jueves, 22 de noviembre de 2012

Una historia del oeste





 Seguramente ya conocen la historia, o alguna muy similar. Las hay a montones. Todo empieza con el tres; muy difícil que un relato se ponga en movimiento con menos, muy complejo con más: los desequilibrios son indisimulables, los relegamientos inevitables, y la multiplicidad aparente pronto se  diluye en figuras más sencillas, más crudas y filosas. Triángulos, casi siempre.
Todo comienza con una huida: una noche, casi de madrugada, Rocky Mapache vuelve del bar a su casa y busca a su mujer en la cama. No está. Ve las mantas desordenadas, el baúl revuelto; se tropieza, borracho, con unas sábanas. Jura que no va a detenerse hasta encontrar al ladrón, un vaquero de paso, y vaciarle el revólver en las piernas: seis balas, una después de la otra, para que aprenda la lección.
Rocky parte esa misma mañana. Cabalga bajo el rayo del sol, hace averiguaciones, sigue el rastro de los rumores y las carretas, asalta a un par de incautos. En las noches duerme sobre la tierra negra y rocosa, envuelto en una manta raída. Desde esa noche en que Nancy se fue, no vuelve a tomar; se lo guarda para la celebración, cuando estén de vuelta juntos en su hogar.
Las huellas mueren en un pueblo igual a todos los demás: la calle principal, el saloon, el burdel, la oficina del sheriff, la tienda, el polvo, la tristeza. Los hombres tienen las manos y los rostros curtidos por el sol, que brilla como el oro pero no vale nada. Rocky ocupa una habitación en el primer piso del saloon; paga por adelantado, sin dar ni siquiera un nombre falso, y el dueño comprende que no quiere preguntas ni averiguaciones.
Recostado contra el espaldar de la cama, Rocky Mapache espera. Sobre la mesita hay una Biblia vieja, de tapas gastadas, hojeada y marcada por decenas de viajeros ociosos. Rocky rechaza incluso esa distracción modesta, la única a mano; tiene un único pensamiento, y mientras lo acaricia lustra su revólver, lo desarma y vuelve a armar, mira una silueta que la humedad dibujó en la pared.  
El viernes, en la planta baja, se arma el baile. Desde su cuarto Rocky escucha los pasos que dibujan y deshacen figuras, los golpes de las botas contra el piso de madera, los instrumentos, el alcohol, las canciones, las risas y las palmas. Carga el arma y baja, deteniéndose apenas en cada escalón para que resuene mejor su crujido. “¡Nancy!”, grita desde el pie de la escalera. “¡Basta de llamarme así! ¡No es mi nombre y no me gusta!”, le responde su mujercita, con las mejillas rojas por los giros y los saltos del baile. Pero esta es una historia de tres vértices, y el tercero, Danny, no se deja arrastrar por el sentimentalismo. Desenfunda su revólver y deja tendido a Rocky en un rincón, con el arma todavía fría en la mano. 
Tres días después, Rocky Mapache despierta en su cama del primer piso, vendado y dolorido. Ya no tiene su revólver, alguien debió tomarlo mientras convalecía. Sabe que no va a poder recuperarlo; tampoco a Nancy, ya no: los dos desaparecieron para siempre. Mira a su alrededor: la única distracción a su alcance es la Biblia, de tapas ajadas y versículos gastados.


El 22 de noviembre de 1968 salió a la venta el disco The Beatles, más conocido como “El Álbum Blanco” y considerado uno de los mejores discos de la historia del rock. Entre las canciones que lo componen se encuentra “Rocky Raccoon”, compuesta por Paul McCartney, en la que se inspira el texto de hoy.

dibujo de Dolores Alcatena
texto de María Eugenia Alcatena

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