“El Poeta Maldito”
Estaba muerto. Aquejado por un lánguido zumbido de purgatorio. Gimoteaba el cielo de Paris, me alumbraban los pasos esos truenos violetas de mi sepelio, viejos esbozos de mis últimos versos. Me adentré invisible en la penumbra rojiza de una taberna de mala muerte. Tropecé con beodos y meretrices, recordé algunos escotes en los cuales había dormido.
Me derrumbé sobre la barra. Ahogué mi pesar en un vino rancio que me despertó del letargo. Mi pesar eran mis poemas, esos que se quemaban en el silencio de mí adorada soledad. Afuera tronaba feroz el cielo, lloraba ese Dios sin ojos; o tal vez, lloraba mi madre abrazando mi agonía. Si, mi madre… y esas mujeres sucias que me vendieron su amor por unas horas.
“¿Charles?”, preguntaba una voz familiar. Después de morir, viene el despertar, el vacío, y la bofetada de una verdad desnuda: cada uno elije su muerte, a cuentagotas, forjándola en cada huella, en cada hostilidad, en cada maldición. Así es, porque mientras mi sangre estaba tibia, yo proyectaba mis demonios hacia Dios, hacia mi madre, y hacia cualquiera que osara ignorarme. Y ahora, en este insondable vacío, me doy cuenta, que fui mi propio Belcebú. Que me atormenté plácidamente, entre recelos, furias, y clamores. Y lo disfruté. Cualquiera que me lea, puede dar fe de ello.
Mi madre me amó sobre el final, cuando apenas podía sentirla. Por fin había escuchado mis reclamos; en mis cartas solo le pedía: “un poco de aliento y unas caricias”. Siempre hay una tregua en la agonía. Morí sordo, casi ciego, sin poder hablar, morí hemipléjico entre los brazos de quien me afligió dándome vida. Así, la hice volver a mí.
“¿Charles?”, insistía la voz. Pocas veces me reclamaban así cuando estaba vivo. Por eso me sabe tan dulce este vino rancio.
Mientras que todos esos pedantes melindrosos que osaban llamarse poetas, componían sonetos almibarados, yo, hechizado por la música de Wagner, maldecía el amor y escupía fatales versos para que no me quemaran por dentro. Incluso, con mis Flores del Mal, advertí al lector de esta manera:
Lector, tú tan bucólico y sereno,
hombre de bien, morigerado y cándido,
no aceptes este libro saturnino
que huele a melancólico y orgiástico.
Si no cursaste nunca la retórica con Satanás,
que es un ladino dómine,
no vas a comprender nada, ¡recházalo!,
o bien me tomarás por un histérico.
Pero si logras dominar el vértigo
y consigues mirar a los abismos,
para aprender a amarme, toma y lee;
si es curiosa y doliente el alma tuya
y lo que buscas es tu paraíso,
si no me compadeces… ¡te maldigo!
“¿Charles?”. ¡Si maldita voz! Ya no te necesito, tu arrullo era para el final, para perfumar con lágrimas los pocos laureles que echaron sobre mi tumba. Si madre… soy Charles.
Un 31 de agosto como hoy, pero de 1867, en Paris, en los brazos de su madre, con tan solo 46 años de edad, moría el poeta y traductor Charles Pierre Baudelaire. Quien se conocería por sus poemas oscuros y turbulentos; bien llamado por muchos: “El Poeta Maldito”
Texto y pintura: Diego Martín Rotondo