Todo comienza con
una huida: una noche, casi de madrugada, Rocky Mapache vuelve del bar a su casa
y busca a su mujer en la cama. No está. Ve las mantas desordenadas, el baúl
revuelto; se tropieza, borracho, con unas sábanas. Jura que no va a detenerse
hasta encontrar al ladrón, un vaquero de paso, y vaciarle el revólver en las
piernas: seis balas, una después de la otra, para que aprenda la lección.
Rocky parte esa
misma mañana. Cabalga bajo el rayo del sol, hace averiguaciones, sigue el
rastro de los rumores y las carretas, asalta a un par de incautos. En las
noches duerme sobre la tierra negra y rocosa, envuelto en una manta raída. Desde
esa noche en que Nancy se fue, no vuelve a tomar; se lo guarda para la
celebración, cuando estén de vuelta juntos en su hogar.
Las huellas mueren
en un pueblo igual a todos los demás: la calle principal, el saloon, el burdel,
la oficina del sheriff, la tienda, el polvo, la tristeza. Los hombres tienen
las manos y los rostros curtidos por el sol, que brilla como el oro pero no
vale nada. Rocky ocupa una habitación en el primer piso del saloon; paga por
adelantado, sin dar ni siquiera un nombre falso, y el dueño comprende que no
quiere preguntas ni averiguaciones.
Recostado contra
el espaldar de la cama, Rocky Mapache espera. Sobre la mesita hay una Biblia
vieja, de tapas gastadas, hojeada y marcada por decenas de viajeros ociosos. Rocky
rechaza incluso esa distracción modesta, la única a mano; tiene un único
pensamiento, y mientras lo acaricia lustra su revólver, lo desarma y vuelve a
armar, mira una silueta que la humedad dibujó en la pared.
El viernes, en la
planta baja, se arma el baile. Desde su cuarto Rocky escucha los pasos que
dibujan y deshacen figuras, los golpes de las botas contra el piso de madera,
los instrumentos, el alcohol, las canciones, las risas y las palmas. Carga el
arma y baja, deteniéndose apenas en cada escalón para que resuene mejor su
crujido. “¡Nancy!”, grita desde el pie de la escalera. “¡Basta de llamarme así!
¡No es mi nombre y no me gusta!”, le responde su mujercita, con las mejillas
rojas por los giros y los saltos del baile. Pero esta es una historia de tres
vértices, y el tercero, Danny, no se deja arrastrar por el sentimentalismo.
Desenfunda su revólver y deja tendido a Rocky en un rincón, con el arma todavía
fría en la mano.
Tres días después,
Rocky Mapache despierta en su cama del primer piso, vendado y dolorido. Ya no
tiene su revólver, alguien debió tomarlo mientras convalecía. Sabe que no va a
poder recuperarlo; tampoco a Nancy, ya no: los dos desaparecieron para siempre.
Mira a su alrededor: la única distracción a su alcance es la Biblia, de tapas
ajadas y versículos gastados.
El 22 de noviembre
de 1968 salió a la venta el disco The
Beatles, más conocido como “El Álbum
Blanco” y considerado uno de los mejores discos de la historia del rock. Entre
las canciones que lo componen se encuentra “Rocky Raccoon”, compuesta por Paul
McCartney, en la que se inspira el texto de hoy.
dibujo de Dolores Alcatena
texto de María Eugenia Alcatena
texto de María Eugenia Alcatena
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