EL ARTE DE HACER REIR
Figúrese que en la soledad de un
escenario hay un hombre diminuto, con un smoking impecable, cara de póker y una
media sonrisa cáustica. Acaba de contar un chiste y se lleva displicente un
habano a la boca. El público ríe a mandíbula batiente. ¿Qué puede haber dicho
para provocar semejante zafarrancho?
Seguro que alguna humorada en torno a su
esposa. ¡Shhhh!, escuchemos:
“Por muchos años
tanto mi señora como yo fuimos inmensamente dichosos, hasta que un día... nos
conocimos”.
“Siempre la llevo a todas partes... Lo malo es
que ella constantemente encuentra el camino de regreso”.
“El
otro día le dije: ¿Sabes, querida? Cuando hablas me recuerdas al mar. ¡Qué
lindo, mi amor! No sabía que te impresiono tanto. -No me impresionas... ¡me
mareas!”
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Y las carcajadas retumban como un
huracán por todo el teatro. En el mundo del espectáculo, las risas y los
aplausos son el mejor premio que puede recibir un artista que ha elegido la más
ardua de todas las profesiones: hacer reír.
¡Y vaya si lo logró!, cautivando a los públicos
más exigentes de sur a norte del continente americano. Porque el hombrecito con
las orejas como el señor Spock era dueño de un estilo sutil, que aunque se
valía de la picardía, odiaba la vulgaridad. Antes bien, apelaba a la complicidad
del espectador.
Nacido en el seno de una familia
circense, de padre payaso y madre acróbata; la tradición familiar le marcaba un
destino trashumante. Debutó en el circo de muy chico y se hizo famoso por un numerito
que ejecutaba haciendo equilibrio sobre una escalera, mientras tocaba el
violín.
Los biógrafos siempre recuerdan que un
día se le rompió una cuerda y para salir del paso, el joven Verdadeguer, encaramado
sobre los escalones y mirando el violín roto, metió un bocadillo que hizo estallar
en carcajadas a los asistentes. Verdad histórica o cosmética posterior, el caso
es que ese día el saltimbanqui se convirtió en comediante. El transcurrir de
funciones y geografías, fue labrando al monologuista genial, con un sentido del
humor corrosivo e inteligente.
Durante más de 60 años, paseó su arte
por teatros, cabarets, casinos, “revistas”, cine y TV. Así, se volvió un cómico
único, que era capaz de actuar rodeado de las más exuberantes vedettes del
momento sin siquiera una grosería. Con el gesto medido y oportuno, sus ojitos
centelleaban divertidos, mientras encadenaba una sucesión de anécdotas, a cual
más absurda, pero conservando la compostura y una melancólica elegancia.
Las generaciones posteriores que no lo conocieron,
quizás tengan más presente la imitación de Petinatto, con el célebre “Gato de
Verdaguer”.
El mejor homenaje que se le puede hacer a
un artista es recordar su arte, así que escuchemos otro poquito:
“Mi mujer se
queja de que antes de casarnos le decía querida
y ahora no le digo nada. Podría darle gracias a Dios que sé controlarme…”
“Con mi esposa siempre caminamos tomados de
la mano… Si la suelto, se va de compras.
“Para nuestras Bodas de Plata voy a llevar a mi
mujer a la India -le confesé a un amigo. -Vaya, vaya, veo que no mides en
gastos -me contestó - Y para las Bodas de Oro ¿qué harás? -La iré a buscar…"
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Un día como hoy, pero de 1915, nacía
Juan Verdaguer. Aunque vio la luz en el Uruguay, a los ocho meses de vida se
trasladó a la Argentina. Poseedor de un humor fino, cerebral y desopilante, mereció con justicia ser
llamado “El Señor del Humor”.
© Pablo Martinez Burkett, 2012