jueves, 15 de noviembre de 2012

Paisajes interiores



La mujer despierta sobre unas sábanas blancas, imposiblemente tersas. Respira profundo: el aire acondicionado mantiene ventilados las habitaciones y los corredores del hotel desierto, de ventanales fijos, y uniforma los ambientes. Sólo lleva un conjunto de ropa interior negro de lycra y encaje, no necesita más.
Ya perdió la cuenta de los meses que hace que vive ahí. Chocó el auto que conducía, a toda velocidad, contra una de las columnas de concreto de la autopista -un impulso brillante y filoso como el cromo hundiéndose en el cuero del asiento. Despertó entre un nudo de plástico y hierros retorcidos; con esfuerzo se deslizó afuera y echó a andar, arrastrando su pierna derecha malherida detrás. La palanca de cambios le había perforado el muslo, y el agujero latía a cada paso. Además de la autopista, arriba e inalcanzable, a su alrededor sólo había médanos, basura y cielo.
Avanzó entre carcasas de automóviles despedazados, semienterradas en la arena como fósiles de animales muertos de otra era. Finalmente llegó al hotel, inmenso, limpio y vidriado.
Aunque lo tenía todo para ella, se había limitado a ocupar esa habitación, como si en cualquier momento las instalaciones fueran a llenarse de turistas ociosos y aburridos. En esa habitación había acumulado los trofeos que había ido encontrando: un juego de bisturíes filosos con los que corta su comida, un reloj roto, los planos de un aeropuerto, una filmadora con un video porno casero de ángulos y tomas bruscas, una reproducción barata de un paisaje de De Chirico, un sobre lleno de radiografías en las que se curvan dorsales y se esparcen como agujeros negros, urgentes, los tumores, el recorte de un diario con la cara de Margaret Thatcher, la muleta de aluminio en la que se afirma para desplazarse.
Contempla sus tesoros. Los recorre con la mirada y busca su reflejo en las pantallas de los televisores que amontonó, unos sobre otros, en un rincón. Prende un cigarrillo y se recuesta contra el vidrio de la ventana: al primer contacto es frío, por la refrigeración, y le eriza la piel, pero enseguida comienza a sentir el calor del otro lado. Afuera, el sol cae duro sobre la arena.
Mira a la distancia. Más allá de los médanos y los residuos, a lo lejos, bajo un recodo de la autopista, se recorta una estación de servicio blanca y celeste, también abandonada. En la oficina de los cobros, detrás de una ventana mediana, un hombre la observa y escribe, o escribe sin mirarla, y entonces ella busca nuevos tesoros, ensaya nuevas poses o nuevos silencios. Ahora se miran. Ninguno de los dos sabe qué los une, qué buscan, ni siquiera si están conectados. Pero habitan el mismo desierto, y entre los dos forman el mismo paisaje. 

 
El 15 de noviembre de 1930 nació J. G. Ballard, uno de los escritores más personales y perturbadores del siglo XX. Formó parte de la “Nueva Ola” de la ciencia ficción británica; entre sus temas recurrentes se destacan las catástrofes, las obsesiones y el profundo impacto de los desarrollos tecnológicos y sociales en la psicología contemporánea, que es la del futuro. Entre sus libros más conocidos están: Crash (filmada por David Cronenberg), La exhibición de atrocidades, Noches de cocaína y la autobiográfica El imperio del sol, llevada al cine por Spielberg.   

dibujo de Joaquín Bourdeu Barassi
texto de María Eugenia Alcatena

No hay comentarios: