Cuando H. cumple
doce años, su madre decide regresar a Munich para que él pueda cursar allí el
secundario. Provisoriamente, se instala junto a sus hijos en una pensión
modesta.
La ciudad y sus
artefactos (las radios, los teléfonos, los automóviles) no impresionan a H.
Tampoco la gente, tan parecidos unos a otros. Salvo uno: Klaus. Cuando él está
en la pensión, todo se carga de electricidad. En ese hombre hay algo de agujero
negro, de fuego urgente, de animal. En su habitación se ejercita sin descanso: entrena
su voz, sus gestos, cada músculo de su cuerpo; lo delatan los golpes, las
extensas declamaciones, los rugidos súbitos y cavernosos. Afuera, frente a los
demás, alcanza su sola presencia para creer en su genio, y está siempre dispuesto
a cubrir de insultos a quien lo ponga en duda.
Una tarde Klaus
vuelve de la calle furioso. H. está leyendo en la sala y apenas lo ve pasar, ciego
y raudo como un huracán. Klaus se encierra en el baño, aúlla, maldice, destruye
todo lo que tiene a mano: los frascos, el espejo, los azulejos, las
instalaciones. No come, no duerme ni deja dormir, no atiende órdenes ni pedidos.
Durante dos días y sus noches sus gritos resuenan por la pensión, encadenándose
en un monólogo sin pausa, una sucesión de insultos, quejas e imprecaciones. Su
ira es profunda y tarda en consumirse.
Cuando finalmente
se cansa, H. está ahí, a un costado de la puerta del baño, esperando. Por un
instante observa la expresión en su rostro, disponible como un terreno arrasado,
y la dureza de hielo ardiente de sus ojos, que se mantiene intacta. Comprende
que en ese momento Klaus podría dar su mejor interpretación, y que tal vez no
lo sabe. El actor va a la cocina, vuelve por el pasillo y se encierra en su
cuarto sin reparar en su presencia. Ni siquiera sospecha que H.
existe.
Unos días después,
la familia de H. abandona la pensión.
Mucho tiempo más
tarde, con un guión de cine ya escrito, H. busca a Klaus. Viajan al Machu Picchu, se sacan chispas y entablan una
relación de amor-odio turbulenta y fructífera. A lo largo de los años que
siguen filman juntos cinco películas, discuten, se insultan, se amenazan de
muerte (varias veces), se abrazan, se buscan, se difaman, se admiran, se
necesitan. Esta dinámica extrae lo mejor de cada uno, que en verdad es lo mejor
de los dos. Klaus encarna a un traidor encendido en busca de El Dorado, un vampiro
solitario de gestos anhelantes, un pobre soldado alienado por las humillaciones
que recibe de sus superiores, un apasionado de la ópera resuelto a construir un
teatro en medio de la selva amazónica, un traficante de esclavos incansable que
arde hasta consumirse. Finalmente algo se quiebra; Klaus abandona
intempestivamente un rodaje y ya no vuelven a trabajar juntos nunca más.
El 18 de octubre de 1926 nació en la ciudad de Dánzig el actor alemán
Klaus Kinski. Además de muchas otras películas, protagonizó Aguirre, la ira de Dios, Nosferatu, Woyzeck,
Fitzcarraldo y Cobra Verde, dirigido por el director Werner Herzog. La
intensa relación de amor-odio que se entabló entre los dos es legendaria.
Herzog plasmó su versión en su documental Mi
enemigo íntimo, de 1999, un homenaje a su amigo ya muerto y al compuesto, tan
único como inestable, que formaban juntos.
dibujo de Joaquín Bourdeu Barassi
texto de María
Eugenia Alcatena
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