viernes, 30 de noviembre de 2012

Presagios Futuristas


Desde principios de siglo, los escritores y cineastas han intentado profetizar el futuro, pero casi ninguno ha hecho un pronóstico acertado. Sin dudas, la evolución del planeta fue mucho más lenta de lo que ellos imaginaban. Stanley Kubric creía que en el año 2001 íbamos a conquistar el espacio. Bueno, lejos estuvimos de hacerlo en ese año, y me animo a decir que lejos estaremos en el año 2019 de Ridley Scott; quien con su film “Blade Runner”, presagió un futuro de autos voladores, ciudades apocalípticas, colonias espaciales y androides rebeldes llamados “replicantes”. Pero aquí, la falta de precisión no fue solo responsabilidad del director, sino, del artífice de la historia, el escritor Phillip K. Dick, autor de la novela: “¿Sueñan los androides con Ovejas eléctricas?”, quien en realidad no pensó que todo eso sucedería en el año 2019, sino, peor aun, en el año 1992. En esta novela se basó Scott para montar su película. El film no tiene desperdicio, y resulta ser una versión adictiva y maravillosa de un poco probable año 2019.

El compositor Vangelis, con sus melodías hipnóticas y siderales, aportó a Blade Runner un ambiente quimérico y futurista. Creo que es una blasfemia ver esa película sin escucharla, y viceversa. Ya que la veracidad de ese Futuro, estuvo tanto en las manos de Ridley Scott, como en las del genial compositor griego.


 Durante mucho tiempo, el séptimo arte se ha dedicado a profetizar futuros apocalípticos. Parece ser que a nadie le resulta atractivo un futuro en donde la humanidad evolucione, viva en paz, y renuncie a  su espíritu destructivo. Eso no seduce, no vende. ¿Será que es imposible una utopía de paz? ¿Será que en realidad somos seres destructivos por naturaleza, y por eso nos cautiva tanto el caos, siempre y cuando no nos toque? ¿Disfrutamos el morbo de una posible hecatombe nuclear, en donde solo unos pocos sobrevivan y tengan que vivir en ciudades nocturnas y radiactivas, rodeados de androides y posibles invasiones alienígenas?


Tal vez no sea morbo, sino resignación frente un presente que hasta el momento, solo parece predecir un futuro apocalíptico. Es triste verlo de ese modo. Supongo que recién cambiaremos nuestra tendencia cuando sintamos que tiembla la tierra bajo nuestros pies, y que el cielo se enrojece sobre nuestras cabezas; pero claro, será muy tarde. Es fácil disfrutar “el pánico” desde la comodidad de nuestros sillones.  

Pero hay algo que es cierto: sabemos apreciar el arte; cuando es realmente arte y no puro artificio taquillero, como al que nos tienen acostumbrados la mayoría de los directores Hollywoodenses contemporáneos. Y Ridley Scott, es un gran artista, un creador de ambientes; alguien que supo valerse de la ciencia ficción para hacer películas de culto, como “Blade Runner”, y como “Alien, el octavo pasajero”. Ambas, escenificadas en futuros hipotéticos; pero tan bien recreados, que se han transformado en filmes inmortales, de esos que uno necesita volver a ver todo el tiempo, y siempre descubre algo nuevo, algo que se le había pasado por alto.

Pero no solo en el futuro halla Ridley Scott su terreno de inspiración. También dirigió “Gladiator”, y es muy probable que usted, la haya visto alguna vez. Gladiator trata sobre la historia del soldado romano Máximo Décimo Meridio, y su venganza contra el emperador, el tirano “Cómodo”. Para lograr su cometido, Máximo deberá mantener batallas sangrientas contra brutales legionarios, y hasta con feroces tigres en la arena del Coliseo Romano.


Y si usted no vio Gladiator, estoy seguro que vio: “Thelma y Louise”, la historia de dos amigas que deciden vivir al límite, que luego de hacer justicia por mano propia, deciden escapar de la policía a través de varios estados; con un final de esos “de alquilar balcones”; que por las dudas, no le voy a contar.



