El que canta no es un facón salido debajo del poncho, allá
en pulpería. Ni la cuchillada certera del malevo, en el pasaje oscuro del Palermo
que todavía no es soho y da miedo a los taxistas. Ni mucho menos es la faca
flaca, punzante, del ronroneo tumbero de Devoto.
La música para cuchillo suena aguda: chi-chi-chi. Es un
chirrido de expiación, en cuotas iguales, otorgadas al otro lado de una bañera,
con la ducha abierta, en punto vapor, y con una chica dejándose mojar, y matar,
en el mismo acto.
La música para cuchillo, es melodía de muerte. Se conoce
adentro de esa casa, la de la película, esa que proyecta el terror en una
especie de ola tsunami a futuro; después de verla, nunca más se saldrá del
ahogo serial, de aquel asesino, de la gran pantalla. Filmada por uno de los
mejores directores que dio el Séptimo Arte, ese film delimita, por siempre
jamás, el territorio del terror.
El actor, luego de interpretar al asesino, recibe el
reconocimiento de sus pares, de la crítica y el público. La película, la que
estrena música para cuchillo, lo catapulta a la fama.
El hombre se desliza por la pringosa y dulce miel del éxito.
En una irrefrenable pulsión de vivir la vida, la de la cresta de la ola del tsunami,
come de los caramelos y “caramelas” más codiciados de la farándula. No parece
encontrar límites a sus apetencias. Lo que quiere lo tiene: trabajo, dinero y,
en la misma cama, hombres y mujeres.
Y se casa con una modelo, porque la ama, porque quiere tener
hijos. Ella lo acepta en el dominio de su cama, la que debe dejarle libre
cuando él lo pida, porque no puede pararlo y el actor manda en la comarca de sus
pasiones.
La fama te catapulta. La fama de sepulta. Aprende, el actor,
cuando ya no puede barrenar la cresta de la ola del tsunami y cae en picada
libre. A medio camino del abismo, pesca ese virus que algunos dicen salió de
los monos y otros señalan como fabricado para el exterminio de drogones y
putones.
El tipo, sin red, siente que la sal de esa ola, la de la
fama que te catapulta y sepulta con la misma potencia, le seca la piel, la
carne y la música para cuchillo, réquiem de Anthony Perkins, suena en sus
oídos, por última vez, un 12 de septiembre de 1992.
Y, paradojas del destino, cuando su viuda, en vuelo de
American Airlines, regresa a casa, para recluirse y recordar los nueve años de
no tenerlo a su lado, es testigo fatal de una nueva melodía del terror, para
pantalla chica y en directo, mientras viaja en uno de los aviones secuestrados,
que se estrellan contra la torre norte del World Trade Center, a las 8.46 am
del 11 de septiembre de 2001.
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