La mujer despierta
sobre unas sábanas blancas, imposiblemente tersas. Respira profundo: el aire
acondicionado mantiene ventilados las habitaciones y los corredores del hotel
desierto, de ventanales fijos, y uniforma los ambientes. Sólo lleva un conjunto
de ropa interior negro de lycra y encaje, no necesita más.
Ya perdió la
cuenta de los meses que hace que vive ahí. Chocó el auto que conducía, a toda
velocidad, contra una de las columnas de concreto de la autopista -un impulso brillante y filoso como el cromo hundiéndose en el cuero del asiento. Despertó entre un nudo de plástico y hierros retorcidos; con esfuerzo se deslizó
afuera y echó a andar, arrastrando su pierna derecha malherida detrás. La
palanca de cambios le había perforado el muslo, y el agujero latía a cada paso.
Además de la autopista, arriba e inalcanzable, a su alrededor sólo había
médanos, basura y cielo.
Avanzó entre carcasas
de automóviles despedazados, semienterradas en la arena como fósiles de
animales muertos de otra era. Finalmente llegó al hotel, inmenso, limpio y
vidriado.
Aunque lo tenía
todo para ella, se había limitado a ocupar esa habitación, como si en cualquier
momento las instalaciones fueran a llenarse de turistas ociosos y aburridos. En
esa habitación había acumulado los trofeos que había ido encontrando: un juego
de bisturíes filosos con los que corta su comida, un reloj roto, los planos de
un aeropuerto, una filmadora con un video porno casero de ángulos y tomas
bruscas, una reproducción barata de un paisaje de De Chirico, un sobre lleno de
radiografías en las que se curvan dorsales y se esparcen como agujeros negros, urgentes,
los tumores, el recorte de un diario con la cara de Margaret Thatcher, la
muleta de aluminio en la que se afirma para desplazarse.
Contempla sus
tesoros. Los recorre con la mirada y busca su reflejo en las pantallas de los
televisores que amontonó, unos sobre otros, en un rincón. Prende un cigarrillo
y se recuesta contra el vidrio de la ventana: al primer contacto es frío, por
la refrigeración, y le eriza la piel, pero enseguida comienza a sentir el calor
del otro lado. Afuera, el sol cae duro sobre la arena.
Mira a la
distancia. Más allá de los médanos y los residuos, a lo lejos, bajo un recodo
de la autopista, se recorta una estación de servicio blanca y celeste, también
abandonada. En la oficina de los cobros, detrás de una ventana mediana, un
hombre la observa y escribe, o escribe sin mirarla, y entonces ella busca nuevos
tesoros, ensaya nuevas poses o nuevos silencios. Ahora se miran. Ninguno de los
dos sabe qué los une, qué buscan, ni siquiera si están conectados. Pero habitan
el mismo desierto, y entre los dos forman el mismo paisaje.
El 15 de noviembre
de 1930 nació J. G. Ballard, uno de los escritores más personales y perturbadores
del siglo XX. Formó parte de la “Nueva Ola” de la ciencia ficción británica;
entre sus temas recurrentes se destacan las catástrofes, las obsesiones y el
profundo impacto de los desarrollos tecnológicos y sociales en la
psicología contemporánea, que es la del futuro. Entre sus libros más conocidos están: Crash (filmada por David Cronenberg), La exhibición de atrocidades, Noches
de cocaína y la autobiográfica El
imperio del sol, llevada al cine por Spielberg.
dibujo de Joaquín Bourdeu Barassi
texto de María Eugenia Alcatena
texto de María Eugenia Alcatena
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