Un 30 de noviembre como hoy, pero de 1937, en Inglaterra, nacía Ridley Scott. Autor de numerosos éxitos de la pantalla grande. Entre los cuales se destacan: Alien, el octavo pasajero, Blade Runner, Thelma y Louis; y Gladiador, con la que consiguió, entre otros tantos galardones, el Óscar a mejor película.


Martín Kaos

lunes, 26 de noviembre de 2012

Noche extiende tus alas sobre mí




NOCHE EXTIENDE TUS ALAS SOBRE MI
Primero fue el silencio, el lacerante silencio. Después fue la oscuridad. Pronto, el horror de la nada. O todo a la misma vez. Una sensación extraña de ser otro pero también el mismo. Un extravío entre la noción de identidad y el constante fluir. Y un único recuerdo: un viaje extraño, no sabría decir si corto o largo. Probablemente en una barca, atravesando puertas, cavernas y montañas, vigilado por seres sobrenaturales y aterradores, pertrechados con enormes cuchillos. Criaturas con cuerpo humano y cabeza de chacal o de buitre. Presiento murmuraciones de aquellos que no se dejan ver, que espero sean rezos… quizás... quizás… antiguos hechizos para apaciguar a estas bestias que gozan bailando en sangre. Y una procesión de cocodrilos… serpientes… escarabajos y la certeza de que eso que llamamos vida, es un parpadeo efímero.
Después todo se volvió aún más difuso. Anubis, el Señor de la Tierra Sagrada conduciendo la barca a la presencia de Osiris, divinidad que preside el Juicio de los Muertos, donde tiene parte el temido ritual y los juramentos que seguramente hube de pronunciar pero que ya no recuerdo. Y la desaforada visión de mi propio corazón en la balanza de la diosa, sopesado contra una pluma de avestruz. Y luego… y luego…
Y luego, el vientre del Valle de los Reyes y las estrellas me dieron cobijo durante más de tres mil años de sueño eterno, ignorado aún por los laboriosos ladrones de tumbas. Hasta el día en que todos esos ingleses interrumpieron mi descanso, luego de hollar los primeros escalones de mi sepulcro. Excavaron y descendieron, hasta allanar las cuatro capillas superpuestas que me albergaban en la cámara funeraria. Rompieron los sellos del sarcófago y uno tras otro, removieron los tres ataúdes que me guardaban. Finalmente, quitaron la máscara sagrada y la devota reliquia que ya era mi cuerpo quedó expuesta a la vista de todos esos paganos. De pura vergüenza, unas flores secas se desintegraron con el viento.
Sin embargo, semejante afrenta no habría de quedar sin reparación y pronto la condenación se apoderó de sus miserables existencias.
Y fue así entonces que todas las personas que visitaron mi tumba empezaron a morir. El primero de todos, el pérfido Lord Carnarvon que financió la profanación. ¿El arma homicida? Un mosquito que lo picó mientras se afeitaba, llenando su cuerpo de una infección abominable que le quitó la vida en el mismo instante en que El Cairo sufría un apagón épico. Fue la muerte más elocuente, pero sólo la primera.
Su propio hermano, presente en las excavaciones, lo siguió inmediatamente. También el operario que dio el último golpe en el muro de la cámara real sucumbió por causas “desconocidas”. Y tal como me despojaron de mis tesoros, uno a uno fueron despojados de sus vidas. Ni siquiera escaparon los directores de los museos que aprobaron el traslado de las piezas rescatadas de mi tumba.
Treinta muertos en total, fueron traídos a este, mi segundo reinado, el Reino de la Oscuridad. Si mis labios no estuvieran sellados, hubiera podido sonreír. La Maldición de los Faraones, invención de los periodistas, burla para los intelectuales y científicos, es más poderosa aún que la propia muerte.
No estés seguro de sustraerte de sus efectos, tú que escuchas.
En un día como hoy, pero de 1922, el arqueólogo inglés Howard Carter conseguía alcanzar la cámara funeraria de la tumba del Faraón Tutankamon, hasta ese momento, la única tumba real encontrada con un ajuar funerario tan numeroso, bien conservado y prácticamente intacto. Hasta el presente, la progresión de muertes más o menos enigmáticas, ha sostenido la existencia de la llamada Maldición de los Faraones.
© Pablo Martínez Burkett, 2012

