viernes, 28 de septiembre de 2012

Un Orgasmo Espiritual




Si me preguntasen como imagino la música en el futuro, les pediría qué me aclarasen: cuantos años en el futuro. Porque mi respuesta, iría variando de manera proporcional a la lejanía de ese futuro. Si hablamos de cien años, seguramente les respondería que imagino una música escueta y monótona, una especie de repiqueteo con pocas variantes armónicas, una austera oscilación entre dos o tres notas acompasadas; una música glacial, digna de un mundo esclavo de un sistema glacial. Pero, si  me preguntasen como imagino la música dentro de mil años, mi respuesta sería harto diferente. Porque de aquí a mil años, considero que habremos logrado una importante evolución espiritual y física; habremos trascendido esa visión dualista que hoy, y probablemente en cien años, aun nos mantenga atrapados dentro de esquemas melódicos, superfluos y predecibles.

Ustedes se preguntarán: ¿de qué demonios esta hablando este tipo? Yo también me lo pregunto; sucede que no tengo una respuesta lógica para esa pregunta; digamos, no una respuesta con palabras coherentes, ya que dentro de mil años, supongo que nuestra manera de comunicarnos habrá de ser muy distinta. Tal vez ni siquiera utilicemos palabras, tal vez ni tengamos una boca para hablar o unos ojos para discriminar entre un color y otro. Tal vez no tengamos oídos y nuestra forma de escuchar sea a través del alma. Si es que aun conservamos un alma, lo cual en un mundo como este, es muy difícil de pronosticar.

Mi imaginación es ávida, pero no lo suficiente como para expresar con palabras lo que imagino que sucederá con la música dentro de mil años. Por ello, ante esa abominable pregunta, respondería… con música. Les haría escuchar un disco misterioso, y les pediría que lo escuchen de principio a fin, sin pausas, con auriculares y en volumen alto. Y luego, invertiría los roles, sería yo el que les pregunte como imaginan la música dentro de mil años. Y posiblemente, observarían el disco, lo harían girar nuevamente, y me responderían: “Así”.

El disco en cuestión sería “Bitches Brew”, de Miles Davis. Un viaje sideral hacia lo más esotérico de la música; un viaje hacia el futuro, hacia el presente, y hacia el pasado en un mismo y turbulento instante. O como lo llamaría en su momento el propio Miles: “un orgasmo espiritual”, un Satori (termino que utilizan los budistas para definir la iluminación); un apagón en la mente y un vacío redentor, como la visión virgen y carente de prejuicios de un bebé recién nacido.

Desde que este hombre tocó por primera vez su trompeta, las cosas cambiaron, el jazz cambió, la concepción de la música cambió, todo se transformó en una deliciosa y caótica tempestad de notas que deslumbraban al oyente, que lo llevaban hacia el abismo de su conciencia; sumido en un deleite de melodías, que más que melodías, parecían ser un lenguaje cósmico, insondable, lleno de vértigo.

En la década del 70, Miles Davis decidió ir un paso más allá de los límites, decidió atravesar la barrera de lo previsible y embarcarse en un viaje del que no le sería posible regresar. Este hombre negro, de facciones bruscas e intimidantes, de voz aguda y ronca, había descubierto la forma de viajar en el cosmos a través de su instrumento. Escuchar su música y tratar de juzgarla, es un acto blasfemo. Su música no es para ser entendida, no lo fue hace cuarenta años, no lo será dentro de cien años, y tampoco, dentro de mil años.


Un 28 de septiembre como hoy, pero de 1991, en Santa Mónica, California, a los 65 años de edad, moría el trompetista Miles Davis. Quien pasaría a la historia por sus geniales composiciones, y por el sonido característico de su instrumento. Autor de “Kind of Blue”, el disco más vendido en la historia del jazz. Y también, artesano y cabecilla de ese viaje cósmico y alucinógeno llamado: “Bitches Brew”


Martín Kaos

jueves, 27 de septiembre de 2012

La misión



     En el Sol 84 de la misión, la base terrestre perdió el contacto con la plataforma de aterrizaje. Una última fotografía, después nada: el silencio del espacio. A lo largo de los cinco meses siguientes los técnicos intentaron restablecer las comunicaciones, hasta que finalmente se rindieron. Nunca dejaron sin embargo, durante ese lapso o después, de observar esa última fotografía, ni ella a ellos. Ampliada, escaneada, ploteada, iluminada, convertida en maqueta, la imagen se repetía por toda la base. Pronto empezaron a verla en las manchas de humedad, las sombras del follaje, sus sueños, todas partes.
Pasaron años hasta que otra misión pudo enviarse al planeta. Se asentó en las Planicies Doradas, a un centenar de metros de la plataforma anterior. Durante los primeros Soles, el nuevo robot realizó incansable las tareas de rutina para las que había sido programado: reconocimiento del material rocoso, recolección de muestras del polvo de óxido que tiñe ese otro cielo. En el Sol 34, por fin, ocurrió el hallazgo: nítidas e inconfundibles entre las piedras, las huellas de Viajera, el robot explorador perdido de la misión anterior. Huellas demasiado precisas, recientes.
El rastro activó un programa secundario en el robot recién llegado. Focalizó sus sensores en la doble línea de ruedas y la siguió, más allá del Valle de la Guerra, a través de cráteres de impacto, campos de lava y dunas de arena, sorteando pedregales y canales sinuosos. La base terrestre recibía regularmente las fotos de esta persecución esquiva, que se adentraba cada vez más en lo desconocido. En un momento el explorador volcó, obstaculizado por el cauce reseco de lo que alguna vez fuera un río. La situación requería maniobras delicadas; pasó un Sol entero hasta que el robot volvió a enderezarse. Las huellas lo estaban esperando, de bordes claros y profundos. Si hubiera tenido la capacidad, habría tenido la certeza de que Viajera había estado esperándolo; lo cierto es que algo sintió, y aceptó la invitación.
El explorador incrementó la velocidad, al borde de su potencia. Sus lentes capturaban imágenes incongruentes, cada vez más espaciadas y confusas: dunas azuladas, nubes amarillas, rostros en el polvo, túneles, cristales de hielo suspendidos en el aire, sombras borrosas. La carrera seguía, cada vez más urgente, en dirección al polo; los comandos que se le transmitían desde la base terrestre no obtenían ninguna respuesta. Los técnicos no podían hacer otra cosa que esperar sus fotografías e intentar armar el rompecabezas; sobre el piso de la sala de mandos se fue armando un dibujo incongruente y extraño, de paisajes y colores cada vez más raros capturados no sabían dónde.
Las comunicaciones se fueron deteriorando. Las últimas imágenes estaban sucias, desenfocadas o incompletas. Cuando ya creían que habían recibido la última, los sorprendió un chirrido. Ampliaron la fotografía, la retocaron y limpiaron todo lo que pudieron. En el ángulo superior derecho parecía asomar Viajera, con su doble fila de ruedas tan primitiva ahora. Ocupando el resto del cuadro, repetida una vez más, la imagen con la que soñaban todas las noches.

      El 27 de septiembre de 1997 se perdió el contacto con el Mars Pathfinder, la primera misión a Marte que incluyó un robot de eploración. Para entonces había estado transmitiendo imágenes y datos de la superficie del planeta rojo durante casi tres meses. En el 2003 el robot explorador de la misión, llamado Viajera, fue incluido en el Salón de la Fama de los Robots.

dibujo de Joaquín Bourdeu Barassi
texto de María Eugenia Alcatena

miércoles, 26 de septiembre de 2012

Campana del infierno, por Juan Guinot


El perro esta muerto de hambre. Lleva veinticuatro horas sin probar un bocado. El dueño, al otro lado de la cucha, lo provoca con un pedazo de carne. El perro lo mira con casi nada de amor. El tipo da un portazo, lo deja solo. El perro se lengüetea los cuartos traseros. Mas que  afecto a la limpieza, su dedicación parece estar sometida al estudio de la deglución de su miembro inferior. A la hora, la puerta se abre, el hombre vuelve a pasar sobre la cucha con el pedazo de carne. El perro se da cuenta. Pero es tarde, el  patrón sale disparado.
Por  la noche, algo cambia. El dueño aparece con el mismo trozo de carne en la mano derecha y en la izquierda, trae una campanita. El perro esta casi decidido a comerse al patrón a tarascones limpios cuando escucha el tintineo de la campana y luego, la mano derecha que se abre y el trozo de carne cae al suelo. Las cuatro patas van a la carrera, caza el pedazo de carne y se lo come de un solo mordisco.
Llega la noche. El pobre pichicho sigue con hambre. Se duerme.
En la madrugada, con la casa a oscuras, aparece el sonido de la campana. El perro babea, con broncas, se imagina la mano de su patrón, devenido en entretenedor musical, para comérsela. Sale de la cucha y, ve al patrón con un trozo de carne que tira al suelo. Va por la comida, desestima la idea de ir por el hombre. Empieza a aceptarlo con ese temita de los gustos por la campanita, piensa, el perro, si total, con seguirle el jueguito sádico logra su comida, que el pobre hombre haga lo que quiera. Y pasan las jornadas, el perro se llena la panza y, hasta babea para hacerle creer al tipo que esta enfurecido si no le da la comida.
El dueño lo anota todo en una libreta. Lo pasa a papeles prolijos. Lo lleva a la universidad. Se hace famoso y hasta recibe un Nobel, y todo por el experimento del perro y la campanita, ese que demuestra que los seres vivos reaccionan hacia el objetivo propuesto de acuerdo al estimulo. El tipo, enraizado en el sadismo, con ese papel cientificista acaba de abrir, para los hombres, las puertas de la manipulación social por cuanto medio, en el futuro, la especie desarrolle.
El perro come y come. El hombre, un tal Pavlov, acaba de abrir la puerta del conductismo.
El Senor Pavlov nació en Riazan, justo hoy, hace 163 anos.

lunes, 24 de septiembre de 2012

Sin el permiso del Rey





SIN EL PERMISO DEL REY
Yo quería plantar un árbol. Quería plantar un laurel y nomás verlo crecer, que fuera cobijo de los pájaros del cielo y de mis penitas, también. Y quizás ustedes ya no lo recuerden, pero en aquellos tiempos había que pedir permiso para todo. Hasta para plantar un árbol. Que el bando tal, que la real cédula cual. Sí, pa’ todo había que pedir permiso. Hasta pa’ ser libre. En el Río de la Plata, la cosa era así.

El Cabildo pidió autorización al virrey y el virrey escribió a España. Mientras tanto, yo planté el árbol y estuve esperando un año, pero se pasaron diez. ¡Viera mi laurel, estaba de grande… y la sombra que daba! Soportó bravo las Invasiones Inglesas. Hasta que llegó el decreto: ¡Qué se tire abajo el árbol que crece a espaldas del Rey! Eso fue demasiado…Enseguida vinieron las agitadas jornadas de mayo, la Revolución contra el rey Fernando VII. Si no hubiera sido por el árbol, no sé de qué lado hubiera estado… pero esa afrenta a la libertad no la podía sufrir y me uní a la milicia.

Me enrolaron en el Ejército del Norte. Al principio no me fue bien. Apenas si salvé la vida en la batalla de Huaqui. ¿Pero qué quiere?, si ese Castelli no sabía ni de qué lado disparaban los fusiles. Fue un verdadero desastre. Es triste decirlo, pero pa’ mí que en Buenos Aires no se tomaron muy en serio el asunto o no les importó perder todo el Alto Perú, porque pa’ pior, mandaron de reemplazo a un general abogado, muy buena persona, pero con poco de militar. Eso sí, nos hizo jurar una nueva bandera, celeste y blanca, tan bonita. Diga usted que se supo rodear de unos mozos bien entendidos en el arte de la guerra, porque si no, éramos otra vez comida e’ los caranchos.

Pronto tuvimos noticia de que los godos marchaban victoriosos y confiados hacia el sur. El general Belgrano ordenó el repliegue de los pueblos, dejando tierra arrasada. La instrucción del Triunvirato era clara y precisa: costearse hasta Córdoba y recién ahí enfrentar el avance realista. Sin embargo, algunas escaramuzas favorables alentaron un cambio de planes. Y desobedeciendo la orden del gobierno, el general mandó a sus lugartenientes a la ciudad de Tucumán para plantarse ante el invasor. ¡Ese día se ganó nuestro corazón: no era de buen criollo abandonar esa gente a la mano de Dios! Los tucumanos nos recibieron con unos 400 hombres de a pie, sin más armas que sus ponchos y sus lanzas, pero con un coraje que emocionaba. Se celebraron algunos parlamentos y pronto nos allegaron unos gauchos de a caballo, con parque y provisiones.

La batalla era inminente, ya se oían los tambores enemigos. Prendimos fuego a los pastizales y con la humareda, el ejército agresor se desordenó. La artillería los puso a parir, pero igual se nos vinieron a bayoneta calada. Belgrano ordenó responder con una carga de infantería por el centro del ataque. Mientras tanto, nuestros Dragones les hacían un estrago tremendo en el ala derecha, atravesando a los maturrangos como pollos: Pero del otro lado del frente, sucedía a la inversa y el avance de la caballería y la infantería realista era imparable. La batalla se volvió harto confusa y los que retrocedían demolidos de un flanco, eran los que avanzaban triunfantes por el otro. Fue preciso replegarse hasta la ciudad, pero lo hicimos cargados con los cañones y el parque que les tomamos a los godos. También les capturamos las banderas de tres regimientos y varios cientos de prisioneros. Fueron llegando las otras tropas patriotas, con el Coronel Moldes, Balcarce y José María Paz y nos hicimos fuertes en las trincheras que se habían preparado para la defensa.

El brigadier Juan Pío Tristán, el jefe realista, amagó un par de entradas pero sofrenó la carga apenas nuestros primeros disparos. Quiso hacerse el héroe, el maturrango ese, y nos intimó a rendir la plaza, bajo amenaza de incendiar la ciudad. El coronel Díaz Vélez le recordó que las tropas de la Patria ya lo habían vencido y lo invitó a que tuviera el coraje de prender fuego a una sola casa, amenazando con degollar a todos los prisioneros. Mientras Tristán decidía el curso de acción, las tropas del General Belgrano se le aparecieron por retaguardia y fue a su vez, intimado a rendirse, por lo que el español abandonó el campo de batalla. ¡La gloria de la jornada era nuestra!

Ese día fue de celebración, se dijo misa y hasta el alba, hubo gran fiesta en los fogones. Yo contribuí con lo mío, tocando varias canciones con mi guitarra de laurel. Si, con la guitarra hecha con madera de mi laurel.
En un día como hoy, pero de hace doscientos años, se libraba la Batalla de Tucumán. Las tropas realistas doblaban en número y experiencia a los patriotas, que hasta ese momento venían huyendo. Es el combate más importante de la Guerra de la Independencia, porque si el general Belgrano hubiera acatado la orden de Buenos Aires de retirarse hasta Córdoba, se hubieran perdido definitivamente todas las provincias del norte, tornando muy incierto el futuro de la naciente Revolución.
© Pablo Martínez Burkett, 2012

viernes, 21 de septiembre de 2012

El Arte del Miedo




El terror es ese instante en el que uno sabe que no esta soñando; que no hay escapatoria, que solo resta pelear contra una imagen, sin evadirla, aun en la desesperación, aun en el silencio abrumador de la incertidumbre.

Se puede atemorizar a través de la imagen, eso es fácil; pero hacerlo a través de la prosa, valiéndose de argumentos estratégicos, personajes pérfidos y escenarios inhóspitos, despertando así los demonios del lector, llevándolo de paseo por las tinieblas de su imaginación; eso no es tan simple; porque requiere de una prosa auténtica y  convincente. Requiere de un escritor que conozca: “el arte del miedo”.

Billy es un abogado obeso que conduce su auto por una avenida, es casi medianoche, a su lado, su esposa, algo bebida, comienza a masturbarlo. Billy se excita, pierde la atención en el camino; una anciana cruza la calle, Billy la atropella. La vieja –que pertenece a una comunidad de gitanos– muere sobre el asfalto. Se lleva a cabo un juicio, pero todo el pueblo esta a favor de Billy, “el ciudadano ejemplar y buen americano”. El juez dictamina su inocencia; a nadie le interesan los derechos de esos sucios gitanos. Al salir del juzgado, Billy es sorprendido por un anciano de la comunidad que le acaricia el rostro y le dice: “más delgado…”. Con el pasar de los días, el obeso Billy comienza a perder peso de manera alarmante, hasta quedar en un estado raquítico. Ahora, en la agonía, debe ideárselas para encontrar al viejo gitano que deshaga el hechizo.  

