miércoles, 21 de noviembre de 2012

William, el increíble


En una ciudad al este de los Estados Unidos, un hombre en zapatillas con un bolso de cuero colgado al hombro camina hacia atrás con el brazo estirado. Los autos pasan veloces a su lado; quienes conducen no lo ven. Hasta que un taxi para y el hombre se sube atrás. El auto arranca. En ese mismo momento, otro hombre vestido de traje azul detiene a otro taxi y se sube apurado. Siga al auto aquel, ordena.
El primer hombre es muchísimas cosas, pero sobre todo es un médico, un científico; el segundo, un periodista. El médico tiene un secreto, el periodista lo sabe y está dispuesto a arrancárselo cueste lo que cueste. La declaración que pueda darle a él la primera plana. La promoción.
Ahora el primer taxi frena delante de un edificio que no parece una vivienda pero que tampoco indica otra cosa. El doctor baja, mira hacia ambos lados y entra. El periodista deja su coche en el acto, alcanza a ver que una mujer vestida de blanco cierra la puerta. Se pregunta en dónde están y se oculta detrás de un cartel. El olfato le sacude la imaginación. Puede dejarla que complete la escena, pero nunca la imaginación va a ser una fuente válida; necesita algo más. Paciencia.
En el subsuelo del edificio, el científico también espera. Lo van a llamar. Llegó buscando una cura. Probará esta vez con un nuevo tratamiento, aunque teme que sea otro ensayo inútil. Todo hasta ahora fue inútil, todo, maldita suerte, maldita vida. Mientras blasfema contra sí mismo, a medida que aumenta su frustración, su indignación, eso que lo habita se revuelve furioso y potente. Su condena.
En la calle, el periodista decide andar la manzana del edificio. Enciende un cigarro y avanza desde la esquina por la calle lateral. A los pocos pasos encuentra una ventana alargada a la altura de sus pies. Da a un sótano. Espía y puede ver que efectivamente el edificio no es una vivienda. Lo que hay dentro es una sala rectangular, una mesada de acero, elementos de laboratorio, y en el centro, como una butaca de cohete especial, una bomba de cobalto. Radiación.
El médico entra en la sala acompañado de la chica vestida de blanco. Cuando lo ve ubicarse en la butaca, cuando ella le ata los brazos y las piernas con correas, el periodista confirma lo que su imaginación intuyó. Entonces el doctor lo ve. Ve a un hombre que fuma en cuclillas detrás de la ventana del subsuelo y lo reconoce. Se miran por un momento. Ya no importa ni vale ocultarse. Como si fuera un revólver, el periodista saca despacio una cámara fotográfica de su bolsillo sin dejar de mirar al médico a los ojos, unos ojos que parecen ciegos. Ira contenida.
La máquina empieza a ronronear. Una luz amarillenta ilumina el cuerpo del científico. A un lado, la mujer examina imágenes en una pantalla. Son de él, son recientes. Él distrae la vista de la ventana y las mira de reojo. Esas manchas verdes no están bien. Nada bien. Aprieta los puños. Se dispara un flash. Cuando el doctor vuelve a mirar hacia fuera, detrás del vidrio no hay nadie. La sesión termina y se le ocurre otra vez que la cura sí existe y que es definitiva. La muerte.


Bill Bixby interpretó al científico David Banner en la serie El increíble Hulk entre 1977 y 1982. Querido y popular, también se lo recuerda por el papel de Tim O’Hara en la serie Mi marciano favorito. Falleció por un cáncer el domingo 21 de noviembre de 1993. Tanto en la ficción como en la vida real, la prensa siempre se interesó por él. Todavía una semana después de su muerte, los diarios neoyorquinos continuaban dedicándole amplios espacios. 

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