viernes, 23 de noviembre de 2012

El Niño Forajido




Willy se asomó por entre las rejas del balcón, apuntó con su pistola, y me dijo:
–¿Ves a ese tipo de allá, casi llegando a la esquina?... Seguro podría darle en la frente desde aquí…   
Me asomé junto a mi aliado, y observé el objetivo. Estaba demasiado lejos, era demasiado delgado; jamás podría darle, ni siquiera en una pierna.
–Esta muy lejos… es imposible… –le dije.
–No es imposible… –replicó mientras apuntaba cerrando uno de sus ojos–. Solo es cuestión de... pulso y tranquilidad… no puedo probártelo; pero si pudiese matarlo, entonces lo verías…
–¿Lo matarías si pudieses? –pregunté.
–Claro que sí… si no fuese porque iría a la cárcel, lo haría… –susurró, bajó el arma, y formó un globo enorme y rosado con su chicle.
–Es decir… no es qué evitarías matarlo porque está mal hacerlo; sino, ¿por evitar ir a la cárcel?…
–Claro… si nadie me juzgase por hacerlo, y pudiese seguir siendo libre, entonces, no dudaría ni un instante en disparar… ¡Bang! –exclamó.
–Pero… si ni siquiera conocés a ese señor… él no te hizo nada; ¿no te sentirías mal? ¿No te arrepentirías?...
Willy me lanzó una mirada inmutable; infló otro inmenso globo rosado hasta hacerlo explotar.
–Soy un pistolero… –alegó seriamente–. No veo porque debería sentirme mal. Solo apunto, y disparo, ¡Bang!... para mí solo son cuerpos, no los conozco, no son mis amigos, y no me interesan… –explicó Willy con una fatal serenidad que me puso la piel de gallina.
–No sé… yo no podría… me sentiría culpable…
–Por eso nunca vas a ser millonario… –afirmó, volviendo a apuntar.
–¿Y eso qué tiene que ver?... ¿Los millonarios son asesinos acaso?...
–No, solo algunos… pero al igual que yo, carecen de escrúpulos; y de corazón; no tienen alma… bah, no tienen un alma de esas que se escuchan desde el cielo… ellos van en busca de lo que piensan que les pertenece; y no sienten culpa si tienen que lastimar, o matar para conseguirlo…
–Bueno… a mi no me interesa ser millonario…
–A mí sí… –afirmó Willy–. ¡Voy a ir en busca de lo que me pertenece! ¡Voy a ser como Billy The Kid!
–Billy The Kid no era millonario…
–No le dieron tiempo… murió demasiado joven. Pero si hubiese vivido unos cuantos años más, se habría llenado de oro… Te juro amigo –dijo enfocando el cañón de la pistola–, creo que podría darle justo en medio de la frente a ese tipo…
–Bueno… Billy The Kid no le temía a la cárcel, ni a la muerte… –le dije.
Willy me miró encrespado… intentó inflar otro globo, pero se le explotó enseguida.
–Es que Billy, tenía a sus secuaces que lo ayudaban a escapar de la cárcel. En cambio yo… –me apuntó con la pistola en el pecho–. Yo no tengo ni siquiera un secuaz… solo te tengo a vos, un amigo miedoso…
–Yo no soy miedoso. Simplemente, tengo valores; y no me gusta andar matando tipos por ahí… –le corrí el cañón de la pistola de un manotazo.
–Por eso nunca vas a ser mi mejor amigo… –declaró cruelmente, y volvió a apuntarle al tipo de la esquina.
Me sentí muy triste por lo que me dijo Willy. A pesar de su espíritu criminal, yo lo quería mucho. Tenía que ganarme su afecto; así qué, en un arrebato, le arranqué la pistola de las manos.
–Yo lo mato. –dije.
–No serías capaz… –esbozó Willy, con una mueca irónica.
Me asomé lo más que mi cuello me permitió; saqué mi brazo y mi hombro casi entero por entre las rejas; le apunté al tipo, y… ¡Bang!
–¿Le diste? –preguntó Willy.
–Claro que le dí… justo en la frente –le contesté orgulloso.
Nos levantamos, dejamos la pistola de juguete en el piso del balcón; olimos el chocolate caliente que venía de la cocina;  y fuimos a merendar.