Jessie viaja con su marido Herald a su cabaña de fin de semana. Allí, solos, en la verde frondosidad del bosque, sabiendo que no existe un alma humana en varias hectáreas a la redonda, deciden perpetrar su fantasía. Herald esposa a su mujer a los barrotes de la cama; aquello resulta excitante para ambos. Pero en un movimiento imprevisto, Herald cae hacia atrás y muere. Jessie queda esposada a la cama, sin nadie que pueda escucharla y socorrerla. Con el pasar de las horas, el pánico se apodera de ella, comienza a sobrevivir dentro de sus recuerdos, mientras que intenta liberarse sin éxito de las esposas. Pasan días, la desesperación comienza a enloquecerla. Un misterioso perro la visita, luego, una extraña presencia humana. 

“¡Desesperación absoluta!”

De esa misma desesperación, también será presa una mujer y su hijito asmático, atrapados en un auto averiado, en medio de la nada, asediados por la furia de “Cujo”, un perro infectado de rabia que estrella su cabeza una y otra vez contra las puertas y el parabrisas del auto, provocando pánico y ataques de asma en el niño. La madre, histérica, sabe que no puede salir del auto para salvar la vida de su hijo, y tampoco puede quedarse en el interior del mismo mientras el monstruoso perro, con salvajes embestidas va destruyendo de a poco el vehiculo que los refugia.

Paul Sheldon, afamado novelista, maneja su auto por una carretera rodeada de nieve, en un instante pierde el control y se desbarranca, dando vueltas y quedando atrapado en el interior de su auto destrozado. Pero alguien llega para socorrerlo, se trata de Annie, una mujer de mediana edad, que casualmente resulta ser su más asidua lectora. Lo lleva a su casa, lo cura y lo atiende. Con el pasar de los días, Paul comienza a notar que Annie es una mujer perturbada, y a lo largo de su convalecencia, con ambas piernas rotas, deberá sufrir los dementes ataques de su más ferviente y sicótica admiradora.

La desesperación, el encierro, la desolación, y la imposibilidad de una huida. La estrategia recurrente y siempre atinada de un maestro del horror. Que con estas pocas que he citado, y otras tantas geniales novelas, ha perturbado y encantado a millones de lectores en todo el mundo.

Un 21 de septiembre como hoy, pero del año 1947, en Portland, Estados Unidos, nacía el escritor Stephen King, uno de los novelistas más leídos del mundo, creador de un sinfín de historias de suspenso y terror, muchas de las cuales fueron llevadas al cine casi con el mismo éxito que tuvieron en sus libros. 



Martín Kaos

jueves, 20 de septiembre de 2012

Jaurías




     Los signos son claros: el follaje se va tornando rojo y dorado, las ramas se desnudan, lo pastos ralean, el piso se vuelve más duro y crujiente, las aguas corren lentas, los animales construyen refugios y acopian alimento. El invierno está cerca, y todo parece anunciar que va a ser particularmente largo.
Desde el corazón helado de las tierras salvajes, al otro lado del Gran Muro, soplan sobre los Siete Reinos vientos gélidos de hambre y muerte. Los lobos olfatean el aire, inquietos, y gruñen. Están nerviosos. Hay algo más en el viento esta vez; algo antiguo y malvado, que debería permanecer muerto pero no lo está y marcha sin cansarse, día y noche, como un ejército de espectros. Los lobos descubren los dientes, pegan dentelladas al vacío, se agrupan en jaurías cada vez más grandes y esquivas que aterrorizan a los caminantes.
También en los bosques oscuros de la mente los lobos aúllan y corren. Desentierran secretos mal escondidos, se refugian en el calor áspero de la manada, se atacan entre sí, protegen a sus cachorros, hunden sus colmillos en la sangre humeante de sus hermanos, se lastiman, se celan, despedazan a sus presas, se arrojan al centro de las trampas. La inminencia del invierno y la guerra, que está en todas partes, los desquicia.
Afuera, mientras tanto, en los caminos y castillos de los Siete Reinos se tejen y destejen alianzas, intrigas, traiciones, batallas, bodas, venganzas y caídas. Los mercenarios, las prostitutas y los señores se venden al mejor postor; si algún personaje sube, es sólo para caer desde más alto después. Sin embargo, no son estos los peligros más grandes. “Las cosas que amamos son las que terminan destruyéndonos, siempre. No lo olvides, muchacho”, repite un hombre sabio. “Puede ser el amor por una mujer, la familia, el honor, el poder, el dinero, la comida, la crueldad; siempre, en el fondo, es el amor. Es eso, y no otra cosa, lo que nos hace débiles”.


