Si me preguntasen como imagino la
música en el futuro, les pediría qué me aclarasen: cuantos años en el futuro. Porque
mi respuesta, iría variando de manera proporcional a la lejanía de ese futuro.
Si hablamos de cien años, seguramente les respondería que imagino una música
escueta y monótona, una especie de repiqueteo con pocas variantes armónicas,
una austera oscilación entre dos o tres notas acompasadas; una música glacial,
digna de un mundo esclavo de un sistema glacial. Pero, si me preguntasen como imagino la música dentro
de mil años, mi respuesta sería harto diferente. Porque de aquí a mil años,
considero que habremos logrado una importante evolución espiritual y física;
habremos trascendido esa visión dualista que hoy, y probablemente en cien años,
aun nos mantenga atrapados dentro de esquemas melódicos, superfluos y
predecibles.
Ustedes se preguntarán: ¿de qué
demonios esta hablando este tipo? Yo también me lo pregunto; sucede que no
tengo una respuesta lógica para esa pregunta; digamos, no una respuesta con
palabras coherentes, ya que dentro de mil años, supongo que nuestra manera de
comunicarnos habrá de ser muy distinta. Tal vez ni siquiera utilicemos
palabras, tal vez ni tengamos una boca para hablar o unos ojos para discriminar
entre un color y otro. Tal vez no tengamos oídos y nuestra forma de escuchar
sea a través del alma. Si es que aun conservamos un alma, lo cual en un mundo
como este, es muy difícil de pronosticar.
Mi imaginación es ávida, pero no
lo suficiente como para expresar con palabras lo que imagino que sucederá con
la música dentro de mil años. Por ello, ante esa abominable pregunta,
respondería… con música. Les haría escuchar un disco misterioso, y les pediría
que lo escuchen de principio a fin, sin pausas, con auriculares y en volumen alto.
Y luego, invertiría los roles, sería yo el que les pregunte como imaginan la
música dentro de mil años. Y posiblemente, observarían el disco, lo harían
girar nuevamente, y me responderían: “Así”.
El disco en cuestión sería “Bitches
Brew”, de Miles Davis. Un viaje sideral hacia lo más esotérico de la música; un
viaje hacia el futuro, hacia el presente, y hacia el pasado en un mismo y
turbulento instante. O como lo llamaría en su momento el propio Miles: “un
orgasmo espiritual”, un Satori (termino que utilizan los budistas para definir
la iluminación); un apagón en la mente y un vacío redentor, como la visión
virgen y carente de prejuicios de un bebé recién nacido.
Desde que este hombre tocó por
primera vez su trompeta, las cosas cambiaron, el jazz cambió, la concepción de
la música cambió, todo se transformó en una deliciosa y caótica tempestad de
notas que deslumbraban al oyente, que lo llevaban hacia el abismo de su conciencia;
sumido en un deleite de melodías, que más que melodías, parecían ser un
lenguaje cósmico, insondable, lleno de vértigo.
En la década del 70, Miles Davis
decidió ir un paso más allá de los límites, decidió atravesar la barrera de lo previsible
y embarcarse en un viaje del que no le sería posible regresar. Este hombre
negro, de facciones bruscas e intimidantes, de voz aguda y ronca, había
descubierto la forma de viajar en el cosmos a través de su instrumento.
Escuchar su música y tratar de juzgarla, es un acto blasfemo. Su música no es
para ser entendida, no lo fue hace cuarenta años, no lo será dentro de cien
años, y tampoco, dentro de mil años.
Un 28 de septiembre como hoy,
pero de 1991, en Santa Mónica, California, a los 65 años de edad, moría el
trompetista Miles Davis. Quien pasaría a la historia por sus geniales
composiciones, y por el sonido característico de su instrumento. Autor de “Kind
of Blue”, el disco más vendido en la historia del jazz. Y también, artesano y
cabecilla de ese viaje cósmico y alucinógeno llamado: “Bitches Brew”
Martín Kaos