Eso sucedió en 1985. Teníamos diez años. Willy aun sigue siendo mi mejor amigo. Casi todas las semanas lo visito y le llevo cigarrillos. Soy el único que lo visita en el Penal de Caseros...  


Un 23 de noviembre como hoy, pero de 1859, en New York, nacía William H. Bonney, conocido mundialmente como “Billy The Kid”. Uno de los forajidos más famosos de la historia. Que hasta su precoz muerte a los 21 años de edad, llegó a cargar en su prontuario veintiún asesinatos. Billy ha sido inspiración para innumerables películas, libros, y canciones. Su leyenda prevalece como uno de los pistoleros más jóvenes y salvajes que han pasado por el lejano oeste.


Texto y Pintura de Martín Kaos

jueves, 22 de noviembre de 2012

Una historia del oeste





 Seguramente ya conocen la historia, o alguna muy similar. Las hay a montones. Todo empieza con el tres; muy difícil que un relato se ponga en movimiento con menos, muy complejo con más: los desequilibrios son indisimulables, los relegamientos inevitables, y la multiplicidad aparente pronto se  diluye en figuras más sencillas, más crudas y filosas. Triángulos, casi siempre.
Todo comienza con una huida: una noche, casi de madrugada, Rocky Mapache vuelve del bar a su casa y busca a su mujer en la cama. No está. Ve las mantas desordenadas, el baúl revuelto; se tropieza, borracho, con unas sábanas. Jura que no va a detenerse hasta encontrar al ladrón, un vaquero de paso, y vaciarle el revólver en las piernas: seis balas, una después de la otra, para que aprenda la lección.
Rocky parte esa misma mañana. Cabalga bajo el rayo del sol, hace averiguaciones, sigue el rastro de los rumores y las carretas, asalta a un par de incautos. En las noches duerme sobre la tierra negra y rocosa, envuelto en una manta raída. Desde esa noche en que Nancy se fue, no vuelve a tomar; se lo guarda para la celebración, cuando estén de vuelta juntos en su hogar.
Las huellas mueren en un pueblo igual a todos los demás: la calle principal, el saloon, el burdel, la oficina del sheriff, la tienda, el polvo, la tristeza. Los hombres tienen las manos y los rostros curtidos por el sol, que brilla como el oro pero no vale nada. Rocky ocupa una habitación en el primer piso del saloon; paga por adelantado, sin dar ni siquiera un nombre falso, y el dueño comprende que no quiere preguntas ni averiguaciones.
Recostado contra el espaldar de la cama, Rocky Mapache espera. Sobre la mesita hay una Biblia vieja, de tapas gastadas, hojeada y marcada por decenas de viajeros ociosos. Rocky rechaza incluso esa distracción modesta, la única a mano; tiene un único pensamiento, y mientras lo acaricia lustra su revólver, lo desarma y vuelve a armar, mira una silueta que la humedad dibujó en la pared.  
El viernes, en la planta baja, se arma el baile. Desde su cuarto Rocky escucha los pasos que dibujan y deshacen figuras, los golpes de las botas contra el piso de madera, los instrumentos, el alcohol, las canciones, las risas y las palmas. Carga el arma y baja, deteniéndose apenas en cada escalón para que resuene mejor su crujido. “¡Nancy!”, grita desde el pie de la escalera. “¡Basta de llamarme así! ¡No es mi nombre y no me gusta!”, le responde su mujercita, con las mejillas rojas por los giros y los saltos del baile. Pero esta es una historia de tres vértices, y el tercero, Danny, no se deja arrastrar por el sentimentalismo. Desenfunda su revólver y deja tendido a Rocky en un rincón, con el arma todavía fría en la mano. 
Tres días después, Rocky Mapache despierta en su cama del primer piso, vendado y dolorido. Ya no tiene su revólver, alguien debió tomarlo mientras convalecía. Sabe que no va a poder recuperarlo; tampoco a Nancy, ya no: los dos desaparecieron para siempre. Mira a su alrededor: la única distracción a su alcance es la Biblia, de tapas ajadas y versículos gastados.