      El 20 de septiembre de 1948 nació George Martin, escritor estadounidense de literatura fantástica, ciencia ficción y terror. Es el autor de la saga Canción de hielo y fuego, en la que se basa la serie de televisión Juego de tronos. Según su plan la saga abarcará siete libros, de los que lleva publicados los primeros cinco.

dibujos de Fernando Calvi
texto de María Eugenia Alcatena

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Capa de Tierra, por Juan Guinot




A mitad del almuerzo del domingo dije que había vuelto a ver a Capa de tierra sobre la barranca del río. Los cubiertos de mamá golpearon  sobre su plato cargado con puchero de gallina y me encaró: “Cortála con esa historia”.  Bajé de la silla, levanté mis cubiertos de la mesa. Papá en silencio, no le quitaba los ojos a la comida. A él no lo conmovían mis historias cuentos de esa tierra suspendida en el aire que envolvía una cabeza de pelos negros y que se aparecía en la costa de enfrente del río.
Esa misma tarde me fui a pescar. Caminé casi una hora costeando, en dirección del Oeste y aparecieron las barrancas de casi dos metros, mi lugar preferido. Desde la altura tiré a la costa mi caña y el tachito con las lombrices que había sacado del gallinero. Me lancé en trampolín por la pendiente de tierra floja y, a la vera del río, me reencontré con mis cosas.
La tarde de primavera venía ventosa. Los sauces de la otra costa golpeaban con sus  ramas el río y salpicaban a las tortugas echadas al rayo de sol.  Los juncos frenaban la correntada y mi boya ni se movía. Solo el sedal hacía panza en el aire cuando venía una racha de viento.
Clavé la caña en la arcilla y, para matar el tiempo, me puse a tirar piedras a la barranca de enfrente. Fue cuestión de segundos, pero mientras la potencia de mi brazo confluía con  la superficie jabonosa de la piedra en mi palma, mi mirada descubría que, sobre la barranca de enfrente, se corporizaba  Capa de tierra y, lo peor, mi piedra, siguió por sobre la barranca y perforó al aparecido.
Pensé en escapar, pero Capa de tierra me habló con voz de trueno: “¡Sabandija!”. Un frío recorrió mi espalda. En ese momento la boyita de corcho empezó a dar vuelta en círculos, la tanza estaba tensa y  la caña de tacuara se curvaba. Me afirmé a la caña. El viento empezó a soplar enfurecido y las ramas de los sauces latigueaban sobre la corriente y empapaban los caparazones con las cabezas de las tortugas metidas en ellos. Mi presa hacía fuerza, clavé los talones y un nuevo tirón me llevó a sentarme de traste y meter los pies en el agua, pero nunca solté la caña. Mis talones, bajo el agua, se clavaron en la costa, tiré con fuerza de mi caña y una anguila con cabeza de ratón saltó del río prendida a mi anzuelo, escribió una “ese” en el aire y su lomo espejó el destello anaranjado de la tarde. Cayó de nuevo al agua, nadó con fuerza, me doblé al medio, besé con mis labios el río cuando una mano firme me agarró de los fundillos y  me llevó para la barranca. Mi puño apretaba la mitad partida de mi caña de tacuara y la otra mitad flotaba contra corriente a la velocidad de una flecha.
Achicando el cuello para prever algún castigo mágico, oí, “¿Te lastimaste?”, era la voz de quien me había gritado, desde la barranca. Torcí el pescuezo y la cara del aparecido: el Capa de tierra era el director de la escuela municipal, Florentino Ameghino.
Florentino Ameghino, fue director de la escuela municipal de Mercedes. En las costas del río Lujan efectuó grandes hallazgos arqueológicos. Florentino Ameghino nació un día como hoy, del año1854.