaba el
piano y durante unos años lideró una big
band. Sus debilidades eran las mujeres (de ahí su apodo) y las apuestas: las
cartas y las carreras de perros y caballos le hicieron perder su fortuna y lo
llevaron al borde de la bancarrota, de la que lo rescataron sus hermanos. En
las películas, era el único capaz de entender a Harpo.
dibujos de Fernando Calvi
texto de María
Eugenia Alcatena
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