“Un Soplo Tehuelche”
Una vez a la semana, nos reuníamos
en el cafetín de avenida San Juan, y le dábamos rienda suelta a nuestras
lenguas virulentas. Octavio, Lisandro, y yo, habíamos acordado juntarnos
semanalmente para reírnos uno del otro; para parlotear barbaridades acerca del
aspecto físico y el entorno social de cada uno. De ese raudal de burlas, tan jocosas
como desalmadas, ni siquiera nuestras madres se salvaban. No lo hacíamos de
manera ofensiva, no había malas intenciones, se trataba más bien, de una catarsis.
Los tres habíamos abandonado a nuestros psicoanalistas hacía rato, y habíamos optado
por la reunión de los jueves. Y créanlo, nos dábamos muy duro, nos decíamos
cosas que harían ruborizar a un carnicero. En un principio, esta extraña
terapia grupal se hizo difícil, y varias veces casi terminamos a las piñas;
pero luego, comenzamos a disfrutar de los embates verbales, y competíamos a ver
cual era el más ocurrente y ofensivo. Ansiábamos que llegue ese día para
masacrarnos mutuamente con toda clase de calumnias.
Recuerdo aquel jueves, mientras
Lisandro contaba sus peripecias sexuales con la ex novia de Octavio, y este
último lo festejaba a regañadientes, vimos cruzar por la puerta doble del bar a
una pareja de mediana edad. El hombre era alto, atlético, bien parecido, y muy
prolijamente vestido. La mujer en cambio… ¡la mujer era tan espantosa, que nos
dejó boquiabiertos! Era casi tan alta y fornida como su compañero, tenía un
rostro ovalado y anémico; una nariz grande y colorada que colgaba sobre sus
labios como una boya de carne. Su cabello negro y opaco, caía sin vida sobre su
grueso y corto cuello; llevaba una especie de bincha para que los pelos no se
le vinieran a la frente. Nos miramos uno al otro totalmente pasmados; casi
siempre teníamos un apodo en la manga para los personajes dantescos que
aparecían en el bar; pero con esa mujer, no lográbamos encontrar el calificativo
adecuado; simplemente, yacíamos atónitos ante lo abominable de su aspecto. En
ese instante, en un momento de lucidez, Lisandro se llevó el dedo índice a los
labios pidiendo silencio; la miró fijamente durante casi treinta segundos.
Luego, sonrió pícaramente, y susurró: “Patoruzú…”
Nosotros la miramos, y
coincidimos al instante. Esa mujer, que ahora estaba sentada junto a su compañero
en una mesa a pocos metros de la nuestra, era idéntica al cacique tehuelche.
Nos sentimos alegres de haber encontrado un alias adecuado; Lisandro y Octavio
se tentaron de la risa, a tal punto que les tuve que dar patadas por debajo de
la mesa para que se callaran, ya que el hombre alto y atlético que acompañaba a
la pavorosa mujer, se había percatado de nuestro bullicio, y parecía intuir
nuestros pensamientos.
Lisandro decidió seguir contando
su última aventura, pero yo no lo escuché. Me perdí en mis recuerdos. Viajé
hacia mis ocho o nueve años, a las vacaciones, a la playa y a los atardeceres
en los cuales, casi como un antojo, le exigía a mi padre que me llevase al
kiosco de revistas para comprar aquellos fascículos rectangulares que protagonizaba
el héroe Patoruzú. Recuerdo que los leía una y otra vez antes de dormir;
recuerdo la textura del papel, el aroma vetusto que soplaba cada vuelta de
página; las misteriosas publicidades que aparecían a mitad de cada historia.
Aquellas revistitas se habían vuelto adictivas para mí. Siempre tocaba leerlas
en las vacaciones, no durante el año; para mí eran una tradición de verano; las
aventuras de Patoruzú estaban asociadas a la costa, a los aromas del mar, de la
arena; de los pinos; al perfume dulzón del pochocho que vendían en la peatonal,
y a muchísimas fragancias más.
Me faltaba algo por las noches,
nunca supe qué era; pero ya desde niño sentía la carencia de algo. Y en aquella
habitación de la casa de la playa, siempre me hallaba indefenso y asustado; las
noches eran oscuras y silenciosas; me provocaban un vacío que por aquellas
épocas, ni mi padre ni mi madre lograban llenar. Un vacío que yo mismo llenaba
con la lectura de las aventuras de Patoruzú; el mejor amigo que tuve en los
veraneos de mi infancia.
Octavio me codeó despertándome de
mi ensueño; pasó media hora desde que había caído abstraído en mis recuerdos.
La extraña pareja pagaba la cuenta y se levantaba de la mesa para irse. Al
pasar por al lado de nuestra mesa, esa mujer, idéntica al cacique, me miró, y
me guiñó el ojo...
Un 19 de octubre como hoy, pero
de 1928, hace su primera aparición el personaje de historietas “Patoruzú”; un
indio forzudo y bonachón, que con el tiempo se transformaría en un ícono de la
historieta argentina. Héroe entrañable si los hay; que junto a sus aventuras,
de la mano de su antagónico padrino, el vicioso y jugador: “Isidoro Cañones”, logró
deleitar a millones de niños y adultos. Creadas por Dante Quintero, Las
Andanzas Patoruzú, aun hoy siguen vigentes y disponibles en los kioscos de
revistas de cada barrio.
Martín Kaos
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