miércoles, 12 de septiembre de 2012

Música para cuchillo, por Juan Guinot


El que canta no es un facón salido debajo del poncho, allá en pulpería. Ni la cuchillada certera del malevo, en el pasaje oscuro del Palermo que todavía no es soho y da miedo a los taxistas. Ni mucho menos es la faca flaca, punzante, del ronroneo tumbero de Devoto.
La música para cuchillo suena aguda: chi-chi-chi. Es un chirrido de expiación, en cuotas iguales, otorgadas al otro lado de una bañera, con la ducha abierta, en punto vapor, y con una chica dejándose mojar, y matar, en el mismo acto.
La música para cuchillo, es melodía de muerte. Se conoce adentro de esa casa, la de la película, esa que proyecta el terror en una especie de ola tsunami a futuro; después de verla, nunca más se saldrá del ahogo serial, de aquel asesino, de la gran pantalla. Filmada por uno de los mejores directores que dio el Séptimo Arte, ese film delimita, por siempre jamás, el territorio del terror.
El actor, luego de interpretar al asesino, recibe el reconocimiento de sus pares, de la crítica y el público. La película, la que estrena música para cuchillo, lo catapulta a la fama.
El hombre se desliza por la pringosa y dulce miel del éxito. En una irrefrenable pulsión de vivir la vida, la de la cresta de la ola del tsunami, come de los caramelos y “caramelas” más codiciados de la farándula. No parece encontrar límites a sus apetencias. Lo que quiere lo tiene: trabajo, dinero y, en la misma cama, hombres y mujeres.
Y se casa con una modelo, porque la ama, porque quiere tener hijos. Ella lo acepta en el dominio de su cama, la que debe dejarle libre cuando él lo pida, porque no puede pararlo y el actor manda en la comarca de sus pasiones.
La fama te catapulta. La fama de sepulta. Aprende, el actor, cuando ya no puede barrenar la cresta de la ola del tsunami y cae en picada libre. A medio camino del abismo, pesca ese virus que algunos dicen salió de los monos y otros señalan como fabricado para el exterminio de drogones y putones.
El tipo, sin red, siente que la sal de esa ola, la de la fama que te catapulta y sepulta con la misma potencia, le seca la piel, la carne y la música para cuchillo, réquiem de Anthony Perkins, suena en sus oídos, por última vez, un 12 de septiembre de 1992.
Y, paradojas del destino, cuando su viuda, en vuelo de American Airlines, regresa a casa, para recluirse y recordar los nueve años de no tenerlo a su lado, es testigo fatal de una nueva melodía del terror, para pantalla chica y en directo, mientras viaja en uno de los aviones secuestrados, que se estrellan contra la torre norte del World Trade Center, a las 8.46 am del 11 de septiembre de 2001.

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