El 22 de noviembre de 1968 salió a la venta el disco The Beatles, más conocido como “El Álbum Blanco” y considerado uno de los mejores discos de la historia del rock. Entre las canciones que lo componen se encuentra “Rocky Raccoon”, compuesta por Paul McCartney, en la que se inspira el texto de hoy.

dibujo de Dolores Alcatena
texto de María Eugenia Alcatena

miércoles, 21 de noviembre de 2012

William, el increíble


En una ciudad al este de los Estados Unidos, un hombre en zapatillas con un bolso de cuero colgado al hombro camina hacia atrás con el brazo estirado. Los autos pasan veloces a su lado; quienes conducen no lo ven. Hasta que un taxi para y el hombre se sube atrás. El auto arranca. En ese mismo momento, otro hombre vestido de traje azul detiene a otro taxi y se sube apurado. Siga al auto aquel, ordena.
El primer hombre es muchísimas cosas, pero sobre todo es un médico, un científico; el segundo, un periodista. El médico tiene un secreto, el periodista lo sabe y está dispuesto a arrancárselo cueste lo que cueste. La declaración que pueda darle a él la primera plana. La promoción.
Ahora el primer taxi frena delante de un edificio que no parece una vivienda pero que tampoco indica otra cosa. El doctor baja, mira hacia ambos lados y entra. El periodista deja su coche en el acto, alcanza a ver que una mujer vestida de blanco cierra la puerta. Se pregunta en dónde están y se oculta detrás de un cartel. El olfato le sacude la imaginación. Puede dejarla que complete la escena, pero nunca la imaginación va a ser una fuente válida; necesita algo más. Paciencia.
En el subsuelo del edificio, el científico también espera. Lo van a llamar. Llegó buscando una cura. Probará esta vez con un nuevo tratamiento, aunque teme que sea otro ensayo inútil. Todo hasta ahora fue inútil, todo, maldita suerte, maldita vida. Mientras blasfema contra sí mismo, a medida que aumenta su frustración, su indignación, eso que lo habita se revuelve furioso y potente. Su condena.
En la calle, el periodista decide andar la manzana del edificio. Enciende un cigarro y avanza desde la esquina por la calle lateral. A los pocos pasos encuentra una ventana alargada a la altura de sus pies. Da a un sótano. Espía y puede ver que efectivamente el edificio no es una vivienda. Lo que hay dentro es una sala rectangular, una mesada de acero, elementos de laboratorio, y en el centro, como una butaca de cohete especial, una bomba de cobalto. Radiación.
El médico entra en la sala acompañado de la chica vestida de blanco. Cuando lo ve ubicarse en la butaca, cuando ella le ata los brazos y las piernas con correas, el periodista confirma lo que su imaginación intuyó. Entonces el doctor lo ve. Ve a un hombre que fuma en cuclillas detrás de la ventana del subsuelo y lo reconoce. Se miran por un momento. Ya no importa ni vale ocultarse. Como si fuera un revólver, el periodista saca despacio una cámara fotográfica de su bolsillo sin dejar de mirar al médico a los ojos, unos ojos que parecen ciegos. Ira contenida.
La máquina empieza a ronronear. Una luz amarillenta ilumina el cuerpo del científico. A un lado, la mujer examina imágenes en una pantalla. Son de él, son recientes. Él distrae la vista de la ventana y las mira de reojo. Esas manchas verdes no están bien. Nada bien. Aprieta los puños. Se dispara un flash. Cuando el doctor vuelve a mirar hacia fuera, detrás del vidrio no hay nadie. La sesión termina y se le ocurre otra vez que la cura sí existe y que es definitiva. La muerte.


