Cuando le preguntaron si alguna
vez se había imaginado cómo sucederían las cosas, él dijo que sí. No dudó. Había
recreado el momento cientos de veces en su cabeza castigada. Había aprendido la
antigua tradición, sabía tanto de luchadores de circo como de ciencias. Cuando
insistieron con la pregunta, cuando pidieron explicaciones, respondió que todo ya
estaba escrito en la lanza de Marte, que así era su voluntad:
Iba a ser un plebeyo o un
esclavo el que derrotara al invencible. Un muchacho que ya hubiera derrotado a
otros hombres y a otras bestias; uno que hubiera vertido su sangre no más de
tres veces donde muchos otros perdían la vida.
La fuerza llegaría desde
lejos, liviana como un viento. Atravesaría la ciudad eterna en el anonimato
hasta llegar a la arena. Sería irreconocible mientras no estuviera preparado.
El cuerno sonaría en
señal de comienzo del combate y como los engarces de una espada espléndida él
exhibiría la pobreza, la elegancia, la potencia, la flacura, la insolencia y el
coraje. Lucharía durante una docena de actos parciales. Caería algunas veces;
debería sufrir.
El público incrédulo
ovacionaría cada impacto certero del invencible. Pero el humilde siempre se
erguiría veloz. (El público también
festejaría eso.)
Antes del final, el invencible
casi vencido, derrumbado sobre la arena, levantaría la mano para pedir
clemencia. La multitud excitada, con los pulgares en posición horizontal, desearía
el último golpe.
En el momento más grave, el
luchador optaría por una victoria piadosa; el gesto recorrería el mundo entero.
El invencible, por fin vencido, entregaría digno su título, e igual de digno recibiría
a la oscuridad.
Cuando le preguntaron si hubiera
querido invertir los roles, contestó que no. Ni un atisbo de duda; él también
había aprendido la humildad. Había sido grande y heroico e iba a luchar en su
ley. Nadie mejor que él para asumir el papel del invencible.
El rito tiene que actuarse y tiene
que actualizarse para que el mito sobreviva.
Eso dijo cuando le preguntaron.
El 7 de noviembre de 1970 Carlos
Monzón venció a Giovanni Benvenutti en el Pallazo Dello Sport, en Roma, y así
obtuvo el título de campeón mundial en peso mediano. Merecedor de la victoria,
“El hijo de la calle” se lució durante doce rounds y consiguió noquear al
europeo sobre el final. Por siete años retuvo la corona, tras catorce combates
contra los mejores rivales del mundo, y se retiró del box siendo campeón. Nino
Benvenutti anunció su retiro un año después de perder el título. Desde hace cuatro
décadas soporta con sencillez a los entrevistadores que solo quieren, antes o
después, hablar de aquella pelea. Ya no tiene reparos en decir, cuando le
preguntan: “Monzón era meglio di me”.
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