NOCHE
EXTIENDE TUS ALAS SOBRE MI
Primero fue el
silencio, el lacerante silencio. Después fue la oscuridad. Pronto, el horror de
la nada. O todo a la misma vez. Una sensación extraña de ser otro pero también
el mismo. Un extravío entre la noción de identidad y el constante fluir. Y un
único recuerdo: un viaje extraño, no sabría decir si corto o largo. Probablemente
en una barca, atravesando puertas, cavernas y montañas, vigilado por seres
sobrenaturales y aterradores, pertrechados con enormes cuchillos. Criaturas con
cuerpo humano y cabeza de chacal o de buitre. Presiento murmuraciones de
aquellos que no se dejan ver, que espero sean rezos… quizás... quizás… antiguos
hechizos para apaciguar a estas bestias que gozan bailando en sangre. Y una
procesión de cocodrilos… serpientes… escarabajos y la certeza de que eso que
llamamos vida, es un parpadeo efímero.
Después todo se volvió aún más difuso. Anubis, el Señor
de la Tierra Sagrada conduciendo la barca a la presencia de Osiris, divinidad que
preside el Juicio de los Muertos, donde tiene parte el temido ritual y los
juramentos que seguramente hube de pronunciar pero que ya no recuerdo. Y la
desaforada visión de mi propio corazón en la balanza de la diosa, sopesado contra
una pluma de avestruz. Y luego… y luego…
Y luego, el vientre del Valle de los Reyes y las estrellas me dieron
cobijo durante más de tres mil años de sueño eterno, ignorado aún por los
laboriosos ladrones de tumbas. Hasta el día en que todos esos ingleses interrumpieron
mi descanso, luego de hollar los primeros escalones de mi sepulcro. Excavaron y
descendieron, hasta allanar las cuatro capillas superpuestas que me albergaban
en la cámara funeraria. Rompieron los sellos del sarcófago y uno tras otro,
removieron los tres ataúdes que me guardaban. Finalmente, quitaron la máscara
sagrada y la devota reliquia que ya era mi cuerpo quedó expuesta a la vista de
todos esos paganos. De pura vergüenza, unas flores secas se desintegraron con
el viento.
Sin embargo, semejante afrenta no habría de quedar sin reparación y
pronto la condenación se apoderó de sus miserables existencias.
Y fue así entonces que todas las personas que visitaron mi tumba
empezaron a morir. El primero de todos, el pérfido Lord Carnarvon que financió la
profanación. ¿El arma homicida? Un mosquito que lo picó mientras se afeitaba,
llenando su cuerpo de una infección abominable que le quitó la vida en el mismo
instante en que El Cairo sufría un apagón épico. Fue la muerte más elocuente,
pero sólo la primera.
Su propio hermano, presente en las excavaciones, lo siguió
inmediatamente. También el operario que dio el último golpe en el muro de la
cámara real sucumbió por causas “desconocidas”. Y tal como me despojaron de mis
tesoros, uno a uno fueron despojados de sus vidas. Ni siquiera escaparon los
directores de los museos que aprobaron el traslado de las piezas rescatadas de
mi tumba.
Treinta muertos en total, fueron traídos a este, mi segundo reinado, el Reino
de la Oscuridad. Si mis labios no estuvieran sellados, hubiera podido sonreír.
La Maldición de los Faraones, invención de los periodistas, burla para los
intelectuales y científicos, es más poderosa aún que la propia muerte.
No estés seguro de sustraerte de sus efectos, tú que escuchas.
En un día como
hoy, pero de 1922, el arqueólogo inglés Howard Carter conseguía alcanzar la
cámara funeraria de la tumba del Faraón Tutankamon, hasta ese momento, la única tumba real encontrada con un ajuar funerario tan
numeroso, bien conservado y prácticamente intacto. Hasta el presente, la
progresión de muertes más o menos enigmáticas, ha sostenido la existencia de la
llamada Maldición de los Faraones.
© Pablo Martínez Burkett, 2012
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