miércoles, 7 de noviembre de 2012

La voluntad de Marte



Cuando le preguntaron si alguna vez se había imaginado cómo sucederían las cosas, él dijo que sí. No dudó. Había recreado el momento cientos de veces en su cabeza castigada. Había aprendido la antigua tradición, sabía tanto de luchadores de circo como de ciencias. Cuando insistieron con la pregunta, cuando pidieron explicaciones, respondió que todo ya estaba escrito en la lanza de Marte, que así era su voluntad:
Iba a ser un plebeyo o un esclavo el que derrotara al invencible. Un muchacho que ya hubiera derrotado a otros hombres y a otras bestias; uno que hubiera vertido su sangre no más de tres veces donde muchos otros perdían la vida.
La fuerza llegaría desde lejos, liviana como un viento. Atravesaría la ciudad eterna en el anonimato hasta llegar a la arena. Sería irreconocible mientras no estuviera preparado.
El cuerno sonaría en señal de comienzo del combate y como los engarces de una espada espléndida él exhibiría la pobreza, la elegancia, la potencia, la flacura, la insolencia y el coraje. Lucharía durante una docena de actos parciales. Caería algunas veces; debería sufrir.
El público incrédulo ovacionaría cada impacto certero del invencible. Pero el humilde siempre se erguiría veloz.  (El público también festejaría eso.)
Antes del final, el invencible casi vencido, derrumbado sobre la arena, levantaría la mano para pedir clemencia. La multitud excitada, con los pulgares en posición horizontal, desearía el último golpe.
En el momento más grave, el luchador optaría por una victoria piadosa; el gesto recorrería el mundo entero. El invencible, por fin vencido, entregaría digno su título, e igual de digno recibiría a la oscuridad.
Cuando le preguntaron si hubiera querido invertir los roles, contestó que no. Ni un atisbo de duda; él también había aprendido la humildad. Había sido grande y heroico e iba a luchar en su ley. Nadie mejor que él para asumir el papel del invencible.
El rito tiene que actuarse y tiene que actualizarse para que el mito sobreviva.
Eso dijo cuando le preguntaron.





El 7 de noviembre de 1970 Carlos Monzón venció a Giovanni Benvenutti en el Pallazo Dello Sport, en Roma, y así obtuvo el título de campeón mundial en peso mediano. Merecedor de la victoria, “El hijo de la calle” se lució durante doce rounds y consiguió noquear al europeo sobre el final. Por siete años retuvo la corona, tras catorce combates contra los mejores rivales del mundo, y se retiró del box siendo campeón. Nino Benvenutti anunció su retiro un año después de perder el título. Desde hace cuatro décadas soporta con sencillez a los entrevistadores que solo quieren, antes o después, hablar de aquella pelea. Ya no tiene reparos en decir, cuando le preguntan: “Monzón era meglio di me”. 


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