Bill Bixby interpretó al científico David Banner en la serie El increíble Hulk entre 1977 y 1982. Querido y popular, también se lo recuerda por el papel de Tim O’Hara en la serie Mi marciano favorito. Falleció por un cáncer el domingo 21 de noviembre de 1993. Tanto en la ficción como en la vida real, la prensa siempre se interesó por él. Todavía una semana después de su muerte, los diarios neoyorquinos continuaban dedicándole amplios espacios. 

martes, 20 de noviembre de 2012

"Pobre Cristina, venirse a morir en la Argentina"




POBRE CRISTINA, VENIRSE A MORIR EN LA ARGENTINA

“Gorda, narigona, ojuda”… eran los piropos que le devolvía el espejo cuando se miraba de chica. “Borracha, drogona y ligerita de cascos”… eran los titulares de las revistas del corazón cuando se hizo más grande.

Con cirugías estéticas quiso corregir los defectos que la hostigaban, con pastillas, vestidos y carteras de diseño, quiso conquistar la circunvalación de su cintura. Con fiestas y alcohol quiso ganar la voluntad de amigos que no tenía; con un fajo de billetes, un amante de ocasión que le mintiera amor una noche.

Hija del más famoso armador griego, ese que había empezado su fortuna como vendedor de ballenitas por las calles de Buenos Aires, Cristina Onassis nadaba en la más profunda tristeza. Nadie le advirtió que los agujeros del corazón no se llenan con bienes materiales. O quizás sí le avisaron, pero que a los tres años te regalen uno de los yates más grandes del mundo, le quema los horizontes a cualquiera. Y que tu madrastra sea nada menos que Jackie Kennedy, devenida en Jackie Onassis, es un golpe que te descalabra el sentido.

Porque tener una isla propia, limusinas y restaurantes de lujo, no pudieron evitar que se muriera ni su madre, ni su hermano, ni aún su padre. La muerte siempre ha tenido esa rebeldía democrática. Cuatro maridos impresentables, no lograron apagar el grito helado de su corazón en llamas. Ni siquiera su propia hijita, fruto del último esposo, fue capaz de anclar el vuelo iracundo de su angustia. Cristina abusaba de todo: del sexo, de las pastillas, de los hombres, de ella misma. Una carrera a contramano de la vida. A veces, ser la joven más rica del mundo no resulta todo lo bueno que parece.

De una forma u otra, la tragedia venía pidiendo pista hacía un rato largo.

En una escapada a Buenos Aires, vino Cristina a encontrar el fin de sus atribulados días. Que fue un suicidio, que se le fue la mano con los barbitúricos, que fue la mafia rusa, que fueron los intereses petroleros. Como siempre pasa en estas cosas, nadie sabe nada, porque la mayoría habla de balde y los que saben de verdad, se callan bien callados.

La fría noticia dice que la encontraron sin vida en la casa de una amiga donde buscaba el refugio existencial que carecía. Se habló de la decisión de quedarse definitivamente en la Argentina y manejar desde aquí la infinita fortuna. Se habló de apresurados cambios de testamento. Se habló consultas previas con miembros de la iglesia ortodoxa griega. Se habló mucho.

Pero eso fue en el pasado, donde suceden todas las cosas. La pobre Cristina poco a poco se ha convertido en un nombre que ya nadie recuerda. Salvo las letras borroneadas de una lápida en la famosa Isla de Skorpios donde la enterraron junto con el resto de su familia.

En un día como hoy, pero de 1988, Cristina Onassis era hallada sin vida en la bañera de la casa de su amiga, en un country de zona norte. Tenía sólo 38 años. Dicen que no mucho antes de morir había acuñado la frase con la que se recuerda su vacía existencia: "Soy tan pobre que solo tengo dinero...".

© Pablo Martínez Burkett, 2012