POBRE
CRISTINA, VENIRSE A MORIR EN LA
ARGENTINA
“Gorda, narigona, ojuda”… eran los piropos que le
devolvía el espejo cuando se miraba de chica. “Borracha, drogona y ligerita de
cascos”… eran los titulares de las revistas del corazón cuando se hizo más
grande.
Con cirugías estéticas quiso corregir los defectos
que la hostigaban, con pastillas, vestidos y carteras de diseño, quiso
conquistar la circunvalación de su cintura. Con fiestas y alcohol quiso ganar
la voluntad de amigos que no tenía; con un fajo de billetes, un amante de
ocasión que le mintiera amor una noche.
Hija del más famoso armador griego, ese que había
empezado su fortuna como vendedor de ballenitas por las calles de Buenos Aires,
Cristina Onassis nadaba en la más profunda tristeza. Nadie le advirtió que los
agujeros del corazón no se llenan con bienes materiales. O quizás sí le
avisaron, pero que a los tres años te regalen uno de los yates más grandes del
mundo, le quema los horizontes a cualquiera. Y que tu madrastra sea nada menos
que Jackie Kennedy, devenida en Jackie Onassis, es un golpe que te descalabra
el sentido.
Porque tener una isla propia, limusinas y
restaurantes de lujo, no pudieron evitar que se muriera ni su madre, ni su
hermano, ni aún su padre. La muerte siempre ha tenido esa rebeldía democrática.
Cuatro maridos impresentables, no lograron apagar el grito helado de su corazón
en llamas. Ni siquiera su propia hijita, fruto del último esposo, fue capaz de
anclar el vuelo iracundo de su angustia. Cristina abusaba de todo: del sexo, de
las pastillas, de los hombres, de ella misma. Una carrera a contramano de la
vida. A veces, ser la joven más rica del mundo no resulta todo lo bueno que parece.
De una forma u otra, la tragedia venía pidiendo pista
hacía un rato largo.
En una escapada a Buenos Aires, vino Cristina a encontrar
el fin de sus atribulados días. Que fue un suicidio, que se le fue la mano con
los barbitúricos, que fue la mafia rusa, que fueron los intereses petroleros.
Como siempre pasa en estas cosas, nadie sabe nada, porque la mayoría habla de
balde y los que saben de verdad, se callan bien callados.
La fría noticia dice que la encontraron sin vida en
la casa de una amiga donde buscaba el refugio existencial que carecía. Se habló
de la decisión de quedarse definitivamente en la Argentina y manejar
desde aquí la infinita fortuna. Se habló de apresurados cambios de testamento.
Se habló consultas previas con miembros de la iglesia ortodoxa griega. Se habló
mucho.
Pero eso fue en el pasado, donde suceden todas las
cosas. La pobre Cristina poco a poco se ha convertido en un nombre que ya nadie
recuerda. Salvo las letras borroneadas de una lápida en la famosa Isla de
Skorpios donde la enterraron junto con el resto de su familia.
En un día como hoy, pero de 1988, Cristina Onassis
era hallada sin vida en la bañera de la casa de su amiga, en un country de zona
norte. Tenía sólo 38 años. Dicen que no mucho antes de morir había acuñado la
frase con la que se recuerda su vacía existencia: "Soy tan pobre que solo tengo dinero...".
© Pablo Martínez Burkett, 2012
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