jueves, 11 de octubre de 2012

Tres



Los tres hombres se miran. Son hermanos, y bajo la luz oscura de la lamparita es difícil distinguir a uno del otro. Ellos lo saben y los divierte; a veces, aunque estén solos, forman un triángulo, un círculo si están los otros dos, y de repente alguno da la señal y se mezclan, cambian de lugares, forman otra ronda, y vuelven a mirarse como antes, serios, jugando a que son alguien de afuera, algún espectador desprevenido que trata de encontrar las diferencias para identificarlos. Los de afuera siempre pierden, y eso les da risa.
Hoy no; hoy el juego es otro. El menor, por lejos el más gruñón de los cinco, arrastra al centro del triángulo un baúl de vodevil desvencijado. Al costado tiene una identificación: “Rufus T. F.”. Por supuesto, no es el nombre del hombre que ahora forcejea con la traba y la abre. No tiene sentido preguntarle dónde lo consiguió ni cómo: simplemente no puede parar de mentir, de inventar historias, y la que cuente sería distinta de las que vaya a contar después. Además, es un juego; no hace falta entenderlo, sólo hay que jugarlo.
Él es el primero en elegir. Ante la mirada de sus hermanos, abre una lata de betún y se lo esparce sobre el labio y los ojos, dibujando tres manchones gruesos y brillantes. Lo sigue el del medio, que encuentra una peluca anaranjada de rizos, esponjosa como un algodón de azúcar. En su cabeza no hace pensar en un payaso. El mayor se calza unos rulos oscuros y raídos, y encima un sombrero tirolés que los desparrama todavía más. Mira a sus hermanos, ve su propia imagen en sus ojos, y festeja con una carcajada.
El juego está en marcha. El del medio, voraz, va guardando en los bolsillos de su gabardina todo lo que encuentra: una cuerda, un martillo, un pez de escamas plateadas, unas tijeras, una taza de café humeante, un portaligas de encaje, un teléfono, una brocha, una bolsa de maní, una vela encendida por los dos extremos. El menor, el que trajo el baúl, apenas logra rescatar un habano y unos quevedos de metal. Pero algo detiene la rapiña de su hermano, el de los rulos rojos y ojos serios como platos: a punto de guardar en un bolsillo interno su último hallazgo, una corneta, se le da por hacerla sonar. Y entonces ríe, ríe como nunca, sin emitir un sonido, abriendo la boca tanto como se lo permiten las mandíbulas. Y empieza a croar, como un alienado, sincronizando su mímica muda con los bocinazos de su corneta.
El mayor festeja con otra carcajada, esta vez marcadamente italiana, y comienza a tocar un piano invisible en el aire, con gestos que inventa para dar risa. El menor escucha la música y echa a andar a zancadas, bailando alrededor de sus hermanos, marcando el ritmo con un flautín que sacó de entre sus ropas, o de algún lado. La habitación pequeña y mal iluminada ya es un batifondo, y late al ritmo de esa disonancia de ruidos, risas, acordes y melodías.

 
El 11 de octubre de 1961 murió Chico, el mayor de los Hermanos Marx. Su verdadero nombre era Leonard y había nacido el 22 de marzo de 1887. Tocaba el piano y durante unos años lideró una big band. Sus debilidades eran las mujeres (de ahí su apodo) y las apuestas: las cartas y las carreras de perros y caballos le hicieron perder su fortuna y lo llevaron al borde de la bancarrota, de la que lo rescataron sus hermanos. En las películas, era el único capaz de entender a Harpo.

dibujos de Fernando Calvi
texto de María Eugenia Alcatena

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