SIEMPRE HABRÁ LUGAR PARA LA ESPERANZA
Pedrito fue criado
por su hermana y su cuñado, porque a poco de nacer, sus padres murieron
arrollados por un tren. Pedrito odiaba que le dijeran así. En una novelita de
cowboys leyó que uno de los bandidos se llamaba “Pete, el relámpago”; y vaya a
saber cómo, supo que era un apodo de su nombre en inglés. Le gustó tanto que se
autobautizó Pit. Los muchachones de la esquina no entendían de traducciones y
enseguida se pusieron a cargarlo. Autenticar el sobrenombre le costó un ojo en
compota y un par de dientes rotos.
Pero
aunque Pedrito se vendía como el más reo de Claypole, sufría malamente la
ausencia de sus padres. Cuando la soledad lo mordía sin piedad, se refugiaba en
el desarmadero de su cuñado y hacía bocetos de los coches destrozados. Tenía un
don innato para la pintura y de esa forma, intentaba conjurar la desgracia que
lo había dejado huérfano.
Un
día se pegó un susto tremendo cuando un vagabundo que dormía en los autos,
emergió inesperadamente. El desconocido lo persuadió, lo amenazó, lo conmovió,
rogándole por alimento y unos remedios. El muchacho le consiguió ropa, comida y
unos cuantos antidepresivos que le robó a su hermana. Todas las tardes después
de la escuela, pasaba a verlo. Pero no transcurrió ni una semana que la policía
se llevó al extraño habitante, que mantenía unas cuantas deudas con la
justicia.
Tiempo
después, Pit fue enviado a tomar clases particulares con la señorita Trevisán,
una maestra avinagrada por un plantón en el altar que fue el chisme más
transitado durante añares. En esa casa, conoció a Estela, un ángel, una
quimera, una niña bien que vivía en el barrio inglés. Pit se enamoró
perdidamente y padeció como sólo un adolescente puede hacerlo, porque la chica
se burlaba de él por su falta de modales y por estar destinado a un futuro
totalmente inadecuado para una dama de su clase. A Pit lo empezó a roer la
esperanza de alcanzar una posición y conquistar el corazón de su musa.
El
tedio de las lecciones sólo era soportable por la presencia de Estelita. Los
días se convirtieron en semanas y las semanas, en meses. Y llegó el momento en
que la señorita Trevisán resolvió que ya era hora de que el muchacho aprendiera
un oficio. En el taller mecánico de su cuñado, Pit se fue haciendo hombre. El
futuro tan temido exhibía sus peores garras y aunque seguía soñando, el
mameluco lleno de grasa lo devolvía a la realidad. Las jornadas se sucedían sin
color hasta que cierta mañana se hizo presente un abogado, el Dr. Micks, con el
fin de hacerle saber que un benefactor secreto le había dejado una considerable
suma para pagarle la universidad. Se concertó que fuera a estudiar a Buenos
Aires. Su hermana y su cuñado deseaban que cursara abogacía o arquitectura.
Pero en contra de este deseo, Pit eligió Bellas Artes y se mudó a la ciudad
para evitar los aborrecibles viajes en tren.
El
talento del joven le abrió las puertas de la alta sociedad, no obstante su
corazón se había quedado en el Sur. O en todo caso, en el recuerdo de Estelita.
Pero por nada del mundo iba a regresar a donde había sido tan miserable. Sin
embargo, cuando murió su hermana, Pit volvió. Las cosas en la provincia
transcurren mucho más lentamente y todo seguía como entonces. Bueno, no todo.
Estelita se había convertido en una mujer. El ángel de sus sueños era ahora el
demonio de su vigilia. Quizás no fue la mejor ocasión, pero le declaró su amor.
Ni hizo falta que ella lo rechazara, bastó con que le notificara que estaba
comprometida con otro. La tristeza no podía ser mayor.
O
sí, porque una noche, se apareció aquel vagabundo de la niñez, para revelarle
que era su benefactor. Le dijo que sin su ayuda, se hubiera dejado morir de
frío en vez de forjar un sólido prontuario. Pit no se recuperaba del asombro y
del asco al descubrir de dónde provenían los fondos que pagaban su educación,
cuando su mecenas le reclamó nuevamente ayuda para escapar de la mafia china.
El muchacho intentó facilitarle la huída, pero el asunto terminó de muy mala
manera y se enfermó al sentirse extranjero en su propia existencia. Creyó que
viajando lograría cauterizar la pena.
Y
así fue que en Nueva York halló cobijo por más de una década. A pesar de que
exposiciones y galerías se disputaban sus cuadros y no era infrecuente verlo en
la tapa de las revistas, la patria tiraba y finalmente decidió volver. Quiso
visitar su barrio, en el que ahora sí el paso del tiempo había desplegado su
desleal industria. Lleno de añoranzas, se costeó hasta la casa de la señorita
Trevisán. Imprevistamente, encontró allí a Estela. Se pusieron al día o casi.
La chica le contó que su matrimonio fue el peor de los fracasos. También le
dijo lo mucho que pensaba en él, ahora que su corazón estaba libre de
obligaciones. Pit comprendió que algo había cambiado en el carácter altivo y
cínico de su sueño hecho mujer y una vez más, le confesó sus sentimientos.
Mientras abandonaban juntos la casa en ruinas, Pit renovó aquella vieja
esperanza de que nada los volviera a separar.
Hace
200 años, el 7 de febrero de 1812, nacía Charles Dickens uno de los más
grandes escritores de la literatura universal, autor de obras tales como
“Oliver Twist”, “David Copperfield”, “Un cuento de Navidad”, “Historia de dos
ciudades” y “Grandes esperanzas”. En sus novelas, Dickens fue un maestro en
disponer una minuciosa trama, mezclada con una descripción de las tensiones
sociales en la época victoriana y una pizca de notas autobiográficas.
© Pablo Martínez
Burkett, 2012
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